Para M. B.
Franz Kafka
Niños en un camino de campo
Yo oía pasar los coches junto a la cerca del jardín,
muchas veces los veía a través de los intersticios apenas oscilantes del
follaje. ¡Cómo crujía en el cálido verano la madera de sus ruedas y
varas! Del campo volvían los labradores, y se reían escandalosamente.
Yo estaba sentado en nuestro pequeño columpio, descansando entre los árboles del jardín de mis padres.
Del otro lado de la cerca el ruido no cesaba. Los pasos de los niños
que corrían desaparecían en un instante; carros de cosechadores, con
hombres y mujeres arriba y alrededor, oscurecían los canteros de flores;
hacia el atardecer veía a un señor con un bastón, que se paseaba, y a
un par de muchachas que venían cogidas del brazo en dirección opuesta, y
se hacían a un lado sobre el césped, saludándole.
Luego los pájaros se lanzaban al espacio, como salpicaduras; yo los
seguía con los ojos, los veía subir de un solo impulso, hasta que ya no
me parecía que ellos subieran, sino que yo caía; debía sostenerme de las
sogas, y comenzaba a balancearme un poco, de debilidad. Pronto me
columpiaba con más fuerza, el aire refrescaba y en vez de los pájaros en
vuelo aparecían temblorosas estrellas.
Cenaba a la luz de una bujía. A menudo apoyaba ambos brazos en la
madera, y ya cansado, comía mi pan con manteca. Las agujereadas cortinas
se hinchaban bajo el cálido viento, y muchas veces alguno que pasaba
por afuera las sujetaba con la mano, como si quisiera verme mejor y
hablar conmigo. Generalmente la bujía se apagaba de golpe y en el humo
oscuro de la vela seguían girando un rato los insectos. Si alguien me
interrogaba desde la ventana, yo le miraba como se mira una montaña o el
vacío, y tampoco a él le importaba mucho que yo le respondiera.
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