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autor: Felipe Trigo etiqueta: Cuento


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El Oro Inglés

Felipe Trigo


Cuento


Leía yo, acostado, tratando de dormirme, El Imparcial. De pronto, sobre el cielo raso sonoro como el parche de un tambor—¡oh estas casas nuevas de ladrillo y de hierro!—sentí los pasos menuditos. Aquella noche me intrigaron más. Por la tarde había sostenido este diálogo con la camarera de la fonda:

¿Quién duerme arriba?

—La inglesita.

—¿Qué inglesita?

—Una joven que ocupa dos habitaciones. La contigua para su institutriz.

—No la conozco.

—Come en su cuarto. Sin embargo, ha debido usted de verla en la playa todas las mañanas.

—¿Guapa?

—La mar.

Dejé caer el periódico, y me quedé fijo en el techo.

¡Si fuese de cristal!

Las maniobras de siempre. Mi habitación tenía la cama en un ángulo del fondo. Igual estaría colocada la cama en la de encima, y allá se habían dirigido los pasos: la inglesita levantaría el embozo... Después sentí el dulce y picado taconeo hacia el rincón opuesto. ¿El tocador?... Ella, frente al espejo, se quitaría las peinetas, las sortijas, el leve abrigo de sedas con que habría vuelto acaso de oir en el bulevar los conciertos de orfeones... Se despojaba. Media hora. La niña se extasiaba con su imagen. Era, pues, cuando menos, lo menos coqueta que puede ser una joven cuando no es tonta, aunque sea inglesa.

Vagó en seguida por la alcoba. Mis ojos la seguían con toda precisión en el techo... ¡Ah, si fuese el techo de cristal! No muy alta, ni muy gruesa, sin duda, a juzgar por el peso leve de sus pasos; aunque sí nerviosa y vivaracha. Cruzaba de uno a otro lado con ese mariposeo de toda mujer bien vestida al desnudarse; por consecuencia, un dato más: elegante.


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2 págs. / 4 minutos / 59 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Mi Prima Me Odia

Felipe Trigo


Cuento


Primera parte

I

—Adiós, Marqués.

—Adiós, Rojas. Cinco, miraron. El «¡Caramba, un marqués!»— pensó Marqués que debieron pensar ellas.

Pero, además, sí fuesen ellas marquesas, debieron también preguntarse: —«Pues... ¿quién será este marqués?»

Nada..., vanidad en que ponía él la parte más pequeña. Para darse ante la gente el lustre de tratar a «un título», a sus amigos les placía llamarle por el segundo apellido, en lugar de Aurelio, o Luque, que estaban antes.

Siguió escribiendo.

Las damas siguieron tomando su té, por las mesas inmediatas.

La sala era elegante, severa, con su escasa concurrencia que dejaba en la puerta los coches. No parecía lo más propio venirse a escribir cantatas, como a un café cualquiera, a este Ideal Room aristocrático. Sin embargo, su ambiente tibio, confortable, en estas tardes frías, principalmente, gustable a Aurelio.

«¡Bueno! ¡Debe de ser un marqués de provincias!» —pensaba ahora que las damas pensarían. Y como una que insistía en mirarle era guapa, rubia, con unos labios de amapola y una cara de granuja que quitaban el sentido..., la miró. No mucho. Él debía de mantenerse en su desdeñoso prestigio de «marqués».

No menos rubia su novia, ni menos linda.

Con la pluma en la mano y la vista en el papel, trataba de reanudar la sarta de cosas bellas que ítala escribiendo. Le habían cortado el hilo..., la inspiración, ¡qué diablo!

Aurelio meditaba sí él sería positivamente un estúpido. Cuando menos el solo hecho de temerlo venía a probarle que no lo era sino en un mínimo grado de «disculpable humanidad». La humanidad es estúpida. Se paga de apariencias y mentiras. Mentira, acaso, este dorado oxígeno del pelo de esta nena, y mentira el carmín de sus labios...


