Mujeres dieron a Roma los reyes y los quitaron. Diolos Silvia,
virgen, deshonesta; quitolos Lucrecia, mujer casada y casta. Diolos un
delito; quitolos una virtud. El primero fue Rómulo; el postrero,
Tarquino. A este sexo ha debido siempre el mundo la pérdida y la
restauración, las quejas y el agradecimiento.
Es la mujer compañía forzosa que se ha de guardar con recato, se ha
de gozar con amor y se ha de comunicar con sospecha. Si las tratan bien,
algunas son malas. Si las tratan mal, muchas son peores. Aquél es
avisado, que usa de sus caricias y no se fía dellas. Más pueden con
algunos reyes, que con los otros hombres, porque pueden más que los
otros hombres los reyes.
Los hombres pueden ser traidores a los reyes, las mujeres hacen que
los reyes sean traidores a sí mismos, y justifican contra sus vidas las
traiciones. Cláusula es ésta que tiene tantos testigos como letores.
He referido primero la descendencia de Marco Bruto que los padres,
porque en el nombre y en el hecho más pareció parto desta memoria que de
aquel vientre.
Tenía Bruto estatua; mas la estatua no tenía Bruto, hasta que fue
simulacro duplicado de Marco y de Junio. No pusieron los romanos aquel
bulto en el Capitolio tanto para imagen de Junio como para consejo de
bronce de Marco Bruto. Fuera ociosa idolatría si sólo acordara de lo que
hizo el muerto y no amonestara lo que debía hacer al vivo. Dichosa fue
esta estatua, merecida del uno y obedecida del otro.
No le faltó estatua a Marco Bruto, que en Milán se la erigieron de
bronce; y pasando César Octaviano por aquella ciudad, y viéndola, dijo a
los magistrados:
—Vosotros no me sois leales, pues honráis a mi enemigo en mi presencia.
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