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autor: Emilia Pardo Bazán


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Cuentos

Emilia Pardo Bazán


Cuentos, Colección


A lo Vivo

Era un pueblecito rayano, Ribamoura, vivero de contrabandistas, donde esta profesión de riesgo y lucro hacía a la gente menos dormida de lo que suelen ser los pueblerinos. Abundaban los mozos de cabeza caliente, y se desdeñaba al que no era capaz de coger una escopeta y salir a la ganancia.

Las mujeres, vestidas y adornadas con lo que da de sí el contrabando, lucían pendientes de ostentosa filigrana, patenas fastuosas, pañuelos de seda de colorines; en las casas no faltaba ron jamaiqueño ni queso de Flandes, y los hombres poseían armas inglesas, bolsas de piel y tabaco Virginia y Macuba. Al través de Portugal, Inglaterra enviaba sus productos, y de España pasaban otros, cruzando el caudaloso río.

Algunos días del año se interrumpía el tráfico y la industria de Ribamoura. El pueblo entero se congregaba a celebrar las solemnidades consuetudinarias, que servían de pretexto para solaces y holgorio. Tal ocurría con el Carnaval, tal con la fiesta de la Patrona, tal con los días de la Semana Santa. A pesar de ser éstos de penitencia y mortificación, para los de Ribamoura tenían carácter de fiesta; en ellos se celebraba, en la iglesia principal, espacioso edificio de la época herreriana, la representación de la Pasión, con personajes de carne y hueso, y encargándose de los papeles gente del pueblo mismo.

Venido de Oporto, un actor portugués, con el instinto dramático de la raza, organizaba y dirigía la representación; pero sin tomar parte en ella. Esto se hubiese considerado en Ribamoura irreverente. «Trabajaban» por devoción y por respeto tradicional a los misterios redentores; pero nunca hubiesen admitido a nadie mercenario, ni tolerado que hiciese los papeles nadie de mala reputación. Gente honrada, aunque contrabandease; que eso no deshonra. Ni por pecado lo daban en el confesionario los frailes.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

La Venganza de las Flores

Emilia Pardo Bazán


Cuento


I

Era encantadora aquella criatura, cuyo cuerpo delicado y blanco parecía hecho de pétalos de rosa.

Su cabecita pequeña y dulce estaba adornada por espléndida cabellera rubia, que juntamente con aquellos ojos azules y melancólicos, con aquella sonriente boca que se dibujaba bajo la correcta naricilla y con aquel cuerpo alabastrino e impecable que se erguía entre un mar de gasas y terciopelos, sedas y encajes, causaba en el ánimo una impresión tierna, sencilla, algo así como la contemplación de una blanca azucena sobre el campo obscuro, algo como la impresión visual de esas irisadas espumas que a veces cabalgan sobre las crestas de las olas, amenazando deshacerse y pulverizarse a cada instante.

II

La niña marchaba sonriente por el campo una hermosa tarde de primavera en que el sol, ya en su ocaso, teñía de rosa las lejanas nieves de la sierra y pintaba el horizonte con arreboles de fuego y sangre.

La joven, al pasear, cortaba incesantemente margaritas y violetas, primaveras y alelíes salvajes, azules campanillas y blancas correhuelas, que iban formando un inmenso brazado de penetrante olor. Y entonando una alegre canción, daba voz a la soledad augusta de los campos, que con su silencio preparábanse para el sueño general de la Naturaleza.

III

Cansada ya la niña de la excursión hecha a través de las praderas, se retiró a su gabinete para descansar de tan fatigoso día.

Colocó las flores al lado de su almohada, desciñó de su cuerpo la flotante bata, deshizo sus rubias trenzas y reclinó su gracioso cuerpo sobre el blanco lecho, que la recibió amorosamente.

Entretanto las margaritas bajaban sus blancas corolas llenas de vergüenza, las violetas escondían sus moribundos pétalos tras los lívidos de las campanillas, que llenas de amargura se apretaban contra las correhuelas pálidas de envidia, pues todas ellas eran menos hermosas que la joven durmiendo.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

El Indulto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


De cuantas mujeres enjabonaban ropa en el lavadero público de Marineda, ateridas por el frío cruel de una mañana de marzo, Antonia la asistenta era la más encorvada, la más abatida, la que torcía con menos brío, la que refregaba con mayor desaliento. A veces, interrumpiendo su labor, pasábase el dorso de la mano por los enrojecidos párpados, y las gotas de agua y las burbujas de jabón parecían lágrimas sobre su tez marchita.