«Pero también que me confieses quiero
que es tanta la verdad...» Etcétera.
 


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46 págs. / 1 hora, 22 minutos / 99 visitas.

Publicado el 12 de abril de 2019 por Edu Robsy.

El Recuerdo

Felipe Trigo


Cuento


No había andado Juana la mitad del camino hacia la viña, con un cesto de mimbres al cuadril, cuando entre las encinas de la sierra se presentó Chuco de sopetón, diciendo:

—Mía tú, Reina, vengo escapao porque te vide llegar desde las pizarreras donde tengo la cabrá. Te quió decir una cosa. Mañana ya sabes que me voy a la ziudá, a la melicia; pues, vélaqui lo que traigo.

Chuco entregó un papel a su novia.

—¡Calla! ¿Y quién este santo...? ¡Eres tú!—exclamó ella admirada.

—Y toas qu’es verdá... Y que ma retratao el señorito ese, amigo del amo, ca venío de temporá al cortijo. Le trompecé ayer tarde en la ermita, pintando toa la fachá y toos los árboles y too... Liamos un cigarro, y aluego dijo que quería retratarme; yo le dije que bueno; me puso el garrote asina, como estás viendo ahí, y en menos de na, que toma, que deja, que raya p’arriba que raya p’abajo, ya tenía too el muñeco formao. Iba a largarse, después de parlar un rato, cuando, sin saber por qué, me acordé de ti. ¿Por qué no me había de hacer otro retrato pa ti...? Se lo dije lo mesmo que lo pensaba, y él, que debe ser mu largo, se echó a reir y lo hizo en seguía. Ese es, Reina, pa que lo guardes mientras ando yo por esos mundos... Pues, bueno; yo no he dormío ni migaja en toa la noche pensando al respetive qu’es menester que tú me des tamíen un retrato.

—Y yo... ¿cómo?—preguntó Juana dejando de mirar el de Chuco.

—Escucha, asina: vete en cuatro brincos a la alamea de la Tabla Grande del río, que allí se paró don Luis hace un poco, al salir el sol, y apreparó los chismes como pa pintar el molinillo, y amáñate pa ve cómo pué retratate. Anda, Reina; no me voy a se sordao si al llevaros esta noche la jarra de leche no me le tienes... ¿Lo oyes? ¡Que se me ha metió en la chola, y no me voy aunque sepa dar en un presillo!


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5 págs. / 10 minutos / 50 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Luzbel

Felipe Trigo


Cuento


Entre los invitados al estudio de Rangel con motivo de su última obra, estaban Jacinta Júver, una arrogante dama de ojos garzos, muy aficionada a la pintura, casi una artista, y su esposo, el señor La Riva, hombre que, según decía, desde hortera con sabañones, supo caer en marqués con gabán de pieles, sin más que saltarse limpia y oportunamente el mostrador de un comercio.

Habían desfilado los demás visitantes y quedaban estos dos; intranquilo él porque se le hacía tarde para el Senado, y la bella marquesa ante el lienzo absorta cada vez más, examinándolo a través de sus impertinentes y celebrando los detalles con el pintor en voluble charla. Era un panneau decorativo: el arcángel maldito, caído bajo un cielo de tempestad sobre una roca; Luzbel, con la túnica y el cabello rubio azotados por el vendaval, con el codo en la rodilla y la sien en el dorso de la mano, resplandecía aún de divinidad, en la hierática rigidez de su soberbia, como el ascua que en su propia ceniza se va apagando.

Hubo necesidad de explicarle este simbolismo al banquero, que se acercaba nuevamente, después de entretener su impaciencia con estatuas y desnudos. Y como su mujer, con cierta coquetería intelectual delante del artista, le señalaba los grandes aciertos de color y de dibujo, aquellas líneas onduladas de visión de ensueño, y aquellos tonos suaves que velaban la figura con neblinas de lo fantástico, harto La Riva de escuchar, exclamó:

—¡Hermoso! ¡Magnífico!

