Textos por orden alfabético de Gabriel Miró | pág. 6

Mostrando 51 a 60 de 95 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Gabriel Miró


45678

La Fruta y la Dicha

Gabriel Miró


Cuento


La frescura y delicia de las cerezas y de los albaricoques, que van llegando a la plenitud del sabor de sus sucos, de los colores y gracia de su forma y de la fragancia de su piel, traen siempre a Sigüenza el recuerdo de las josas y de los huertos, cuando están los frutales desnudos de fronda y prendidos delicadamente de flor nupcial. Y esas cerezas, ya grandes, con un brillo tierno, jugoso y frío en su encendimiento de sangre y de brasa, y esos albaricoques que huelen y saben a jardín romántico y a carne de mujer de una castidad tan melancólica y selecta que santificaría el mismo pecado, estas frutas presentan también a Sigüenza la emoción del verano, le colocan bajo un pórtico estival: desde él se ve la vida campesina, dorada, gloriosa —sin dejar de sentirse la primavera—, una vida grande, llameante y breve. Y recuerda también una mañana que comió una guinda o un albaricoque tan exquisito que quiso perpetuarlo y plantó el hueso en... ¿dónde plantaría ese hueso, Señor?

...Pues en esos «días frutales» se ha oído a sí mismo pronunciar: «seamos dichosos». Y al decirlo comenzaba a serlo; su vida se abría gozosamente para recibir los finos oreos y las largas contemplaciones de la dicha prometida. Porque en aquellas palabras había un principio de voluntad y de conciencia de la dicha, sin las cuales el hombre a quien las gentes envidian por venturoso se aburre, y el aburrimiento no es ni desgracia; es una tristeza obscura, confinada de humo que viene de las hogueras de los otros. ¿Habéis visto un niño que se aburre? Parece que se anticipe a una pobre mayor edad; un niño que se aburre es un remordimiento para los grandes. En la mirada de un niño aburrido ve Sigüenza las angustias de los hombres. Y un hombre que se aburre ha regresado a una infancia sin ternuras, sin tránsitos de ilusión, de exaltación.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 43 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Llegada

Gabriel Miró


Cuento


Son los barrios, en la psicología de las ciudades, como los flecos de un mantón rozagante que, si no manifiestan el primor de los realces y dibujos, dicen rudamente los colores de que está hecha toda la trama. Y los flecos o suponen el nacimiento o fin del tejido; y los barrios descubren el natural y originario color del alma de la ciudad o lo postrero de su carácter.

...¡Y líbreme el Señor de inferir la más leve filosofía del barrio de mi cuento!

Nuevecito y vistoso y arbolado era aquél. Lo habitaban gentes de humilde linaje, enriquecidas y alegres. Los hombres casi todos estaban gordos, pesados y morenos del sol de la ruda faena pasada en los muelles. Sus camisas rizadas por el almidón y aplanchado, parecían en ellos de muy cruda blancura y rigidez. Sus trajes, su calzado, su sombrero, el bastón de puño con labras de fauna monstruosa, la soga de oro del enorme reloj, todo expresaba el amoroso cuidado con que se llevaba y la solemnidad al vestirlo y colocárselo su dueño, mientras le contemplaría la familia con mudo contentamiento. El ideal de las hijas y mujeres era colgarse medallones, amuletos, dijes y onzas de las cadenas y pulseras, y vestir una bata larga y randada y lucirla sentadas en mecedoras, delante de sus portales o paseando por las aceras, oyendo recuestas de los mozos, que también trascendían a flecos de ciudad.

Era riguroso tener casa propia muy pintada; huertecita, aunque sólo rindiera higos, habas, sandías y albahacas; cabriolé o tartana con iniciales muy lindas, y jaca menuda y traviesa; y en el cementerio un nicho o panteón, con versos de oracionero y retrato de algún difunto, puesto entre flores de vidrio y porcelana...


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 47 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Mirada

Gabriel Miró


Cuento


«Y crio Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo crio; macho y hembra los crio». Y el esposo leía y se acordaba siempre con gran contentamiento de estas palabras del Génesis, porque se decía: «Si el Señor Todopoderoso se satisfizo para poblar la Tierra de Humanidad con sólo una pareja de esta especie, no peco yo, no pecamos nosotros (porque se refería a su matrimonio), privándonos de producir más hijos de los que tenemos, que también son dos, macho y hembra, como nuestros padres originales».