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Publicado el 13 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Vampiro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No se hablaba en el país de otra cosa. ¡Y qué milagro! ¿Sucede todos los días que un setentón vaya al altar con una niña de quince?

Así, al pie de la letra: quince y dos meses acababa de cumplir Inesiña, la sobrina del cura de Gondelle, cuando su propio tío, en la iglesia del santuario de Nuestra Señora del Plomo —distante tres leguas de Vilamorta— bendijo su unión con el señor don Fortunato Gayoso, de setenta y siete y medio, según rezaba su partida de bautismo. La única exigencia de Inesiña había sido casarse en el santuario; era devota de aquella Virgen y usaba siempre el escapulario del Plomo, de franela blanca y seda azul. Y como el novio no podía, ¡qué había de poder, malpocadiño!, subir por su pie la escarpada cuesta que conduce al Plomo desde la carretera entre Cebre y Vilamorta, ni tampoco sostenerse a caballo, se discurrió que dos fornidos mocetones de Gondelle, hechos a cargar el enorme cestón de uvas en las vendimias, llevasen a don Fortunato a la silla de la reina hasta el templo. ¡Buen paso de risa!

Sin embargo, en los casinos, boticas y demás círculos, digámoslo así, de Vilamorta y Cebre, como también en los atrios y sacristías de las parroquiales, se hubo de convenir en que Gondelle cazaba muy largo, y en que a Inesiña le había caído el premio mayor. ¿Quién era, vamos a ver, Inesiña? Una chiquilla fresca, llena de vida, de ojos brillantes, de carrillos como rosas; pero qué demonio, ¡hay tantas así desde el Sil al Avieiro! En cambio, caudal como el de don Fortunato no se encuentra otro en toda la provincia. Él sería bien ganado o mal ganado, porque esos que vuelven del otro mundo con tantísimos miles de duros, sabe Dios qué historia ocultan entre las dos tapas de la maleta; solo que.... ¡pchs!, ¿quién se mete a investigar el origen de un fortunón? Los fortunones son como el buen tiempo: se disfrutan y no se preguntan sus causas.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Pazos de Ulloa

Emilia Pardo Bazán


Novela


Tomo I

I

Por más que el jinete trataba de sofrenarlo agarrándose con todas sus fuerzas a la única rienda de cordel y susurrando palabritas calmantes y mansas, el peludo rocín seguía empeñándose en bajar la cuesta a un trote cochinero que descuadernaba los intestinos, cuando no a trancos desigualísimos de loco galope. Y era pendiente de veras aquel repecho del camino real de Santiago a Orense en términos que los viandantes, al pasarlo, sacudían la cabeza murmurando que tenía bastante más declive del no sé cuántos por ciento marcado por la ley, y que sin duda al llevar la carretera en semejante dirección, ya sabrían los ingenieros lo que se pescaban, y alguna quinta de personaje político, alguna influencia electoral de grueso calibre debía andar cerca.

Iba el jinete colorado, no como un pimiento, sino como una fresa, encendimiento propio de personas linfáticas. Por ser joven y de miembros delicados, y por no tener pelo de barba, pareciera un niño, a no desmentir la presunción sus trazas sacerdotales. Aunque cubierto de amarillo polvo que levantaba el trote del jaco, bien se advertía que el traje del mozo era de paño negro liso, cortado con la flojedad y poca gracia que distingue a las prendas de ropa de seglar vestidas por clérigos. Los guantes, despellejados ya por la tosca brida, eran asimismo negros y nuevecitos, igual que el hongo, que llevaba calado hasta las cejas, por temor a que los zarandeos de la trotada se lo hiciesen saltar al suelo, que sería el mayor compromiso del mundo. Bajo el cuello del desairado levitín asomaba un dedo de alzacuello, bordado de cuentas de abalorio. Demostraba el jinete escasa maestría hípica: inclinado sobre el arzón, con las piernas encogidas y a dos dedos de salir despedido por las orejas, leíase en su rostro tanto miedo al cuartago como si fuese algún corcel indómito rebosando fiereza y bríos.


