Textos más populares este mes de Felipe Trigo publicados el 26 de octubre de 2020

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autor: Felipe Trigo fecha: 26-10-2020


12

Tempestad

Felipe Trigo


Cuento


“Voy con María. Espéranos.—Octavio.”

María era mi amante.

Octavio, el escritor neurótico de palabra helada, estaba medio loco. Por su modo extraño de sentir y por su modo extraño de adorar la belleza pagana de su esposa.

Un escéptico que creía en todo.

Cuando llegó el exprés y vi a María en un reservado, corrí a saludarlos; pero ella, abriendo la portezuela y separándose para mostrarme el fondo, dijo desoladamente:

—Allí venía él.

—¡Octavio!

—Muerto—respondió tan bajo y tan secamente, que apenas la oí.

Luego, sin derramar una lágrima, saltó al andén, me suplicó silencio, indicó por señas a un mozo que nos siguiera con el equipaje, entre cuyos objetos reconocí el sombrero de mi amigo, y nos dirigimos al hotel a la carrera del ómnibus.

* * *

En cuanto estuvimos solos en un gabinete, cuyo balcón daba a la playa, sepultó María la cara entre los brazos y lloró mucho. Yo, abrumado en la butaca, cerca de la suya, lanzaba la vista idiotamente a la inmensa curva donde se unían el mar y el cielo; éste encapotado de gruesas y blancas nubes, aquél tranquilo y de un fuerte azul plomizo, sin un vapor, sin una vela en su vasta y comba superficie.

No osaba mirarla. ¿Qué cuentas iba a darme aquella histérica de la muerte de su marido?

Al fin pudo hablar, y dijo, estrechando mi mano entre las suyas, blandas y calientes como las de un niño:

—Cogió tu carta. Tu última carta, que yo guardaba en el pecho. Me la cogió dormida... y se mató. Nunca me había amado tanto como en este viaje. Mi amor y la tormenta horrible de esta noche produjeron en su alma efectos espantosos. ¡Oh, era preciso haberle visto!

—¿Y dónde está?—me atreví a preguntar.

—¡Alli!—dijo la joven, señalando al Océano.


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4 págs. / 8 minutos / 47 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Recuerdo

Felipe Trigo


Cuento


No había andado Juana la mitad del camino hacia la viña, con un cesto de mimbres al cuadril, cuando entre las encinas de la sierra se presentó Chuco de sopetón, diciendo:

—Mía tú, Reina, vengo escapao porque te vide llegar desde las pizarreras donde tengo la cabrá. Te quió decir una cosa. Mañana ya sabes que me voy a la ziudá, a la melicia; pues, vélaqui lo que traigo.

Chuco entregó un papel a su novia.

—¡Calla! ¿Y quién este santo...? ¡Eres tú!—exclamó ella admirada.

—Y toas qu’es verdá... Y que ma retratao el señorito ese, amigo del amo, ca venío de temporá al cortijo. Le trompecé ayer tarde en la ermita, pintando toa la fachá y toos los árboles y too... Liamos un cigarro, y aluego dijo que quería retratarme; yo le dije que bueno; me puso el garrote asina, como estás viendo ahí, y en menos de na, que toma, que deja, que raya p’arriba que raya p’abajo, ya tenía too el muñeco formao. Iba a largarse, después de parlar un rato, cuando, sin saber por qué, me acordé de ti. ¿Por qué no me había de hacer otro retrato pa ti...? Se lo dije lo mesmo que lo pensaba, y él, que debe ser mu largo, se echó a reir y lo hizo en seguía. Ese es, Reina, pa que lo guardes mientras ando yo por esos mundos... Pues, bueno; yo no he dormío ni migaja en toa la noche pensando al respetive qu’es menester que tú me des tamíen un retrato.

—Y yo... ¿cómo?—preguntó Juana dejando de mirar el de Chuco.

—Escucha, asina: vete en cuatro brincos a la alamea de la Tabla Grande del río, que allí se paró don Luis hace un poco, al salir el sol, y apreparó los chismes como pa pintar el molinillo, y amáñate pa ve cómo pué retratate. Anda, Reina; no me voy a se sordao si al llevaros esta noche la jarra de leche no me le tienes... ¿Lo oyes? ¡Que se me ha metió en la chola, y no me voy aunque sepa dar en un presillo!


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Jugar con el Fuego

Felipe Trigo


Cuento


Pasaba por Madrid, donde veinticuatro horas debía detenerse, con dirección a Tánger, León Demarsay, un diplomático con quien yo había intimado en Manila, hombre de gran corazón y excelente tirador de armas. Por mí advertidos de esas prendas del joven, quisieron algunos amigos míos conocerle, y le invitamos a un almuerzo, para cuyo final teníamos preparadas las panoplias.