Añadió con franqueza mientras limpiaba los lentes:

—De todos modos... ¡yo no entiendo!, pero si es ángel, ¿por qué no ponerle alas?


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3 págs. / 6 minutos / 76 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Niña Mimosa

Felipe Trigo


Cuento


—¿Estás?

—Sí, corriendo.

Y corriendo, corriendo, azotando las puertas con sus vuelos de seda, desde el tocador al gabinete y desde el armario al espejo, siempre en el retoque de última hora; buscando el alfiler o el abanico que perdían su cabecilla de loca, volviéndose desde la calle para ceñir a su garganta el collar, haciéndome entrar todavía por el pañolito de encaje olvidado sobre la silla, salíamos al fin todas las noches con hora y media de retraso, aunque con luz del sol empezara ella la archidifícil obra de poner a nivel de la belleza de su cara la delicadeza de su adorno.

Gracias había que dar si cuando al primer farol, ella, parándose, me preguntaba: “¿Qué tal voy?”, no le contestaba yo: “Bien, muy guapa”, con absoluto convencimiento; porque capaz era la niña de volverse en última instancia al tribunal supremo del espejo, y entonces, ¡adiós, teatro!..., llegábamos a la salida. Como ocurría muchas veces.

Ella muy de prisa, yo a su lado, un poco detrás, no muy cerca, con mezcla del respeto galante del caballero a la dama y del respeto grave del groom a la duquesita. Cuando en la vuelta de una esquina rozaban mi brazo sus cintas, yo le pedía perdón. Mirábala sin querer a la luz de los escaparates, y cuando alguna mujer del pueblo quedábase parada floreándola, yo la decía: “Mira, ¿oyes?”, y sonreía ella triunfante como una reina.

No hablábamos. Todo el tiempo perdido en casa procuraba, desalada, ganarlo por el camino. Llegaba al teatro sin aliento. Y allí, por última vez, en el pórtico vacío, analizándose rápida en las grandes lunas del vestíbulo, mientras yo entregaba los billetes:—“¿Estoy bien, de veras?”—me interrogaba para que contestase yo indefectiblemente y un mucho orgulloso de su gentileza:—“¡Admirable!”


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4 págs. / 7 minutos / 76 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Paraíso Perdido

Felipe Trigo


Cuento


Recuerdos de Mindanao

—Esto es un paraíso—me dijeron cuando llegué al campamento; y para certificar la comparación, no tuvieron mis ojos más que tenderse en derredor.

Una vivienda de nipa, junto a una huerta, en mitad de una explanada circular donde grupos de soldados troceaban ébanos a hachazos; cerca, los fusiles, por si los moros saltaban de una mata, como tigres.

Por Occidente, a algunas millas, el mar; y rodeándonos, el bosque; el bosque virgen, de fantástica frondosidad, cayendo por todos lados, desde nuestra altura enorme, como manto soberano cuya cola regia de eterno verdor se tendía por las montañas festoneando sus crestas en la lejanía sobre el azul profundo y tranquilo de los aires.

Desde las primeras horas de la llegada pude observar que mis compañeros revelaban una especie de paralización extraña, de éxtasis.

Se separaron, cada cual por un sitio, ocupándose unos en acariciar a los mastines, otros en jugar con los monos y las catalas, y los más en pasear, leyendo periódicos dos meses atrasados o cogiendo flores en la huerta. Tenía esto algo de calma paradisíaca; y tal vez un tanto fatigado mi espíritu por las luchas de la vida, se dispuso a sepultarse en aquella paz celestial, desperezándose al borde de la Naturaleza antes de entregarse a ella, como la hastiada impura junto al lecho del descanso.

Las semanas pasaron.

Seguíame fascinando aquella monotonía de grandiosidad...

Yo me volvía como los demás. La pereza no tardó en invadir mi cuerpo y mi alma. Un lugar solitario, un rincón de árboles, una hamaca; no anhelaba otra cosa aquel ansia insaciable y vaga de mi pecho.


