Vanidad de Vanidades
Francisco Acebal
Cuento
Los vaivenes de la moda decorativa, que en cada época impone á las moradas como á los hombres, distintos perjeños, avecindaron en un saloncito de los duques de Montiél, una Venus de mármol y una armadura de hierro. La escultura, copia fiel de Venus Capitolina, pretende encubrir su desnudez de niña casta, apenas adolescida, en la entibiada luz de un rincón, sobre los tonos marchitos de un tapíz flamenco; su cuerpo tiembla de pudor y sus manos encienden deseos de mirar lo que recatar intentan.
La armadura, esplende al pié de una chimenea tallada en roble. Caladas la visera y ventalla de la celada borgoñona, reluciente la coraza tranzada, de la que penden escarcelas de launas, forradas con terciopelo carmesí; enteros los quijotes y las grebas que rematan en los piés por alpartaces de mallas. Hermoso ejemplar, milanés por la elegancia de las líneas, nurembergo por lo varonil, y sobrío del adorno.
La vida monotona y tristona de aquel viejo palación, se alteró una noche con desusada batahola mundana que rebullía en salones, lejanos del gabinete en que estaba la armadura y la Capitolina.
El rumorcillo de fiesta, resonó tímido de estancia en estancia, llenando por un instante, salones siempre cerrados, desiertos, austeros.
Venus temblaba de verse envuelta en luz, expuesta á las miradas de un mundo frívolo, de gentecillas procaces.
—Vecina, vecina,—exclamó dirigiéndose á la armadura—vecina, por Dios, quite ese ceño tan hosco que me da miedo, humanícese un poco, rompa usted por unos instantes esa tiesura.
Y la armadura, con su continente rígido:
—¿Quién charla ahí?
Dominio público
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Publicado el 7 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.