Servido el café en el salón, Pablo Mora, que presume de floretista, le brindó el azúcar con la mano izquierda y con la derecha un par de espadas.

—Gracias—contestó León sonriéndome con dulzura al comprender que defraudaba nuestras esperanzas—. Hace mucho que abandoné estas cosas. No sé. Completamente olvidadas.

Y luego, defendiéndose de nuestra insistencia, y para que no creyéramos falta de cortesía o fatuo desdén de maestro su negativa, añadió, mientras se sentaba y empezaba a sorbos su taza, invitándonos a lo mismo:

—Hace tres años, juré no volver a tocar la empuñadura de un arma.

Y quedó sombrío, delatando algún doloroso recuerdo. Respetándolo nosotros, nos sentamos también, sin pensar en más explicaciones. Pero la gentil María, esposa de Mora, en cuya casa estábamos, y otras dos señoritas que nos acompañaban, una de las cuales, discípula de Sanz, había pensado en el honor de un asalto con el francés (cosa que venía a constituir quizás el caprichoso y principal atractivo de la reunión), le seguían mirando curiosamente.

—¡Nada!—exclamó al fin Demarsay—. Como usted, Luciana (la discípula), yo empecé la esgrima por receta de un médico. Usted, según me ha dicho, contra una neuralgia; yo, contra un reuma. ¡Ojalá que en mí hubiera podido continuar siendo un sport saludable, como lo será en usted toda la vida...! Pero los hombres—añadió envolviéndonos en una sonrisa de irónica piedad—somos un poco más crueles que las mujeres.


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4 págs. / 8 minutos / 50 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Receta

Felipe Trigo


Cuento


Terminada la consulta, pude entrar en el despacho, donde mi buen amigo el doctor se ponía el abrigo y el sombrero, para nuestro habitual paseo; pero el criado entreabrió la puerta.

—¿Más enfermos? ¡Estoy harto! Que vuelvan mañana.

—Traen esta tarjeta—contestó el criado, entregándola.

Y debía ser decisiva, porque Leandro la tiró sobre la mesa, volvió a quitarse el gabán y gritó malhumorado:

—Que pasen.

Dirigiéndose a mí, que me disponía a dejarle solo, añadió:

—No; espera ahí, tras el biombo. Concluiré a escape.

El biombo ocultaba un ancho sillón de reconocimiento. Me senté y saqué un periódico, viendo que el concienzudo médico alargaba la visita, a pesar de su promesa.

Eran señoras.

Con ellas había inundado el despacho un fuerte olor a floramy que se sobrepuso al del ácido fénico. Sus voces bien timbradas me distraían, y no pudiendo leer, escuché.

—Doctor, mi hija está cada día más delgada, sin saber por qué. Come poco, duerme mal y va quedándose blanca como la cera. Se cansa, se cansa esta niña, que era antes infatigable. Reconózcala bien, y dígame con claridad lo que padece. Estoy dispuesta a seguir un plan con el rigor necesario...

—¿Qué edad tiene usted?

—Veintitrés años—replicó tímida la joven.


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4 págs. / 7 minutos / 50 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Niña Mimosa

Felipe Trigo


Cuento


—¿Estás?

—Sí, corriendo.

Y corriendo, corriendo, azotando las puertas con sus vuelos de seda, desde el tocador al gabinete y desde el armario al espejo, siempre en el retoque de última hora; buscando el alfiler o el abanico que perdían su cabecilla de loca, volviéndose desde la calle para ceñir a su garganta el collar, haciéndome entrar todavía por el pañolito de encaje olvidado sobre la silla, salíamos al fin todas las noches con hora y media de retraso, aunque con luz del sol empezara ella la archidifícil obra de poner a nivel de la belleza de su cara la delicadeza de su adorno.

Gracias había que dar si cuando al primer farol, ella, parándose, me preguntaba: “¿Qué tal voy?”, no le contestaba yo: “Bien, muy guapa”, con absoluto convencimiento; porque capaz era la niña de volverse en última instancia al tribunal supremo del espejo, y entonces, ¡adiós, teatro!..., llegábamos a la salida. Como ocurría muchas veces.

Ella muy de prisa, yo a su lado, un poco detrás, no muy cerca, con mezcla del respeto galante del caballero a la dama y del respeto grave del groom a la duquesita. Cuando en la vuelta de una esquina rozaban mi brazo sus cintas, yo le pedía perdón. Mirábala sin querer a la luz de los escaparates, y cuando alguna mujer del pueblo quedábase parada floreándola, yo la decía: “Mira, ¿oyes?”, y sonreía ella triunfante como una reina.