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Publicado el 20 de abril de 2016 por Edu Robsy.

El Encaje Roto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Convidada a la boda de Micaelita Aránguiz con Bernardo de Meneses, y no habiendo podido asistir, grande fue mi sorpresa cuando supe al día siguiente —la ceremonia debía verificarse a las diez de la noche en casa de la novia— que ésta, al pie mismo del altar, al preguntarle el obispo de San Juan de Acre si recibía a Bernardo por esposo, soltó un «no» claro y enérgico; y como reiterada con extrañeza la pregunta, se repitiese la negativa, el novio, después de arrostrar un cuarto de hora la situación más ridícula del mundo, tuvo que retirarse, deshaciéndose la reunión y el enlace a la vez.

No son inauditos casos tales, y solemos leerlos en los periódicos; pero ocurren entre gente de clase humilde, de muy modesto estado, en esferas donde las conveniencias sociales no embarazan la manifestación franca y espontánea del sentimiento y de la voluntad.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Feminista

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue en el balneario de Aguasacras donde hice conocimiento con aquel matrimonio: el marido, de chinchoso y displicente carácter, arrastrando el incurable padecimiento que dos años después le llevó al sepulcro; la mujer, bonitilla, con cara de resignación alegre, cuidándole solícita, siempre atenta a esos caprichos de los enfermos, que son la venganza que toman de los sanos.

Conservaba, no obstante, el valetudinario la energía suficiente para discutir, con irritación sorda y pesimismo acerbo, sobre todo lo humano y lo divino, desarrollando teorías de cerrada intransigencia. Su modo de pensar era entre inquisitorial y jacobino, mezcla más frecuente de lo que se pudiera suponer, aquí donde los extremos no sólo se han tocado, sino que han solido fusionarse en extraña amalgama. Han sido generalmente prendas raras entre nosotros la flexibilidad y delicadeza de espíritu, engendradoras de la amable tolerancia, y nuestro recio y chirriante disputar en cafés, círculos, reuniones, plazuelas y tabernas lo demostraría, si otros signos del orden histórico no bastasen.

El enfermo a que me refiero no dejaba cosa a vida. Rara era la persona a quien no juzgaba durísimamente. Los tiempos eran fatídicos y la relajación de las costumbres horripilantes. En los hogares reinaba la anarquía, porque, perdido el principio de autoridad, la mujer ya no sabe ser esposa, ni el hombre ejerce sus prerrogativas de marido y padre. Las ideas modernas disolvían, y la aristocracia, por su parte, contribuía al escándalo. Hasta que se zurciesen muchos calcetines no cabía salvación. La blandenguería de los varones explicaba el descoco y garrulería de las hembras, las cuales tenían puesto en olvido que ellas nacieron para cumplir deberes, amamantar a sus hijos y espumar el puchero. Habiendo yo notado que al hallarme presente arreciaba en sus predicaciones el buen señor, adopté el sistema de darle la razón para que no se exaltase demasiado.


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Paloma Azul

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Un día, mirando hacia el tejado del cual habíanse apoderado las palomas, vi una cosa que me dejó aturdida de emoción: Una paloma nueva, desconocida, pero del mismo color, exactamente del mismo color del trozo de cielo. Una paloma de plumaje turquesas, un ave que parecía una flor, un ser divino. He dicho antes que la niñez no razona muchas cosas, pero su instinto es cualidad maravillosa mal estudiada aún. ¿Quién me había enseñado a mí que una paloma azul no existía en la realidad, que sólo podía venir del infinito?

Los colores de las palomas eran variadísimos. Las había verde metálico, gris perla, nacaradas, con tonos y cambiantes, cobrizos… ¡Pero aquel azul! Aquél era exactamente el matiz de mi alma, era la nota de mis ensueños, mi mismo ser, impregnado, bañado en el fluido de las lejanías misteriosas y la onda clara de los dilatados mares…

Y la paloma de plumaje de turquesa aleteaba dentro de mí, y yo suponía que, después de aparecérseme un instante iba a levantar el vuelo, perdiéndose otra vez en su elemento propio, la bóveda de turquesa también, que se extendía sobre los prosaicos tejados, justificando la copla popular:


«El cielo de Marianeda
está cubierto de azul…».


