El bazar, aún pareciéndose a los demás bazares, revestía un aspecto
particularmente depresivo para el ánimo. Era el mismo hacinamiento de
camas doradas, sillas curvadas de madera, paquetes de ferranchinería
oxidados, cubos de cinc, loza grosera y pretenciosa, cacerolas
ordinarias y cromos que dan ganas de llorar; erizaba el pelo de la
estética, a fuerza de fealdad moderna acumulada; pero tenía, además, una
nota de abandono de descuido, que aumentó la repulsión que me infunde
este género de establecimientos, en los cuales no hay más remedio que
entrar a veces, obligado por la necesidad prosaica de un kilo de
tachuelas o un litro de barniz Flatting...
El dueño del bazar era un viejo que existía sin deber existir; un
residuo humano. Aunque a los comerciantes españoles, en general,
dijérase que les importaba poco vender, éste exageraba el desdén hacia
la ocupación. Se creía que, al pedirle el género, se le daba una mala
noticia...
El dependiente, un chico escrofuloso y atontado, con las manos
colgantes, no llenaba más fin que añadir un detalle antipático al
conjunto; así es que fue el mismo dueño el que se dedicó a servirme
renqueando. Me fijé entonces en su cara, y noté que estaba como
devastada por un torrente de llanto, una convulsión dolorosa. Había en
ella surcos de amargura, y en los ojos, un abismo de desconsuelo y de
horror. Los hombros se inclinaban, agobiados, vencidos, como si les
hubiese caído encima un peso enorme...
Al recoger un envoltorio mal liado, dije, sin fijarme:
—¿No tiene usted familia que le ayude?
Sobresalto... Me miró como quien pide justicia —de esas miradas que protestan, que claman al Cielo— y suspiró:
—¡Ah! Usted, por lo visto, ha oído algo ya...
Yo no había oído palabra, pero hice que sí con la cabeza.
—Pues si ha oído, comprenderá...
Y recibiendo el dinero, sin mirarlo, añadió esta reflexión incongruente:
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