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autor: Federico Gana etiqueta: Cuento textos disponibles


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El Ladrón

Federico Gana


Cuento


(Cuento de Navidad)


Asistía en aquella tarde de primavera a una fiesta de Pascua organizada por una dama de mis relaciones en un lugar veraniego vecino a Santiago. Numerosas personas de mi conocimiento hallábanse allí reunidas: señoras, hermosas niñas, jóvenes; un pino cargado de juguetes estaba colocado en medio del gran salón de la casa; servíanse helados, cerveza, sandwiches, a los invitados. Pero el objeto principal de la fiesta era la invitación hecha a los huerfanitos del asilo del pueblo, a los que iban a repartirse refrescos, dulces y juguetes. La banda de músicos del lugar tocaba a cada instante animados valses, marchas militares: todo era alegría, entusiasmo y animación. El hermoso y simpático rostro de la dueña de casa resplandecía de íntima satisfacción, porque el buen éxito de aquella fiesta de caridad aumentaba el prestigio social de la distinguida invitante; al día siguiente el periódico del pueblo diría: “En casa de la caritativa señora de X, los huerfanitos del asilo tal, han pasado un agradable día de Navidad”.

Yo observaba con interés desde un rincón de la sala los detalles de aquella hermosa fiesta: los rostros de los pequeños huerfanitos embebidos en el brillante árbol de Pascua, del que pendían tantas cosas maravillosas, farolillos, trompetas, payasos, cajas de música, muñecas, fusiles, esferas de colores; las rápidas miradas de las hermosas niñas y de los jóvenes, que pronto habían de bailar en la animada y rápida matinée con que terminaría la fiesta. El sordo zumbido de las conversaciones me adormecía.


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2 págs. / 5 minutos / 57 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2022 por Edu Robsy.

Don Santiago

Federico Gana


Cuento


Siempre que se perdía un animal cualquiera en el fundo, caballo, vaca o buey, mi padre jamás dejaba de decir con fría y desdeñosa ironía:

—Vayan a preguntarle a don Santiago; él sabe dónde está —y el animal casi siempre aparecía.

El comandante de policía rural, que lo era en esa época don Pedro Jarabrán, solía detenerse a reposar de sus largas correrías por la campaña en nuestra casa. Era un hombre ya entrado en años, de grueso y caído bigote gris, y, a falta de uniforme, usaba siempre el viejo traje que llevara años ha en la famosa campaña del año de 1879 contra los peruanos.

Sentábase pesadamente en la larga banca de totora bajo los corredores, a la sombra de las enredaderas, y, después de quitarse el kepí y enjugarse la estrecha frente sudorosa, entablaba largas charlas, refiriéndonos detalles curiosos que a su profesión se referían, de lo que pasaba en la comarca.


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15 págs. / 26 minutos / 51 visitas.

Publicado el 29 de junio de 2022 por Edu Robsy.

La Jorobada

Federico Gana


Cuento


Aquella tarde de invierno regresaba del pueblo vecino al fundo, de donde partiera a buscar noticias, los diarios, la correspondencia, algo, en fin, para desvanecer el aburrimiento de mis monótonos y solitarios días campesinos; pero aquel poblacho de casas bajas, aplastadas, sucias, de callejas ruinosas, desiertas, llenas de agua y barrizales; aquella pequeña botica de las señoritas Díaz, club del pueblo, donde me detuviera a saber cualquier hecho interesante, aumentaban mi nerviosa hipocondría; los desocupados que acostumbraban reunirse ahí, habíanme mirado con un aburrimiento igual o mayor que el mío, interrogándome, además, ansiosamente, si sabría algo de nuevo.

Marchaba, pues, lentamente por la ancha y desierta avenida de las afueras del pueblo; las bridas flojas caían sobre el cuello de mi caballo. Sobre mi cabeza, gruesas, desgarradas nubes negras preñadas de agua, a través de las cuales divisaba alguna estrella en el azul borroso, dejaban caer sobre mí tal cual grueso goterón; si volvía la vista, divisaba en el creciente crepúsculo una bruma espesa de humo y de nieblas que se elevaba lentamente de ese pueblo maulino edificado entre pantanos y basurales.

Después de marchar buen rato por esa avenida, encontrábame a la salida del pueblo, en los últimos arrabales.

Trasmonté la línea férrea, miré a mi derredor y vi que tenía delante los caminos rurales, el campo libre.

La noche había caído ya por completo; ante mí se extendían los potreros sumergidos en la húmeda sombra.


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5 págs. / 10 minutos / 45 visitas.