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3 págs. / 5 minutos / 42 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Primera Conquista

Felipe Trigo


Cuento


Me había dado mi tía dos reales y compré con ellos todo lo siguiente:

Cinco céntimos de pitillos.

Dos céntimos de fósforos de cartón.

Ocho céntimos de americanas.

Diez céntimos de peladillas de Elvas.

Y un mi buen real de confetti, porque era Carnaval.

Con todas estas cosas, convenientemente repartidas por los bolsillos, excepto un cigarro, que echaba en mi boca más humo que una fábrica de luz, me dirigí a San Francisco por la calle de Santa Catalina abajo, marchando tan arrogante y derecho, que no pude menos de creer que era un capitán, que durante un rato fué detrás, pensaría:

—Será militar este muchacho.

El paseo estaba animadísimo. Pronto hallé amigos y caras conocidas entre las nenas. Yo reservaba mis confettis (que entonces no se llamaban así) para Olimpia, la morenilla que iba a la escuela frente al Instituto. Pero Soledaíta, una rubia traviesa que al brazo con sus compañeras nos tropezó en la revuelta de un boj, se dirigió a mí resueltamente, mordió su cartucho de papeles y me los regó por los hombros.

Soledad era muy mona (y aun creo que lo es). Yo salí del lance lleno de vanidad; y haciendo una vuelta hábil por los jardines, volví a encontrarme frente a frente con ella. Llevaba en cada mano dos cartuchos, me adelanté hacia la rubilla traviesa y los sacudí con saña sobre su cabeza, que quedaba poco después, y los encajes de su vestido de medio largo, como si les hubiera caído una nevada de copos de mil colores. Mis papeles eran finos; de lo más caro que se vendía, con mucho rojo, azul y dorado... Cuando Soledad pudo abrir los ojos, limpiándose entre carcajadas los papelillos de las pestañas, la ofrecí almendras. Ella me dió un caramelo de los Alpes.


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2 págs. / 5 minutos / 48 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Paga Anticipada

Felipe Trigo


Cuento


Pasaba una corta temporada en un pueblo donde me aburría espantosamente. No conocía a nadie, y solía dedicarme a pasear solo y de noche. Una, vagando por las calles al azar, y sintiendo ya nostalgias de mi Madrid de mi alma, llegué a una plazoleta que ofrecía un bonito efecto de luz. Frente a mí, una casa más alta que las demás, de construcción vetusta, de anchas rejas y balcón panzudo, sobre el cual una hornacina contenía una Virgen alumbrada por un farol. Se destacaba en el resplandor de la luna que empezaba a salir, y a todo lo lárgo del caballete y de los aleros del tejado, que volaba amplia y graciosamente las esquinas, veíase negro, enérgico, el enmarañado dibujo de los jaramagos a la traslumbre del cielo.

Aquello era una decoración teatral; y os juro que tan profundamente me ensimismé en su contemplación con ojos de artista, que me costó algún trabajo no creer que, en efecto, estaba en un teatro, cuando llegó a mis oídos una voz de contralto, extensa y pura, que cantaba:


Il segreto per esser felice
se io per prova...
 

El pasaje de Lucrecia, letra más o menos.

Me acerqué a la casa de donde salía la voz, y pegado a la ventana escuché hasta la última nota del brindis, tras de las que enmudecieron cantatriz y piano.

A la noche siguiente volví a matar el tiempo rondando la ventana de mi admirada y desconocida contralto. La sesión fue más larga. La sinfonía del Guillermo, después trozos sueltos de Gioconda, y por último, cantada, Lucrecia.

Yo, que insensiblemente había concluído por acercarme a la reja, trataba de descubrir a la artista—pues tal nombre merecía—por los entreabiertos cristales. No veía más que un lado del piano. Iba a empujar las puertas cautelosamente; pero alguien se acercaba en la desierta calle. Era un hombre, que entró en la casa, contemplándome antes con tenacidad.


