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autor: Federico Gana etiqueta: Cuento


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Pesadillas

Federico Gana


Cuento


Convalecía de una larga y peligrosa enfermedad, y me hallaba blandamente extendido entre colchas y almohadones, sobre una poltrona, en el salón de mi casa. El doctor acababa de partir después de aplicarme una fuerte dosis de morfina que calmara mi malestar.

Afuera caía lentamente una lluvia fina y silenciosa, y yo aspiraba con deleite de sediento aquel penetrante olor a tierra húmeda, a viento mojado. El cielo de ceniza, pesado, triste, que divisaba a través de los cristales, se avenía bien con las vaguedades de mis sensaciones de enfermo. De cuando en cuando, levantaba el brazo enflaquecido para fumar mi cigarro, y mientras la onda de humo me envolvía, soñaba perezosamente.

La conciencia de mi debilidad me penetraba de una amargura indefinible y deliciosa, que parecía destilar dulcemente en lo mas hondo de mi corazón, cuyo secreto creía estar próximo a descubrir. Tal vez mi alma iba a estallar en un espasmo de aquel divino deleite soñado no sabía dónde y, sin embargo, la impresión se desvanecía como arrastrada por las leves espirales de humo... El tictac monótono de un grande y antiquísimo reloj de bronce, que me miraba impasible con su esfera borrosa desde lo alto de un gran baúl de mármol negro, llegaba a mis oídos y me adormecía en el silencio de aquel gran salón desierto.

Mis párpados se cerraban, mi cerebro se oscurecía. Abrí los ojos una última vez, con esfuerzo; vi con tristeza un pedazo de cielo gris, traté, de llevar a la boca el cigarro; pero mi brazo cayo pesadamente hacia atrás.


* * *


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2 págs. / 4 minutos / 49 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2022 por Edu Robsy.

Un Veterano

Federico Gana


Cuento


Don Pantaleón Astudillo había sido teniente de guardias nacionales. A la edad de cincuenta años, durante la revolución de 1891, sintió, de súbito, despertarse en él la ambición de las glorias militares. Entonces, abandonando la cigarrería de “El Cañonazo”, situada en la calle del Puente, única herencia de sus padres, fue a ofrecer sus servicios al veterano general Barbosa. Le dijo: —General, vengo a ofrecer a Ud. mi vida y a pedirle una espada para defender el orden —frase que le costara largas y angustiosas meditaciones.

Se le dio el grado de teniente. En la sangrienta batalla de Concón, el capitán que mandaba la compañía a que el teniente Astudillo pertenecía, observando que, durante lo más recio de la acción, éste permanecía inmóvil de bruces sobre la tierra, le preguntó:

—Teniente, ¿está herido?

Don Pantaleón buscóse nerviosamente por todo el cuerpo una herida, y al no hallarla, exclamó con dolorido acento, sin alzarse del suelo:

—¡Qué faltará, mi capitán, para que me peguen un balazo...!

Don Pantaleón, después de terminada la contienda civil, se retiró ileso a su antigua y acreditada cigarrería y allí no habla, desde entonces, a sus numerosas relaciones, sino de batallas, de heridos, de sangre... Su conversación parece encenderse con la descripción de sus pasadas proezas, y como ya no puede ponerse su glorioso traje militar, ha vestido con uno igual al más pequeño de sus hijos, con el que, todos recuerdan, se paseaba gallardamente en los días de fiestas.


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Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 47 visitas.

Publicado el 29 de junio de 2022 por Edu Robsy.

Una Incorrección Administrativa

Federico Gana


Cuento


Bebíamos en silencio nuestro café aquel amanecer de invierno en casa del secretario del juzgado en aquel proceso criminal, homicidio con reincidencia.

El fusilamiento del delincuente debía verificarse en algunos instantes más; el coche del juzgado nos esperaba a la puerta. Sobre la mesa estaba el expediente, y yo leí in mente estas palabras escritas sobre la portada con grandes letras negras: “Pascual Ortiz.—Homicidio”.

Sabía vagamente el hecho: primer asesinato con ensañamiento, condena a 20 años de presidio; segundo asesinato, en las salas de trabajo de la Penitenciaría, condena a la pena de muerte, que debía cumplirse ese día.

Cierta malsana y juvenil curiosidad profesional de abogados despreocupados como éramos mi amigo y yo entonces, nos había incitado a pedir a nuestro colega Pedro Reyes que nos invitase esa mañana a presenciar el macabro espectáculo.

Y ahí estábamos ahora ante la próxima e inevitable muerte de un ser humano desconocido, hablando futilezas.

Reyes sacó de pronto su reloj y nos dijo, tomando nerviosamente el voluminoso legajo que había sobre la mesa: “Vamos, ya es hora”.

Instalados en el coche, guardábamos silencio, siempre sugestionados tal vez por la impresión que se reflejaba en el bondadoso semblante de Pedro Reyes, que miraba con fijeza hacia un punto indefinido del horizonte, mordiéndose con fuerza los labios.

El coche dejaba atrás los barrios elegantes del centro comercial de Santiago, las calles de Dieciocho, Castro, doblaba por Ejército y bordeaba el oriente del Parque Cousiño. Al contemplar nuestro amigo la libre extensión de los campos del parque envueltos a esa hora matinal en las brumas de ese amanecer nebuloso, su rostro abstraído se contrajo, sus ojos leales y puros parecieron mirar hacia adentro, como atacados de un súbito estrabismo, lanzó un hondo suspiro y exclamó en voz baja, estrangulada:


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4 págs. / 7 minutos / 34 visitas.

Publicado el 29 de junio de 2022 por Edu Robsy.

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