Publicado el 29 de junio de 2022 por Edu Robsy.

Confidencias

Federico Gana


Cuento


La trilla había terminado por fin ese día. Y en la tarde, mientras las primeras estrellas principiaban a brotar, dulcemente, del cielo sin nubes, yo estaba muellemente recostado en la enorme era de paja.

Hasta mí llegaban en la calma del atardecer, los rumores del hondo camino real vecino: traqueteos de carretas, cantares vagos, ladridos de perros, todo envuelto en confusas nubes de polvo. A mis espaldas, en la región de los potreros y las vegas, principiaban las ranas y sapos a ensayar su melopea al crepúsculo. Contemplaba tranquilamente sumergido en suave embriaguez, el gran motor mudo e inmóvil; el enorme cono de trigo que se ensombrecía poco a poco, las casas bajas del mayordomo, que tenía al frente; la enorme masa de los Andes, que servían de fondo a las múltiples alamedas que se proyectaban muy pequeñas. Ahí cerca escuchaba el suave rumor de las aguas del estero deslizándose suavemente, besando las húmedas raíces de los grandes sauces llorones. Todo era tranquilidad, dulzura, preludios del hondo silencio de la noche.

De pronto, muy cerca de mí, en el gran montón de paja, escuché una conversación. Era un diálogo lento, desmayado, interrumpido por suspiros, bostezos, largos intervalos de silencio. Eran dos trabajadores que se hacían confidencias.

—Sí, Juan, decía uno, es buena, buena mujer la Tomasa. Yo la conocí cuando estaba casada con don Sosa. ¡Qué vida la de ella! Lavar, planchar, coser, hacer la comida; recogerlo todos los sábados borracho de los negocios donde iba el caballero y traerlo a él y a su yegua, a su casa en la tarde. Nunca pedía un cinco ni decía una palabra: ella bastaba para todo; y tú te acuerdas lo «chatre» que andaba el viejo; todos los sábados camisa limpia, ropa nuevecita; parecía un caballero! Y cuando se enfermó, qué de trajines para cuidarlo, para el entierro! Y, ¿cómo fué, Juan, cuando se concertaron?


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3 págs. / 5 minutos / 41 visitas.

Publicado el 16 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Crepúsculo

Federico Gana


Cuento


Regresaba de cazar una fría tarde de invierno y marchaba al lento paso de mi caballo al lado de la línea férrea, por un camino vecinal bordeado de sauces llorones. A mis espaldas, dejaba las azules montañas de la costa, donde el sol acababa de ocultarse, y a mi frente se extendía el caserío del vecino pueblo de L.; más allá divisaba el panorama de la cordillera de Los Andes, que se destacan cubiertos de sombrías brumas, entre los largos y caprichosos filos de las pardas alamedas de los potreros y los caminos lejanos.

El día anterior había llovido, y todo lo que la vista abarcaba estaba cubierto de grandes charcas que brillaban rojas y sombrías, como transparentes manchas de sangre recién vertida, al reflejar el cielo poblado de espesos arreboles. De cuando en cuando, la rama de un árbol, que rozara al pasar, dejaba caer sobre mí una helada lluvia de pequeñas gotas de agua.

El día había sido bueno y mi morral iba repleto de patos y becasinas; pero me sentía fatigado, pues estaba en pie desde el amanecer, la caminata había sido larga y deseaba con ansias llegar luego a casa. Mi perro corría en libertad cerca de mí, husmeando nerviosamente entre las plantas acuáticas de los fosos que bordeaban la carretera. El verde de los campos se obscurecía poco a poco; plañideros balidos de ovejas, escapándose de algún lugar cercano, el ruido de una locomotora que se alejaba de la estación, el mugido de una vaca llamando a su cría, turbaban sólo la calma del anochecer. De repente, dominando todos estos rumores, resonó pausado y vibrante el son claro y distinto de la campana de la Iglesia del pueblo, que llamaba a la oración; y me imaginaba confusamente que las sombras se espesaban y caían con más rapidez alrededor de mí.


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6 págs. / 10 minutos / 74 visitas.

Publicado el 16 de enero de 2022 por Edu Robsy.

La Señora

Federico Gana


Cuento


A Antonio Bórquez Solar


Hacía ya tres horas que galopaba sin descansar, seguido de mi mozo, por aquel camino que se me hacía interminable. El polvo, un sol de tres de la tarde en todo el rigor de Enero, el mismo sudor que inundaba a mi fatigado caballo, me producían una ansja devoradora de llegar, de llegar pronto.