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3 págs. / 5 minutos / 35 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Toga

Felipe Trigo


Cuento


Para muchos niños hay en muchas capitales, Madrid entre ellas, una escuela más pública que las escuelas públicas: la calle.

Su rector es la miseria, sus aulas el descuido y la ocasión, sus bedeles los guardias. Está abierta siempre.

A media noche, cuando cruzáis las anchas calles desiertas, un poco encantados de oir vuestro taconeo en la acera y de tener para vosotros nada más las luces brillando, como las que en avenidas de imperial palacio aguardan la retirada del señor, una cosa se os pone delante y se os enreda entre las piernas. Es un periódico extendido, que anda solo, detrás del cual se divisan luego los pies, la cabeza y las manos del que lo sostiene, como en las clásicas viñetas anunciadoras.

—¡Señolito, el Helaldo!—dice un chicuelo tan alto como el periódico.

Ha surgido de un portal, del biombo de Fornos, donde del frío se amparaba, tendido sobre un montón de niños, que pisan los trasnochadores. Un brazo que se retira o una pata que se encoge: esto es todo. «Los golfos», piensa el que sale; y por los miembros entrelazados allí, es tan incapaz de calcular el número de muchachos como de averiguar por las roscas movibles y viscosas el de un pelotón de lombrices.

Y me he fijado alguna vez en los chiquillos del Helaldo. Los hay rubios, con caras bonitas y tan dulces como la de todos los niños de tres años. Sus bocas sonríen con ingenuidad confiada, y sus ojos son vivos e inteligentes. Piden una pelilla o brindan su mercancía alargando la manila aterida, a no importa quién, con la amorosa gracia con que pedirían un beso a sus padres, si los conocieran. He buscado con insistencia entre ellos al criminal nato, de Lombroso, para conocerlo así, pequeñito. En vano. Frentes abultadas y sortijillas de seda... como todos los niños, en fin.


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2 págs. / 5 minutos / 58 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Por Ahí

Felipe Trigo


Cuento


¿Domingo?

Caramba, día de divertirse.

¡Cuánta gente! Todos suben, se alejan del centro. Yo me acerco, al revés.

Encontrarme desde mi casa en el Retiro, a los quince metros, no tiene lance de paseo.

Sol hermoso; coches y tranvías atestados; Espartero dominando la calle desde su caballo de bronce.

—¡Adiós, general!

Es muy amable este Espartero, con su sombrero en la mano, eternamente saludando a la acera derecha, desde donde nadie le responde. Líbreme Dios de pasar sin corresponder finamente al saludo, y los demás que hagan lo que gusten.

Y vengamos a cuentas, para no andar en balde: ¿adonde iré? Hay que pensarlo sobre la marcha, entre pisotón y codazo.

Dinero no falta, en buena hora lo diga, si no para comprar un reino, con el que quizás no sabría qué hacer, para comprar media docena de mujeres, que bien sabré qué hacer con ellas.

Pero tal vez lo sé demasiado.

La tarde es larga, la vida imposible. Reflexionando, principalmente. Algo, pues; necesito algo que me distraiga; y estoy en la corte, donde dicen que sobran las diversiones.

En la plaza gran atracción. Un toro y un elefante. Iría, pero luego no resulta ninguna de las barbaridades prometidas. ¿Fieras contra fieras? ¿Tigres, toros, leones y elefantes? Bah, para atrocidades los hombres, y ya los veo por la calle... y ya me ven.

¡La Cibeles!

Decididamente, me son simpáticos estos caballos de bronce y estas virtudes de mármol.

Allá, por las baldosas de Recoletos, desfila un cordón de gente. Sombreros monumentales, flores, niñas en situación, tal cual levita...; los de a pie, dándoselas de aristócratas desmontados, los de a caballo mirando a los landós, y los landós al trote. El éxito de la tarde es un cab tirado por once perros de Terranova.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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