No hablábamos. Todo el tiempo perdido en casa procuraba, desalada, ganarlo por el camino. Llegaba al teatro sin aliento. Y allí, por última vez, en el pórtico vacío, analizándose rápida en las grandes lunas del vestíbulo, mientras yo entregaba los billetes:—“¿Estoy bien, de veras?”—me interrogaba para que contestase yo indefectiblemente y un mucho orgulloso de su gentileza:—“¡Admirable!”


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Paraíso Perdido

Felipe Trigo


Cuento


Recuerdos de Mindanao

—Esto es un paraíso—me dijeron cuando llegué al campamento; y para certificar la comparación, no tuvieron mis ojos más que tenderse en derredor.

Una vivienda de nipa, junto a una huerta, en mitad de una explanada circular donde grupos de soldados troceaban ébanos a hachazos; cerca, los fusiles, por si los moros saltaban de una mata, como tigres.

Por Occidente, a algunas millas, el mar; y rodeándonos, el bosque; el bosque virgen, de fantástica frondosidad, cayendo por todos lados, desde nuestra altura enorme, como manto soberano cuya cola regia de eterno verdor se tendía por las montañas festoneando sus crestas en la lejanía sobre el azul profundo y tranquilo de los aires.

Desde las primeras horas de la llegada pude observar que mis compañeros revelaban una especie de paralización extraña, de éxtasis.

Se separaron, cada cual por un sitio, ocupándose unos en acariciar a los mastines, otros en jugar con los monos y las catalas, y los más en pasear, leyendo periódicos dos meses atrasados o cogiendo flores en la huerta. Tenía esto algo de calma paradisíaca; y tal vez un tanto fatigado mi espíritu por las luchas de la vida, se dispuso a sepultarse en aquella paz celestial, desperezándose al borde de la Naturaleza antes de entregarse a ella, como la hastiada impura junto al lecho del descanso.

Las semanas pasaron.

Seguíame fascinando aquella monotonía de grandiosidad...

Yo me volvía como los demás. La pereza no tardó en invadir mi cuerpo y mi alma. Un lugar solitario, un rincón de árboles, una hamaca; no anhelaba otra cosa aquel ansia insaciable y vaga de mi pecho.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Tu Llanto y mi Risa

Felipe Trigo


Cuento


¿Te acuerdas?

Era como hoy. Un capricho, un enojo de tus celos de vanidosa.

Era cualquier mañana, quizá hermosa y sonriente, en que yo, mirando un rayo de sol y contemplando el cielo, esperaba, tras los ensueños dulces de la noche, a que las vidrieras de tu cuarto se entreabriesen mostrándome en la gloria de tu faz la alborada de mi alma. Tú perezosa, yo impaciente, a veces con miedo de turbar tu sueño, entraba de puntillas hasta el lecho. Dormías. Te besaba en los ojos y estremeciéndote como en una convulsión, me volvías la espalda sin mirarme, sin hablar, rebujándote hasta la frente en la seda azul y en los encajes.

¡El enfado!

¿Hablarte?... inútil. ¿Besarte más, en el cuello, en la oreja, en el nudo de oro de tu pelo? Cada beso era una descarga eléctrica para aumentar tu rabia.

¿Qué tenías? Bah, cualquier motivo insignificante e injusto, que me manifestabas al fin seco apóstrofe de desprecio, con tenacidad convencida de histérica, rebelde a toda explicación. La intentaba yo, aunque sabía su ineficacia de antemano, y herido luego en la grandeza de mi cariño por las pequeñeces de tu espíritu de mujer, me alejaba de ti y de tu cuarto, altivo como tú, pero más triste...


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Oro Inglés

Felipe Trigo


Cuento


Leía yo, acostado, tratando de dormirme, El Imparcial. De pronto, sobre el cielo raso sonoro como el parche de un tambor—¡oh estas casas nuevas de ladrillo y de hierro!—sentí los pasos menuditos. Aquella noche me intrigaron más. Por la tarde había sostenido este diálogo con la camarera de la fonda:

¿Quién duerme arriba?

—La inglesita.

—¿Qué inglesita?

—Una joven que ocupa dos habitaciones. La contigua para su institutriz.

—No la conozco.

—Come en su cuarto. Sin embargo, ha debido usted de verla en la playa todas las mañanas.

—¿Guapa?

—La mar.

Dejé caer el periódico, y me quedé fijo en el techo.

¡Si fuese de cristal!