Con gran sorpresa mía la sobrenatural paloma se confundió entre las demás vulgares; púsose a seguir a una hembra feúcha, gris pizarra y porque se atravesó un palomo canelo, le atizó un feroz picotazo, que le arrancó plumas tintas en sangre.

A todo esto la familia había acudido, y asombrada del color de la paloma, resolvió su captura. Cuando vi que iban a recluir en una jaula a la paloma azul, ¡qué ardiente deseo me entró de que huyese, de que levantase el vuelo y se perdiese, ligera flor cerúlea, en el abismo del firmamento! Porque me parecía un sacrilegio ponerle la mano encima y resolví liberarla, abrir su cárcel, restituirla a su esfera propia.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Los Zapatos Viejos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aunque una gitana desgreñada y negruzca le había predicho que llegaría a apalear el oro, Pedro Nolasco ya iba descendiendo la árida cuesta de la vejez sin que viese el suspirado instante de mejorar fortuna. Siempre sentado al pie del tamborete o bastidor, donde bordaba con femenil paciencia —él fue uno de los muchos del gremio que dieron nombre a la calle de Bordadores, en Madrid—, apenas si el jornal alcanzaba a mantenerle de más gachas que jamón y más lentejas que tocino, y pagar su humilde ropa y el alquiler de su exiguo tabuco. Y desenredando y devanando el retorcido hilillo dorado con que recamaba casullas, estolas y mantos de imagen, solía pensar para el raído coleto: «La maldita gitana hablome de apalear el oro, porque siempre lo traigo entre mis manos pecadoras… Chanflonerías de bruja, para burlarme y dejarme con un palmo de narices».

Con estos melancólicos pensares batallaba una tarde Pedro Nolasco, en ocasión de estar realzando las barrocas rosas del velo de seda que un devoto quería regalar para su fiesta a Nuestra Señora de Guadalupe, cuando en la puerta de su chiribitil se incrustó una figura de mujer desharrapada, y una voz ronca y dejosa articuló:

—A la pa e Dios… A echarte la buenaventura vengo, zalao.

—A poner pies en polvorosa ahora mismo es a lo que vendrás —exclamó el bordador montando en cólera, al reconocer a la empecatada egipcia—. Más de diez años hace profetizaste que yo sería rico, y aún sigo picándome los dedos con la aguja y cegándome los ojos con el bordado. Quítate de en medio, o si no…


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

La Ganadera

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No podía el cura de Penalouca dormir tranquilo; le atormentaba no saber si cumplía su misión de párroco y de cristiano, de procurar la salvación de sus ovejas.

Ni tampoco podría decir el señor abad si sus ovejas eran realmente tales ovejas o cabras desmandadas y hediondas. Y, reflexionando sobre el caso, inclinábase a creer que fuesen cabras una parte del año y ovejas la restante.

En efecto, los feligreses del señor abad no le daban qué sentir sino en la época de las marcas vivas y los temporales recios; los meses de invierno duro y de huracanado otoño. Porque ha de saberse que Penalouca, está colgado, a manera de nidal de gaviota, sobre unos arrecifes bravíos que el Cantábrico arrulla unas veces y otras parece quererse tragar, y bajo la línea dentellada y escueta de esos arrecifes costeros se esconde, pérfida y hambrienta de vidas humanas, la restinga más peligrosa de cuantas en aquel litoral temen los navegantes. En los bajíos de la Agonía —este es su siniestro nombre— venían cada invernada a estrellarse embarcaciones, y la playa del Socorro —ironía llamarla así— se cubría de tristes despojos, de cadáveres y de tablas rotas, y entonces, ¡ah!, entonces era cuando el párroco perdía de vista aquel inofensivo, sencillote rebaño de ovejuelas mansas que en tanto tiempo no le causaba la menor desazón (porque en Penalouca no se jugaba, los matrimonios vivían en santa paz, los hijos obedecían a sus padres ciegamente, no se conocían borrachos de profesión y hasta no existían rencores ni venganzas, ni palos a la terminación de las fiestas y romerías). El rebaño se había perdido, el rebaño no pacía ya en el prado de su pastor celoso..., y este veía a su alrededor un tropel de cabras descarriadas o —mejor aún— una manada de lobos feroces, rabiosos y devorantes.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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