Textos más populares este mes de Emilia Pardo Bazán | pág. 37

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autor: Emilia Pardo Bazán


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El Templo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sucedía lo que voy a referir en los tiempos modernísimos de la China, séptimo siglo de nuestra Era, reinando la emperatriz Vu. No incluyen los historiógrafos sinenses a esta dama en la lista de los soberanos, alegando que Vu era una usurpadora, ni más ni menos que la actual emperatriz, que tanto preocupa a la Europa culta.

Hija de un príncipe de Mingrelia, Vu fue llevada al gineceo de Tai-Sung con otras veinte doncellas nobles, encargadas de hacer el té y plegar, guardándolos en cajas de sándalo oriental, los ropajes de seda del emperador. La reconocieron los eunucos; se cercioraron de que tenía el aliento sano, la dentadura pareja y completa, el cuerpo puro y gentil, y sabía trazar con el pincel los caracteres complicados del alfabeto, rasguear la guitarra y recitar de memoria las enseñanzas de la literatura Panhoei-pan, que ordenan a la mujer ser en su casa nada más que un eco y una sombra. Seguros ya de que Vu merecía el honor de divertir al glorioso soberano, la vistieron de bordadas telas, la perfumaron con algalia, salpicaron de flores de cerezo su negra cabellera, peinada en complicadas y relucientes cocas, y la presentaron a Tai-Sung. Éste apenas la miró; altos designios, planes heroicos, sabias máximas ocupaban su mente. Estaba disponiendo las instrucciones que había de dar al príncipe heredero Kao-Sung, entre las cuales figuraba este consejo: «Reina sobre ti mismo y sujeta tus pasiones.»

Y el príncipe heredero —asomado al balconcillo de un pabellón de bambú que adornaban placas de esmalte y cuyo techo escamoso guarnecían campanillitas de plata— vio pasar a la nueva esclava de su padre y la codició en su corazón de un modo insensato.


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Publicado el 13 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Entre Razas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al admirar la colección de objetos de arte de mi amigo el conde de Boltaña, me llamó la atención uno que no descollaba por su mérito, pero que decía a mi alma cosas muy expresivas. Era la efigie —de talla, con ropaje dorado y estofado— de San Benito de Palermo. La negra faz del santo, su testa de cabellera lanuda, se destacaban con singular energía sobre las ricas vestiduras sacerdotales. Notando el interés con que yo miraba la estatuilla, me advirtió el conde:

—Esa escultura es de lo más flojo que hay aquí.

—Pero encarna una idea —respondí al punto—. Encarna la idea tan esencialmente democrática del catolicismo. Es la apoteosis de la igualdad humana: reprueba la división en razas superiores e inferiores que estableció el paganismo. Por eso me conmueve el santito negro, que estará ahora bañándose en la blanca luz celestial.

—Si yo le refiriese a usted —exclamó el conde— cuándo y en compañía de quién adquirí esa talla y lo que después ocurrió, tal vez pensaría usted que a fines de nuestro siglo la civilización vuelve al cauce pagano, restaurando la desigualdad basada en la fuerza material... y que pierde terreno, en los pueblos directivos, la noción del derecho.

* * *

Y como yo insistiese en conocer sin tardanza la historia de la compra del San Benito, nos sentamos en cómodos y vetustos sillones de badana cordobesa, y el conde habló así:


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Publicado el 13 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Leliña

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Siempre que salían los esposos en su cesta, tirada por jacas del país, a entretener un poco las largas tardes de primavera en el campo, encontraban, junto al mismo matorral formado por una maraña de saúcos en flor, a la misma mujer de ridículo aspecto. Era un accidente del camino, cepo o piedra, el hito que señala una demarcación, o el crucero cubierto de líquenes y menudas parasitarias. Manolo sonreía y pegaba suave codazo a Fanny.

—Ya pareció tu Leliña... ¡Qué fea, qué avechucho! En este momento, el sol la hiere de frente... Fíjate.

La mayordoma les había referido la historia de aquella mujer. ¿La historia? En realidad, no cabe tener menos historia que Leliña. Sin familia, como los hongos, dormía en cobertizos y pajares —¡a veces en los cubiles y cuadras del ganado!— y comía..., si le daban «un bien de caridad».