Me volví impaciente hacia el muchacho que me acompañaba, diciéndole:

—Pero al fin ¿dónde está ese tal don Daniel Rubio?

—Es allí cerquita, a la vuelta de aquella alameda, me contestó, haciendo un lento signo con la mano y sin dejar de galopar.

A ambos lados del camino se extendían grandes potreros sin agua, cubiertos de un pastillo blanco que hería la vista, y donde los rayos del sol reverberaban con fuerza. A lo lejos, la enorme mole violacea de los Andes, despojada de sus nieves, emergía con violenta claridad sobre un cielo sin nubes, pálido y brillante.

Y yo, inclinado sobre mi caballo, pensaba con desaliento en que ese viaje se convertía en un verdadero sacrificio.

En aquella época, mi padre, aprovechando mis ocios de vacaciones, ocupábame, de cuando en cuando, en contratarle bueyes para el trabajo de la próxima siembra. Y yo cumplía tales comisiones con placer, porque ellas me permitían emprender largas correrías a caballo por los alrededores. Muchos de estos viajes me proporcionaron la oportunidad de hacer más de una visita bien agradable para mis ilusiones de veinte años; varias veces regresé de estas peregrinaciones sintiendo no sé qué dulce nostalgia en el corazón, a la que tal vez no era extraña cierta cabellera negra o rubia que divisara, a la despedida, en el corredor, a través de la reja y los naranjos de una casa de campo... Según las informaciones que había tomado la víspera, don Daniel Rubio, a cuyo fundo me dirigía, era soltero; y en su casa nada había que pudiera halagar mis expectativas sentimentales.


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7 págs. / 12 minutos / 67 visitas.

Publicado el 16 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Un Veterano

Federico Gana


Cuento


Don Pantaleón Astudillo había sido teniente de guardias nacionales. A la edad de cincuenta años, durante la revolución de 1891, sintió, de súbito, despertarse en él la ambición de las glorias militares. Entonces, abandonando la cigarrería de “El Cañonazo”, situada en la calle del Puente, única herencia de sus padres, fue a ofrecer sus servicios al veterano general Barbosa. Le dijo: —General, vengo a ofrecer a Ud. mi vida y a pedirle una espada para defender el orden —frase que le costara largas y angustiosas meditaciones.

Se le dio el grado de teniente. En la sangrienta batalla de Concón, el capitán que mandaba la compañía a que el teniente Astudillo pertenecía, observando que, durante lo más recio de la acción, éste permanecía inmóvil de bruces sobre la tierra, le preguntó:

—Teniente, ¿está herido?

Don Pantaleón buscóse nerviosamente por todo el cuerpo una herida, y al no hallarla, exclamó con dolorido acento, sin alzarse del suelo:

—¡Qué faltará, mi capitán, para que me peguen un balazo...!

Don Pantaleón, después de terminada la contienda civil, se retiró ileso a su antigua y acreditada cigarrería y allí no habla, desde entonces, a sus numerosas relaciones, sino de batallas, de heridos, de sangre... Su conversación parece encenderse con la descripción de sus pasadas proezas, y como ya no puede ponerse su glorioso traje militar, ha vestido con uno igual al más pequeño de sus hijos, con el que, todos recuerdan, se paseaba gallardamente en los días de fiestas.


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1 pág. / 2 minutos / 54 visitas.

Publicado el 29 de junio de 2022 por Edu Robsy.

Estaba de Más...

Federico Gana


Cuento


(Apuntes de un muchacho)


Un pequeño ruido que sentí me despertó, mas no por completo, y me hizo pasar del profundo sopor en que me hallaba sumergido, a una agradable somnolencia.

Todo lo veía como a través de una gasa vaporosa: el ancho rayo de sol que se filtraba por los vidrios de mi ventana, las siluetas de los muebles, el color abirragado del papel de la pieza, el gran cuadro al óleo que representaba a nuestro santo popular, fray Andrés, que la mano piadosa de mi madre colocara frente a mi cama, a manera de ejemplo plástico para mi cumplida conversión al catolicismo apostólico y romano, el gato negro que se restregaba con voluptuosidad contra las patas del catre, roncando dulcemente, y que era el matutino visitante que me había despertado abriéndome la ventana.

Con ese dulce semisueño dejaba yo transcurrir el tiempo; buscaba mil cosas agradables y confusas.

De pronto, vi que la puerta movíase con suavidad, y me pareció, en seguida, escuchar un ruido sobre la alfombra: eran unos pasos vacilantes que yo conocía muy bien.

