Introducción
La sombra.—Hace mucho tiempo que no te oigo hablar; quiero ofrecerte la oportunidad de que lo hagas.
El caminante.—¿Quién es? ¿Dónde hablan? Me parece que me oigo hablar, aunque con una voz más débil que la mía.
La sombra.—(Tras una pausa) ¿No te agrada tener la oportunidad de hablar?
El caminante.—¡Por Dios y por el resto de cosas en las que no creo! ¡Es mi sombra la que habla!: la estoy oyendo, pero no me lo creo.
La sombra.—Supongamos que así es. No pienses más en eso. Dentro de una hora habrá acabado todo.
El caminante.—En eso precisamente estaba yo pensando, cuando
en un bosque de los alrededores de Pisa vi unos camellos, primero dos y
luego cinco.
La sombra.—Bueno será que tanto tú como yo seamos igualmente
pacientes con nosotros mismos, una vez que nuestra razón guarda
silencio; de este modo, no usaremos palabras agrias en nuestra
conversación, ni nos pondremos reticentes el uno con el otro si no nos
entendemos. Si no se sabe dar una respuesta completa, basta con decir
algo; es la condición que pongo para charlar con alguien. En toda
conversación un tanto larga, el más sabio dice por lo menos una locura y
tres estupideces.
El caminante.—Lo poco que exiges no es muy halagador para el que te escucha.
La sombra.—¿Es que tengo que adularte?
El caminante.—Yo creía que la sombra del hombre era su vanidad y que, en tal caso, no preguntaría si había de adular.
La sombra.—Por lo que yo sé, la vanidad del hombre no pregunta, como he hecho yo dos veces, si puede hablar: habla siempre.
Leer / Descargar texto 'El Caminante y su Sombra'