Sin embargo, no mendigaba. Para mendigar se requiere conciencia de la necesidad, nociones de previsión, maña o arte en pedir..., y Leliña ni sospechaba todo eso. ¿Cómo había de sospecharlo, si era idiota desde el nacer, tonta, boba, lela, «leliña»? ¡Ella pedir!

Un can pide meneando la cola; un pájaro ronda las migajas a saltitos... Leliña ni aun eso; como no le pusiesen delante la escudilla de bazofia, allí se moriría de hambre.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Cruz Negra

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Acabo de verla, tan borrosa, tan chiquita, en la encrucijada, y por uno de esos fenómenos reflejos de la sensibilidad que difícilmente podrían explicarse, y que son una de las miserias de nuestro ser, su vista me apretó el corazón. Y, sin embargo, la persona cuya muerte conmemora esa cruz de palo pintado érame tan indiferente como la hojarasca que el último otoño arrancó del castañar, y que hoy se descompone en la superficie de la tierra labradía.

Era una mendiga, la mendiga de la encrucijada, que formaba parte del paisaje, por decirlo así. Sentada a la orilla del camino, con los pies descansando en la cuneta, el cuerpo recostado en el cómaro mullido de madraselva y zarzarrosa, allí estaba en todas las estaciones y con todas las temperaturas. Que el sol tostase, que bufase el vendaval, que la lluvia encharcase los baches de la carretera, la mendiga inmóvil, sin más protección contra la intemperie que uno de esos enormes paraguas escarlata, de algodón, con puño de latón dorado, que en el país suelen llamarse de familia.

Raro es el mendigo que no tiene instintos de vagabundo. Moverse, trasladarse, es género de libertad, y los pobres estiman mucho el sumo bien de ser libres. Hasta los semihombres que carecen de piernas lagartean velozmente sobre las manos; hasta los paralíticos, en un carro, se hacen zarandear. Una inquietud, un gigantesco espíritu aventurero suele hurgar y escarabajear a los mendigos. La de la encrucijada, por el contrario, pertenecía al número de los que se pegan, como el liquen, a las piedras, o como el insecto al rincón sombrío donde no le persigue nadie. Dos razones podrían explicar su carácter estadizo: tenía más de ochenta años y no tenía ojos.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Capitana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquellos que consideran a la mujer un ser débil y vinculan en el sexo masculino el valor y las dotes de mando, debieran haber conocido a la célebre Pepona, y saber de ella, no lo que consta en los polvorientos legajos de la escribanía de actuaciones, sino la realidad palpitante y viva.

Manceba, encubridora y espía de ladrones; esperándolos al acecho para avisarlos, o a domicilio para esconderlos; ayudándolos y hasta acompañándolos, se ha visto a la mujer; pero la Pepona no ejercía ninguno de estos oficios subalternos; era, reconocidamente, capitana de numerosa y bien organizada gavilla.

Jamás conseguí averiguar cuáles fueron los primeros pasos de Pepona: cómo debutó en la carrera hacia la cual sentía genial vocación. Cuando la conocí, ya eran teatro de sus proezas las ferias y los caminos de dos provincias. No quisiera que os representaseis a Pepona de una manera falsa y romántica, con el terciado calañés y el trabuco de Carmen, ni siquiera con una navaja escondida entre la camisa y el ajustador de caña que usaban por entonces las aldeanas de mi tierra. Consta, al contrario, que aquella varona no gastó en su vida más arma que la vara de aguijón que le servía para picar a los bueyes y al peludo rocín en que cabalgaba. Éranle antipáticos a Pepona los medios violentos, y al derramamiento de sangre le tenía verdadera repugnancia. ¿De qué se trataba? ¿De robar? Pues a hacerlo en grande, pero sin escándalo ni daño. No provenía este sistema de blandura de corazón, sino de cálculo habilísimo para evitar un mal negocio que parase en la horca.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Montero

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquella noche, la roja Sabel —la mujer de Juan Mouro, el montero de la Arestía— notó algo extraño en aquella actitud de su marido, cuando este regresó del trabajo, negras las manos de la pólvora de los barrenos, y enredados en el grueso terciopelo de su chaqueta pequeños fragmentos graníticos.

—Mi hombre, la cena está lista —advirtió Sabel cariñosamente—. Hay un pote tan cocidito que da gloria. He mercado vino nuevo, y te he puesto una tartera de bacalao gobernado con patatas. ¡Siéntate, mi hombre, y a comer como el rey!