Mis ojos nublados de sueño, vieron entonces a la vieja Micaela, que avanzaba trabajosamente encorvada, con la cabeza hundida en los hombros, apoyándose en su bastón, hacia una silla que había a los pies de mi lecho. En sus manos traía algo así como un papel o pequeño envoltorio que no pude distinguir con claridad.

Se sentó pesadamente en una silla, dejó a un lado su bastón, apoyó los codos en las rodillas y la barba entre las manos, y así permaneció inmóvil, contemplándome en silencio.


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Publicado el 29 de junio de 2022 por Edu Robsy.

Un Amigo

Federico Gana


Cuento


Esta fresca mañana de febrero, en el campo, mañana de sol suave y cielo azul, sin una nube, trae a mi recuerdo imágenes de mi lejana adolescencia.

Me veo joven, lleno de vida y esperanza en el porvenir; como en una rápida cinta cinematográfica acuden sin cesar a mi imaginación hechos olvidados, paisajes, emociones, tan vivas, de entonces, que me parece sentirlas todavía.

Veo la casa vieja, el estero que la bordeaba, los sauces que le daban sombra, las aguas que corrían sin ruido entre las raíces descubiertas de las pataguas, de los arrayanes, el sol que en grandes rayos penetraba curioso entre el ramaje, escucho el canto de las aves que perturban la calma de esas mañanas.

Y llegan y me rodean mis amigos de entonces, los mejores, mis perros de caza.

Fueron tres: Marqués, el primero y más presente en mi memoria; Duque y Mario. De estos últimos recuerdo solamente que el primero era un español, de aguas, de largas orejas, que todo el día pasábalo sumergido en el estero cercano, y del segundo, un pointer café, de gran alzada y maestro en la caza de la perdiz.

Marqués era un bravo francés, de patas cortas y vigorosas, ancho de pecho, blanco, tachonado en la espalda, la cabeza y las orejas de grandes manchas café.

Recuerdo con claridad cómo nos hicimos amigos. Recorríamos con mi padre los potreros del fundo una tarde fría, nebulosa y desagradable de otoño. Marqués corría a nuestro alrededor, rastreando nerviosamente el terreno. De pronto se detuvo y principió a husmear el terreno con cuidado, muy lento, con los ojos encandilados, fijos; avanzaba quedo, como si temiese que las espinas hicieran mal a sus patas. Mi padre descendió del caballo con la escopeta empuñada. De pronto el perro quedó inmóvil, con el cuello rígido, la cola tiesa, hacia arriba, mientras todo su cuerpo se estremecía nerviosamente; una de sus manos la elevaba en alto.


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Publicado el 29 de junio de 2022 por Edu Robsy.

Los Pescadores

Federico Gana


Cuento


La noche caía rápidamente sobre el lago de Tiberiades; millares de estrellas resplandecían ardientes en el cielo negro y se reflejaban temblorosas en las aguas. Una claridad blanquecina coronaba como un tenue nimbo pálido las sombrías y boscosas montañas del Herunn, de Cafarnaum y de Betsaida; y una fresca brisa cargada con los penetrantes aromas del azahar, de los tamarindos y de las yerbas silvestres, venía de lo alto de las colinas.

En la calma profunda del anochecer, escuchábanse tan sólo los plañideros balidos que se escapaban de los apriscos, el lento y acompasado rumor de los remos de alguna barca pescadora que surcaba el lago, el sordo cuchicheo de las olas mordiendo las riberas.

En una playa estrecha y arenosa, hacia las márgenes de las tierras de Filipo, frente a Magdala y Tiberiades, había algunos hombres reunidos alrededor de una fogata. No lejos de ellos veíase, emergiendo de los cañaverales de la orilla, la negra silueta de una barca.

Los rojizos resplandores del fuego iluminaban los rostros atezados y curtidos por la intemperie de aquellos hombres, sus robustos cuerpos cubiertos de píeles de carnero y de andrajosas y desgarradas túnicas de telas groseras. Casi todos eran jóvenes; y, a juzgar por las redes que estaban tendidas a su lado, pescadores de aquellos contornos.

Hablaban en voz baja, con rápidas frases, como consultando unos con otros algo grave que los preocupase extrañamente, mientras iban tendiendo al calor del fuego algunos trozos de carne de pescado.

De pronto uno de ellos, hombre de frente estrecha y gruesas facciones, que permanecía con la mano en la mejilla y la mirada perdida en un punto indefinido, dijo con voz áspera y breve en la que vibraba una sorda irritación, volviendo el rostro hacia sus compañeros.


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Publicado el 16 de enero de 2022 por Edu Robsy.

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