PREFACIO
Conservar la propia jovialidad en mitad de un
asunto tétrico y gravado por una responsabilidad que excede toda
ponderación exige no poca habilidad: y, sin embargo, ¿qué sería más
necesario que la jovialidad? No sale como es debido cosa alguna en la
que no participe la arrogancia. Solo el exceso de fuerza demuestra la
fuerza. Una transvaloración de todos los valores, este signo de
interrogación tan negro, tan enorme que arroja su sombra sobre quien lo
pone, una tarea tan fatídica fuerza en cada instante a correr para
colocarse donde a uno le dé el sol, a sacudir de sí una seriedad pesada,
que ha llegado a ser demasiado pesada. Todo medio que conduzca a ello
está justificado, todo «caso» será un caso afortunado, un golpe de
suerte. Sobre todo la guerra. La guerra era siempre la gran
prudencia de todos los espíritus que se habían vuelto demasiado
interiores, demasiado profundos; incluso en la herida sigue habiendo
fuerza curativa. Un dicho, cuya procedencia sustraigo a la curiosidad
erudita, ha sido desde hace largo tiempo mi divisa:
Increscunt animi, virescit volnere virtus
Otra curación, en determinadas circunstancias todavía más deseada para mí, es sonsacar a los ídolos…
En el mundo hay más ídolos que realidades: ésta es mi forma de «mirar
con malos ojos» este mundo, ésta es también mi forma de oírlo «con malos
oídos»… Plantear preguntas aquí con el martillo y,
quizá, oír como respuesta aquel famoso sonido hueco que habla de
entrañas flatulentas: qué delicia para uno que tiene oídos detrás de los
oídos, para mí, viejo psicólogo y flautista de Hamelín, ante el cual
precisamente aquello que desearía permanecer en silencio tiene que empezar a hablar…
Información texto 'El Crepúsculo de los Ídolos'