El montero no respondió. Soltó la herramienta en un ángulo de la cocina, acomodóse cerca de la lumbre, y sacando la petaca de cuero, amasó un golpe de tabaco picado entre las palmas de las manos. Lió después el pitillo, y lo encendió y chupó, sin desarrugar el entrecejo un instante, torvo y sombrío, fija la vista en el suelo. Sabel, con solicitud, porfió:

—Llégate a la artesa, mi hombre... Te voy a echar el caldo en la cunca... Mira cómo resciende.

Siempre enfurruñado, Juan Mouro tiró la colilla y se acercó a la artesa, cuya tapa bruñida y negruzca servía de mesa de comedor. Sabel le sirvió el espeso caldo de berzas y unto, observándole con el rabillo del ojo y esperando la confidencia, que no podía faltar. El montero y su mujer se entendían muy bien: ella afanándose en la casa, él bregando en la cantera de la Arestía, extrayendo piedra y más piedra, unidos por el deseo de juntar para adquirir el gran pedazo de sembradura que se extendía al norte de su vivienda y la mancha de castaños adyacentes. Jóvenes aún, se amaban a su manera, con sanas y rudas caricias, y ponían en común las aspiraciones limitadas y tercas del humilde. Así es que Sabel aguardaba, mientras su marido se saciaba, ávidamente, como hombre rendido que repara sus fuerzas. Y así que la satisfacción de la necesidad le produjo bienestar, reventó el embuchado.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Siglo XIII

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era esa hora en que, sin espesarse aún las sombras de la noche, se levanta un soplo frío y se ve ya la luna, como arco pálido, en el oro verdoso de cielo donde se apagan las últimas claridades solares, cuando encontré al ciego y a la niña que le sirve de lazarillo sentados en un ribazo del camino, descansando.

Me interesan, me atraen los mendigos de profesión. Son un resto del pasado; son tan arcaicos y tan auténticos como un mueble o un esmalte. Van a desaparecer; se cuentan en el número de lo que la evolución inevitable se prepara a borrar con el dedo. A la vuelta de una centuria no quedará en la redondez de la tierra hombre dispuesto a tender la mano a otro. La limosna está desacreditada; el que puede darla desconfía, ve doquiera lisiados fingidos que esconden millones en los andrajos; el que puede pedirla va creyendo que tiene derecho a más, a cosa diferente, que se rebaja, que se deshonra. El altruismo científico desdeña la caridad. El ciego que hallo en este camino de aldea orlado de madreselvas en flor que embalsaman, al pie de un castaño, tiene ya para mí algo de la poesía melancólica del anochecer que envuelve su figura, y al darle unas monedas de vellón, creo estar realizando un deporte de la Edad Media, a la puerta de algún reducido santuario, o interrumpiendo el bordado de un tapiz, sentada en el poyo de alguna fenestra ojival.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Las Dos Vengadoras

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al conde León Tolstoi

Había un hombre muy perseguido, no tanto por la suerte como por los demás hombres, sus prójimos y, especialmente, por los que debieran profesarle cariño y tenerle ley. No parecía sino que, por negra fatalidad, a Zenón —que así se llamaba— toda la miel se le volvía hiel o mejor dicho, ponzoña. Sus hermanos, que eran dos, se concertaron para despojarle de la herencia paterna y le dejaron en la calle, sin más ropa que la puesta, sin techo ni lumbre. Casóse, y su mejor amigo le afrentó públicamente con su mujer y, como si no bastase, la vil pareja le acusó de falsario, forjó pruebas contra él y logró que le sentenciasen a presidio, donde, inocente, arrastró largo tiempo el grillete de los criminales.

