A las doce de la noche llegué a la
ciudad. La escarcha bailaba sobre un pie. "Una muchacha puede ser
morena, puede ser rubia, pero no debe ser ciega". Esto decía el
dueño del mesón a un hombre seccionado brutalmente por una faja.
Los ojos de un mulo que dormitaba en el umbral me amenazaron como
dos puños de azabache.
—Quiero la mejor habitación que tenga.
—Hay una.
—Pues vamos.
La habitación tenía un espejo. Yo, medio peine en el bolsillo. "Me
gusta." (Vi mi "Me gusta" en el espejo verde.) El posadero cerró la
puerta. Entonces, vuelto de espaldas al helado campillo de azogue,
exclamé otra vez: "Me gusta". Abajo, el mulo resoplaba. Quiero
decir que abría el girasol de su boca.
No tuve más remedio que meterme en la cama. Y me acosté. Pero tomé
la precaución de dejar abiertos los postigos, porque no hay nada
más hermoso que ver una estrella sorprendida y fija dentro de un
marco. Una. Las demás hay que olvidarlas.
Esta noche tengo un cielo irregular y caprichoso. Las estrellas se
agrupan y extienden en los cristales, como las tarjetas y retratos
en el esterillo japonés.
Cuando me dormía, el exquisito minué de las buenas noches se iba
perdiendo en las calles.
Con el nuevo sol volvía mi traje gris a la plata del aire
humedecido. El día de primavera era como una mano desmayada sobre
un cojín. En la calle las gentes iban y venían. Pasaron los
vendedores de frutas y los que venden peces del mar.
Ni un pájaro.
Mientras sonaban mis anillos en los hierros del balcón busqué la
ciudad en el mapa y vi cómo permanecía dormida en el amarillo entre
ricas venillas de agua, ¡distante del mar!
En el patio, el posadero y su mujer cantaban un dúo de espino y
violeta. Sus voces oscuras, como dos topos huidos, tropezaban con
las paredes sin encontrar la cuadrada salida del cielo.
Antes de salir a la calle para dar mi primer paseo los fui a
saludar.
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