Lanzaba el sol sus ardientes rayos sobre una llanura de Andalucía,
árida y estéril. No corrían por ella ríos ni arroyos, secas yacían las
flores y tiernas plantas de la primavera; sólo verdegueaban allí algunos
espinos, lentiscos y aloes, cuya dureza resiste el rigor de las
estaciones. Un furioso levante formaba nubes de polvo, ardiente como
lava de volcán. —El cielo puro y el día claro parecían sonreírse al dar
tormentos a la tierra. —Sólo los ganados del país, con su dura piel, y
el animoso e impasible español, que desprecia todo padecimiento físico,
podían tolerar aquella encendida atmósfera; ellos, durmiendo, y él,
cantando!
Veíanse sobre esta llanura el 20 de Agosto de 1782 las muestras de un
reciente combate; caballos muertos, armas rotas, plantas pisadas y
teñidas de sangre. —A lo lejos desfilaba en buen orden un destacamento
inglés. — A otro lado, el comandante de un escuadrón español ocupábase
en formar sus impacientes soldados y sus caballos fogosos, para
perseguir a los ingleses, que, inferiores en número, se retiraban con la
calma de vencedores.
En el que había sido campo de batalla, un joven, sentado en una
piedra al pie de un acebuche, apoyaba en el tronco su pálido rostro;
mientras que otro joven, en cuya fisonomía se manifestaba la más
violenta desesperación, arrodillado a sus pies, procuraba detener con un
pañuelo la sangre que le corría del pecho por una ancha herida.
—¡Ah, Félix, Félix! —exclamaba con la mayor angustia—. ¡Vas a morir, y
por mi causa! Has recibido en tu fiel pecho el golpe que me estaba
destinado. ¿Por qué, generoso amigo, me libraste de una gloriosa muerte,
para entregarme a una vida de desesperación y de dolor?
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