Han pasado ya quince siglos desde que Cristo dijo: "No tardaré en
volver. El día y la hora, nadie, ni el propio Hijo, las sabe". Tales
fueron sus palabras al desaparecer, y la Humanidad le espera siempre con
la misma fe, o acaso con fe más ardiente aún que hace quince siglos.
Pero el Diablo no duerme; la duda comienza a corromper a la Humanidad, a
deslizarse en la tradición de los milagros. En el Norte de Germania ha
nacido una herejía terrible, que, precisamente, niega los milagros. Los
fieles, sin embargo, creen con más fe en ellos. Se espera a Cristo, se
quiere sufrir y morir como Él... Y he aquí que la Humanidad ha rogado
tanto por espacio de tantos siglos, ha gritado tanto "¡Señor, dignáos,
aparecérosnos!", que Él ha querido, en su misericordia inagotable, bajar
a la tierra.
Y he aquí que ha querido mostrarse, al menos un instante, a la
multitud desgraciada, al pueblo sumido en el pecado, pero que le ama con
amor de niño. El lugar de la acción es Sevilla; la época, la de la
Inquisición, la de los cotidianos soberbios autos de fe, de terribles
heresiarcas, ad majorem Dei gloriam.
No se trata de la venida prometida para la consumación de los siglos,
de la aparición súbita de Cristo en todo el brillo de su gloria y su
divinidad, "como un relámpago que brilla del Ocaso al Oriente". No, hoy
sólo ha querido hacerles a sus hijos una visita, y ha escogido el lugar y
la hora en que llamean las hogueras. Ha vuelto a tomar la forma humana
que revistió, hace quince siglos, por espacio de treinta años.
Aparece entre las cenizas de las hogueras, donde la víspera, el
cardenal gran inquisidor, en presencia del rey, los magnates, los
caballeros, los altos dignatarios de la Iglesia, las más encantadoras
damas de la corte, el pueblo en masa, quemó a cien herejes. Cristo
avanza hacia la multitud, callado, modesto, sin tratar de llamar la
atención, pero todos le reconocen.
Información texto 'El Gran Inquisidor'