Capítulo 1. Los vapores del vino y los vapores de la idea
Nuestro Madrid es
pueblo esencialmente sobrio, y para persuadirse de que nuestro
Madrid es pueblo esencialmente sobrio, no hay como pasearse por sus
calles, y ver cuán desprovistas se hallan de aquellas fondas, de
aquellas galerías, de aquellas tiendas por París esparcidas en
abundancia, y que ofrecen al paladar toda suerte de licores y
manjares. En el año de 1866 todavía era menor el número de
establecimientos consagrados a lo que pudiéramos llamar comida
pública. Exceptuando las tabernas, con sus fríos pedazos de bacalao
frito, y sus tortillas pertenecientes a la edad de piedra; los
figones, donde los mozos de cuerda restauraban sus fuerzas, con
aquella olla tan provista de tocino como desprovista de carne; las
fondas de rúbrica, en su mayor parte inhabitables, Madrid no tenía
más comedores oficiales que cierto salon de los entresuelos del
Café Suizo, completamente abandonado del público; la casa de
Lhardy, que de uvas a peras mostraba en su escaparate algunas
cabezas de jabalí, como disponía en sus cocinas algunas comidas de
encargo; y el llamado, a la francesa, restaurant de Farrugia, sito
a la entrada de la Carrera de San Jerónimo, casi en la
desembocadura de la Puerta del Sol, donde un aficionado al bien
comer se arruinaba, por dar platos buenos a bajo precio, y por fiar
demasiado en las pagaderas, más estrechas ciertamente que las
tragaderas, de sus comensales y parroquianos. Entonces, aunque el
Café Español existía ya, y daba de comer en los cuartitos del
callejón de Gitanos, todavía no se levantaban los salones de
Fornos, que luego pasaron a socorrido asunto de arengas tribunicias
y tema favorito de oposiciones políticas. Madrid mostraba su
sobriedad histórica, que tanto disgusta a los extranjeros, y tanto
cuadra a nuestro histórico carácter.
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