Primera parte
I
Una tarde muy calurosa de principios de julio, salió del cuartito que
ocupaba, junto al techo de una gran casa de cinco pisos, un joven, que,
lentamente y con aire irresoluto, se dirigió hacia el puente de K***.
Tuvo suerte, al bajar la escalera, de no encontrarse a su patrona que
habitaba en el piso cuarto, y cuya cocina, que tenía la puerta
constantemente sin cerrar, daba a la escalera. Cuando salía el joven,
había de pasar forzosamente bajo el fuego del enemigo, y cada vez que
esto ocurría experimentaba aquél una molesta sensación de temor que,
humillándole, le hacía fruncir el entrecejo. Tenía una deuda no pequeña
con su patrona y le daba vergüenza el encontrarla.
No quiere esto decir que la desgracia le intimidase o abatiese; nada
de eso; pero la verdad era que, desde hacía algún tiempo, se hallaba en
cierto estado de irritación nerviosa, rayano con la hipocondría. A
fuerza de aislarse y de encerrarse en sí mismo, acabó por huir, no
solamente de su patrona, sino de toda relación con sus semejantes.
La pobreza le aniquilaba y, sin embargo, dejó de ser sensible a sus
efectos. Había renunciado completamente a sus ocupaciones cotidianas y,
en el fondo, se burlaba de su patrona y de las medidas que ésta pudiera
tomar en contra suya. Pero el verse detenido por ella en la escalera, el
oír las tonterías que pudiera dirigirle, el sufrir reclamaciones,
amenazas, lamentos y verse obligado a responder con pretextos y
mentiras, eran para él cosas insoportables. No; era preferible no ser
visto de nadie, y deslizarse como un felino por la escalera.
Esta vez él mismo se asombró, cuando estuvo en la calle, del temor de encontrar a su acreedora.
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