Aunque Zenón tenía al principio el alma abierta y generosa, el carácter noble y suma bondad, las traiciones, persecuciones y calumnias, el deshonor, los ultrajes y los desengaños fueron ulcerando su espíritu y cambiando su ser de tal manera que, en vez de resignarse y perdonar, como perdonó el Maestro, sintió poco a poco crecer en su corazón un espantable deseo, una sed ardentísima de venganza. Ya no ansiaba cumplir el tiempo de su condena por ser libre y volver a la sociedad, sino por buscar ocasión de saciar la ira que, gota a gota, había ido destilando. Pasábase las noches en vela fraguando planes que ejecutaría al punto de terminarse su cautiverio. Con paciencia, hilo a hilo, iba tejiendo la trama, y restregándose las manos gozoso, decía para sí: «Hoy salgo y mañana vuelvo a la prisión, pero de esta vez vuelvo por algo, por haber pagado a mis enemigos con usura el mal que me hicieron. Inocente me encerraron aquí, y otra vez me encerrarán culpable, pero habiendo saboreado las delicias del desquite. Véngueme yo, y álcese el patíbulo después.»


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Tornado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Entre las caras aldeanas, a la salida de misa, se destacaba siempre para mí, con relieve especial, la de un presbítero, que era aldeana, por las líneas y no por la expresión. Las caras no van más allá que las almas, y es el alma lo que se revela en los rasgos, en el pliegue de la boca, en la luz de los ojos. Aquel cura, arrinconado en la montaña, no sé qué presentaba en su fisonomía de resuelto y de advertido, de dolorido y de resignado, que me advirtieron, sin necesidad de preguntar a nadie, que tenía un pasado distinto del de sus congéneres de misa y olla, los cuales, desde el seminario, se habían venido a la parroquia, a no conocer más emociones que las del día de la fiesta del Patrón o las de la pastoral visita.

Habiéndole manifestado mi curiosidad al señorito de Limioso, se echó a reír a la sombra de sus bigotes lacios.

—Pues apenas se alegrará Herves cuando sepa que usted quiere oírle la historia... Como que los demás ya le tenemos prohibido que nos la encaje... Solo se la aguantamos una vez al año, o antes si hay peligro de muerte...

Convenido; vendría el cura aquella tarde misma. Le esperé recostado en un banco de vieja piedra granítica, todo rebordado de musgos de colores. Hacía frío, y el paisaje limitado, montañoso, tenía la severidad triste del invierno que se acercaba. Uno de esos pájaros que se rezagan y todavía se creen en tiempo oportuno de amar y sentir, cantaba entre las ramas del limonero añoso, al amparo de su perfumado y nupcial follaje perenne. En las vides no quedaban sino hojas rojas, sujetas por milagro y ya deseosas de soltarse y pagar su tributo a la ley de Naturaleza.


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El Tesoro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lo que voy a referir sucedió en el país de los sueños. ¿Verdad que algunas veces gusta echar un viajecillo a esta tierra encantada, de azules lejanías, de irisadas playas, de bosques floridos, de ríos de diamantes y de ciudades de mármol, ciudades donde nada deja que desear la Policía urbana, ni el servicio de comunicaciones, ni el tiempo, que siempre es espléndido; ni la temperatura, que jamás sopla el trancazo y la bronquitis?

En tan deliciosa comarca vivía una moza como un pino de oro, llamada Inés. Quince mayos agrupaban en su gallarda persona todas las perfecciones y gracias de la Naturaleza, y en su espíritu todos los atractivos misteriosos del ideal. Porque instintivamente —supongo que lo habréis notado— atribuimos a las niñas muy hermosas bellezas interiores y psicológicas que correspondan exactamente a las que en su exterior nos embelesan. Aquellos ojos tan claros, tan nacarados y tan húmedos de vida, no cabe duda que reflejan un pensamiento sin mancha, comparable al ampo de la misma nieve. Aquella boca hecha de dos pétalos de rosa de Alejandría, solo puede dar paso a palabras de miel, pero de miel cándida y fresca. Aquellas manitas tan pulcras, en nada feo ni torpe pueden emplearse: a lo sumo podrán entretejer flores, o ejecutar primorosas laborcicas. Aquella frente lisa y ebúrnea no puede cobijar ningún pensamiento malo: aquellos pies no se hicieron para pisar el barro vil de la tierra, sino el polvo luminoso de los astros; aquella sonrisa es la del ángel... ¡Acabáramos! Esta es la palabra definitiva: de ángeles se gradúan todas las doncellitas lozanas, y de brujas todas las apolilladas y estropajosas viejas: que así como así el alma no se ve por un vidrio, sino envuelta en el engañoso ropaje de la forma, y si Carlota Corday no es linda, en vez del ángel del asesinato le ponen el demonio.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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