¿Domingo?
Caramba, día de divertirse.
¡Cuánta gente! Todos suben, se alejan del centro. Yo me acerco, al revés.
Encontrarme desde mi casa en el Retiro, a los quince metros, no tiene lance de paseo.
Sol hermoso; coches y tranvías atestados; Espartero dominando la calle desde su caballo de bronce.
—¡Adiós, general!
Es muy amable este Espartero, con su sombrero en la mano, eternamente
saludando a la acera derecha, desde donde nadie le responde. Líbreme
Dios de pasar sin corresponder finamente al saludo, y los demás que
hagan lo que gusten.
Y vengamos a cuentas, para no andar en balde: ¿adonde iré? Hay que pensarlo sobre la marcha, entre pisotón y codazo.
Dinero no falta, en buena hora lo diga, si no para comprar un reino,
con el que quizás no sabría qué hacer, para comprar media docena de
mujeres, que bien sabré qué hacer con ellas.
Pero tal vez lo sé demasiado.
La tarde es larga, la vida imposible. Reflexionando, principalmente.
Algo, pues; necesito algo que me distraiga; y estoy en la corte, donde
dicen que sobran las diversiones.
En la plaza gran atracción. Un toro y un elefante. Iría, pero luego
no resulta ninguna de las barbaridades prometidas. ¿Fieras contra
fieras? ¿Tigres, toros, leones y elefantes? Bah, para atrocidades los
hombres, y ya los veo por la calle... y ya me ven.
¡La Cibeles!
Decididamente, me son simpáticos estos caballos de bronce y estas virtudes de mármol.
Allá, por las baldosas de Recoletos, desfila un cordón de gente.
Sombreros monumentales, flores, niñas en situación, tal cual levita...;
los de a pie, dándoselas de aristócratas desmontados, los de a caballo
mirando a los landós, y los landós al trote. El éxito de la tarde es un cab tirado por once perros de Terranova.
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