1. La llegada
Cuando K llegó era noche cerrada. El pueblo estaba cubierto por una
espesa capa de nieve. Del castillo no se podía ver nada, la niebla y la
oscuridad lo rodeaban, ni siquiera el más débil rayo de luz delataba su
presencia. K permaneció largo tiempo en el puente de madera que
conducía desde la carretera principal al pueblo elevando su mirada hacia
un vacío aparente.
Se dedicó a buscar un alojamiento; en la posada aún estaban
despiertos, el hostelero no tenía ninguna habitación para alquilar, pero
permitió, sorprendido y confuso por el tardío huésped, que K durmiese
en la sala sobre un jergón de paja. K se mostró conforme. Algunos
campesinos aún estaban sentados delante de sus cervezas pero él no
quería conversar con nadie, así que él mismo cogió el jergón del desván y
lo situó cerca de la estufa. Hacía calor, los campesinos permanecían en
silencio, aún los examinó un rato con los ojos cansados antes de
dormirse.
Pero poco después lo despertaron. Un hombre joven, vestido como si
fuese de la ciudad, con un rostro de actor, ojos estrechos y cejas
espesas, permanecía a su lado junto al posadero. Los campesinos todavía
seguían allí, algunos habían dado la vuelta a sus sillas para ver y
escuchar mejor. El joven se disculpó muy amablemente por haber
despertado a K, se presentó como el hijo del alcaide del castillo y
después dijo:
—Este pueblo es propiedad del castillo, quien vive aquí, o
pernocta, vive en cierta manera en el castillo. Nadie puede hacerlo sin
autorización del conde. Usted, sin embargo, o no posee esa autorización o
al menos no la ha mostrado.
K, que se había incorporado algo, se alisó el pelo, miró desde abajo a la gente que lo rodeaba y dijo:
—¿En qué pueblo me he perdido? ¿Acaso hay aquí un castillo?
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