Acampábamos en el oasis. Los viajeros dormían. Un árabe, alto y
blanco, pasó adelante; ya había alimentado a los camellos y se dirigía a
acostarse.
Me tiré de espaldas sobre la hierba; quería dormir; no pude conciliar
el sueño; el aullido de un chacal a lo lejos me lo impedía; entonces me
senté. Y lo que había estado tan lejos, de pronto estuvo cerca. El
gruñido de los chacales me rodeó; ojos dorados descoloridos que se
encendían y se apagaban; cuerpos esbeltos que se movían ágilmente y en
cadencia como bajo un látigo.
Un chacal se me acercó por detrás, pasó bajo mi brazo y se apretó
contra mí como si buscara mi calor, luego me encaró y dijo, sus ojos
casi en los míos:
—Soy el chacal más viejo de toda la región. Me siento feliz de poder
saludarte aquí todavía. Ya casi había abandonado la esperanza, porque te
esperábamos desde la eternidad; mi madre te esperaba, y su madre, y
todas las madres hasta llegar a la madre de todos los chacales. ¡Créelo!
—Me asombra —dije olvidando alimentar el fuego cuyo humo debía
mantener lejos a los chacales—, me asombra mucho lo que dices. Sólo por
casualidad vengo del lejano Norte en un viaje muy corto. ¿Qué quieren de
mí, chacales?
Y como envalentonados por este discurso quizá demasiado amistoso, los
chacales estrecharon el círculo a mi alrededor; todos respiraban con
golpes cortos y bufaban.
—Sabemos —empezó el más viejo— que vienes del Norte; en esto
precisamente fundamos nuestra esperanza. Allá se encuentra la
inteligencia que aquí entre los árabes falta. De este frío orgullo,
sabes, no brota ninguna chispa de inteligencia. Matan a los animales,
para devorarlos, y desprecian la carroña.
—No hables tan fuerte —le dije—, los árabes están durmiendo cerca de aquí.
Información texto 'Chacales y Árabes'