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autor: Francisco A. Baldarena etiqueta: Cuento


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El Juego del Diablo

Francisco A. Baldarena


cuento



LA MUERTE 


La tarde en que Remigio González fue asesinado parecía que el sol hubiera evaporado hasta la última gota de aire. Nada se movía, a no ser el asesino, a camino de su destino aniquilador.  


II 


UNA VUELTA EN EL PUEBLO 


Los pinos delante del rancho iban fundiéndose imperceptiblemente en el azabache de la noche que ya caía, cuando Pedro Campos sintió ganas de dar una vuelta por el pueblo. Era viernes. Pensó en lo duro que había trabajado en los últimos días en la estancia, y, por lo tanto, que merecí­a distraerse un poco. Se afeitó la barba de varios días, emparejó el bigote y se dio un baño sin muchos retoques. 

 «Las horas del patrón pasan rápido, las nuestras no», reflexionó, mientras se secaba. 

 Vistió ropa limpia: la bombacha negra de salir, una camisa inmaculadamente blanca y un pañuelo rojo, que anudó al cuello con parsimonia y esmero; luego calzó las botas de cuero, negras y lustrosas, se ciñó firmemente la faja, también roja para combinar con el pañuelo, y se acomodó el facón de plata por detrás de la cintura. Finalmente, dobló el poncho bordó y se lo acomodó sobre el hombro izquierdo. Antes de salir al patio, agarró el rebenque y el sombrero de fieltro negro, que siempre dejaba colgados detrás de la puerta de entrada, y, dándole un beso en la frente a su esposa, le dijo: 

 —Ya vuelvo, voy al pueblo. Enseguida salió hacia el fondo, allá, en el corral, ensilló el caballo y, al rato y al trotecito manso, tomó el rumbo del pueblo. 


III 


EL BOLICHE 


A través de los amplios ventanales, Pedro Campos vio que el boliche estaba a medio llenar, como siempre a esa hora. Ató el caballo al palenque y entró, saludando a los presentes mientras se acercaba al mostrador, donde pidió un tinto y se puso a armar un firme. 


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Publicado el 10 de junio de 2021 por Francisco A. Baldarena .

El Inmortal

Francisco A. Baldarena


cuento



EL VELORIO 


Aníbal Pérez tendría unos cinco o seis años, cuando le agarró un miedo terrible a la muerte. Todo se originó el día que su tío Manuel murió y al pobrecito de Aníbal le hicieron besar al muerto, frío como el mármol. Como su abuela, que lo criaba, no tuvo con quien dejarlo, se lo llevó al velorio con ella. Además del beso al muerto, que fue como darle un beso a la misma muerte, la parentela se pasó toda la noche entre accesos de llanto —de los lastimosos y de los histéricos—, quejidos moribundos y lúgubres lamentaciones. ¡Y todo alumbrado a trémula luz de velas! Con lo que Aníbal, todavía tuvo que vérselas con siniestras sombras fantasmales, moviéndose temblorosas sobre las paredes grises del living donde velaban al pariente. Y para terminar de completar el trauma, al otro día se lo llevaron al cementerio bajo una lluvia fina que, caprichosamente, se le había antojado caer justo esa mañana. El aterrado Aníbal, como una garrapata, no soltaba la falda de su abuela ni para ir al baño. Y la cosa no paró por ahí: de yapa, pesadillas aterradoras lo persiguieron durante casi un mes. 



CATALEPSIA 



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Publicado el 8 de julio de 2021 por Francisco A. Baldarena .

El Jardín Secreto

Francisco A. Baldarena


cuento



EL BOTÁNICO 


Los cargadores, baquianos del lugar, aprovecharon el ensimismamiento del botánico para largar los bultos al piso y convertirse, en segundos, en parte de la selva. Mientras el profesor Zachariah Taylor estaba en «su mundo», cosas ajenas a lo estrictamente salvaje y natural estaban fuera de su percepción; por eso vino a percatarse que lo habían abandonado mucho después, cuando se le resbaló de las manos sudadas los prismáticos con el cual observaba la techumbre verde surcada por luminosos haces rectilíneos en todas direcciones, tratando de avistar un guacamayo escurridizo herido en un ala que se movía torpe y dificultosamente por la copa de los árboles, un poco más adelante que la comitiva. Justo ahí, sin nadie delante ni detrás, fue que se dio cuenta de que estaba solo, abandonado y librado a su suerte en medio de una selva repleta de peligros. Entretanto, creyó que no le resultaría difícil volver por la trocha abierta entre la maraña si no se demoraba mucho en pegar la vuelta, puesto que si lo agarraba la noche en la selva, lo más probable es que no fuese a sobrevivir para contarlo. 

 Miró la hora. Eran las nueve y veintiocho, así que todavía tenía un buen margen de luz para continuar explorando un poco más. Presumía que el guacamayo de un momento a otro caería con un ruido blando, soltando quizás un quejido de dolor casi imperceptible, sobre la hojarasca humedecida, entonces lo atraparía, le trataría la herida y se lo llevaría como recuerdo de sus andanzas por la selva. 


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4 págs. / 8 minutos / 513 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2021 por Francisco A. Baldarena .

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