Las maniobras de siempre. Mi habitación tenía la cama en un ángulo del fondo. Igual estaría colocada la cama en la de encima, y allá se habían dirigido los pasos: la inglesita levantaría el embozo... Después sentí el dulce y picado taconeo hacia el rincón opuesto. ¿El tocador?... Ella, frente al espejo, se quitaría las peinetas, las sortijas, el leve abrigo de sedas con que habría vuelto acaso de oir en el bulevar los conciertos de orfeones... Se despojaba. Media hora. La niña se extasiaba con su imagen. Era, pues, cuando menos, lo menos coqueta que puede ser una joven cuando no es tonta, aunque sea inglesa.

Vagó en seguida por la alcoba. Mis ojos la seguían con toda precisión en el techo... ¡Ah, si fuese el techo de cristal! No muy alta, ni muy gruesa, sin duda, a juzgar por el peso leve de sus pasos; aunque sí nerviosa y vivaracha. Cruzaba de uno a otro lado con ese mariposeo de toda mujer bien vestida al desnudarse; por consecuencia, un dato más: elegante.


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La Primera Conquista

Felipe Trigo


Cuento


Me había dado mi tía dos reales y compré con ellos todo lo siguiente:

Cinco céntimos de pitillos.

Dos céntimos de fósforos de cartón.

Ocho céntimos de americanas.

Diez céntimos de peladillas de Elvas.

Y un mi buen real de confetti, porque era Carnaval.

Con todas estas cosas, convenientemente repartidas por los bolsillos, excepto un cigarro, que echaba en mi boca más humo que una fábrica de luz, me dirigí a San Francisco por la calle de Santa Catalina abajo, marchando tan arrogante y derecho, que no pude menos de creer que era un capitán, que durante un rato fué detrás, pensaría:

—Será militar este muchacho.

El paseo estaba animadísimo. Pronto hallé amigos y caras conocidas entre las nenas. Yo reservaba mis confettis (que entonces no se llamaban así) para Olimpia, la morenilla que iba a la escuela frente al Instituto. Pero Soledaíta, una rubia traviesa que al brazo con sus compañeras nos tropezó en la revuelta de un boj, se dirigió a mí resueltamente, mordió su cartucho de papeles y me los regó por los hombros.

Soledad era muy mona (y aun creo que lo es). Yo salí del lance lleno de vanidad; y haciendo una vuelta hábil por los jardines, volví a encontrarme frente a frente con ella. Llevaba en cada mano dos cartuchos, me adelanté hacia la rubilla traviesa y los sacudí con saña sobre su cabeza, que quedaba poco después, y los encajes de su vestido de medio largo, como si les hubiera caído una nevada de copos de mil colores. Mis papeles eran finos; de lo más caro que se vendía, con mucho rojo, azul y dorado... Cuando Soledad pudo abrir los ojos, limpiándose entre carcajadas los papelillos de las pestañas, la ofrecí almendras. Ella me dió un caramelo de los Alpes.


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Paga Anticipada

Felipe Trigo


Cuento


Pasaba una corta temporada en un pueblo donde me aburría espantosamente. No conocía a nadie, y solía dedicarme a pasear solo y de noche. Una, vagando por las calles al azar, y sintiendo ya nostalgias de mi Madrid de mi alma, llegué a una plazoleta que ofrecía un bonito efecto de luz. Frente a mí, una casa más alta que las demás, de construcción vetusta, de anchas rejas y balcón panzudo, sobre el cual una hornacina contenía una Virgen alumbrada por un farol. Se destacaba en el resplandor de la luna que empezaba a salir, y a todo lo lárgo del caballete y de los aleros del tejado, que volaba amplia y graciosamente las esquinas, veíase negro, enérgico, el enmarañado dibujo de los jaramagos a la traslumbre del cielo.

Aquello era una decoración teatral; y os juro que tan profundamente me ensimismé en su contemplación con ojos de artista, que me costó algún trabajo no creer que, en efecto, estaba en un teatro, cuando llegó a mis oídos una voz de contralto, extensa y pura, que cantaba:


Il segreto per esser felice
se io per prova...
 

El pasaje de Lucrecia, letra más o menos.

Me acerqué a la casa de donde salía la voz, y pegado a la ventana escuché hasta la última nota del brindis, tras de las que enmudecieron cantatriz y piano.

A la noche siguiente volví a matar el tiempo rondando la ventana de mi admirada y desconocida contralto. La sesión fue más larga. La sinfonía del Guillermo, después trozos sueltos de Gioconda, y por último, cantada, Lucrecia.

Yo, que insensiblemente había concluído por acercarme a la reja, trataba de descubrir a la artista—pues tal nombre merecía—por los entreabiertos cristales. No veía más que un lado del piano. Iba a empujar las puertas cautelosamente; pero alguien se acercaba en la desierta calle. Era un hombre, que entró en la casa, contemplándome antes con tenacidad.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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