Es verdad que no era el santo y fervoroso deseo de su acercamiento a la divinidad lo que le llevaba a detener baldíamente los naturales y felices fines de toda varonía en su entereza, ni tampoco salacidad perversa de vicio forastero. ¡Oh, no! Venía todo de pobre egoísmo. Decíanse marido y mujer que, aun siendo más que medianamente ricos, como lo eran, el exceso de hijos menguaría el caudal, siguiéndose preocupaciones, atamientos, agobios, y que los hijos no podrían mirar sin aflicción de envidia la abundancia de los niños amigos. Con otros de padres de la medianía se juntaban, y todos hablaban de sus juguetes, de sus corderitos y campos y vestidos, y se enseñaban las meriendas tan distintas. Atravesábanse sus vocecitas, queriendo cada uno apagar las palabras del otro con el cuento y alabanza de lo suyo. Los amiguitos humildes oían la contienda de los dichosos con pena íntima, que les mojaba los ojos, y si alguna vez no podían reprimir la dulce tentación de decir de ellos, reíanse los otros, no creyéndolos.

—¡Qué desgracia, Señor! —suspiraban aquellos padres continentes—. ¡Si nuestros hijos mirasen un día con la tristeza que tienen los ojos de los niños humildes!


* * *


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 59 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Mujer de Ojeda

Gabriel Miró


Novela


Prefacio

Cuando me dijo Gabriel Miró que estaba escribiendo una novela, no hubo de parecerme extraño. Acometer las empresas difíciles, con esforzado ánimo y decidido propósito de alcanzar el lauro apetecido, es propio de quien, como Miró, aúna buena inteligencia y amor al estudio con el poderoso aliento de la sana juventud. En la noble aspiración del que escribe y quiere hacer algo, ese eterno algo que todos buscan por ser recabador de gloria, el primer vuelo de la fantasía por las regiones literarias de la novela, debe de ser recompensado con un aplauso. Para el que vence, será galardón de su triunfo; para el vencido, será fuerza nueva que le impulsará a seguir luchando.

No ha menester la novela de exordio alguno, ni van las presentes líneas a manera de prólogo; antes bien, es deber del que las escribe, hacer constar que forman a vanguardia de la obra, como nota de presentación al público lector. Éste es el crítico que, empíricamente o con fundamento científico, ha de juzgar. Y a tal juez he de advertir que el autor de La mujer de Ojeda cuenta veintidós años de edad, y que, lógicamente, a un autor novel no se le puede exigir lo que tenemos derecho a reclamar de un maestro.

Huir de la vulgaridad en la fábula y marcar buen gusto en la elección de los incidentes, amén de expresarse en neto castellano, son preceptos que, sin duda alguna, tuvo en cuenta Miró al componer su obra. Para lograr estilo, para ser personal, es necesario mucha práctica, ensayos repetidos. Para aumentar el poder inventivo y crear tramas originales con incidentes de interés, precisa la observación y larga experiencia. Cosas éstas que, según dicen, vienen con los años.


* * *


Leer / Descargar texto

Dominio público
100 págs. / 2 horas, 55 minutos / 150 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2020 por Edu Robsy.

La Nena de la Tos Ferina

Gabriel Miró


Cuento


De lejos, de una casa nueva, que remata en una torrecilla india con cuatro águilas de fundición, vienen por las noches, atravesando un solar vallado, aullidos de ahogo. Y la noche, tan inmóvil, tan dulce, se estremece de hipo.

Sigüenza deja su lectura y acude para mirar. ¡Qué delicia la del cielo enjoyado, la del silencio después del aullido! Y al remover otra página se vuelve con recelo hacia el foscor de la casa de las cuatro águilas. No es posible que los clamores salgan de ese edificio de elegancia dominguera. Pero de allí vienen siempre. Nadie hace caso. Lo que da miedo, el miedo de padecer, es que en esos gritos convulsos de estrangulación se ven las uñas de las manos que se niñean para aguantarse, para resistir desesperadamente, y el alarido de bestia se agota en una queja de garganta frágil de hija.

—Es una niña que tiene la tos ferina.

—¿Allá, enfrente?

—No; de allá enfrente es el eco. La niña vive en esta misma casa; en el piso más alto de todos.

...De día, las águilas de faldellín de hierro colado y membranas de foca, no hacen nada; pero, en lo profundo de la noche, se truecan en gárgolas horrendas y vivas que se tragan la tos de la nena y la precipitan de sus picos; y ella se oye a sí misma en la obscuridad toda de hierro hueco que agranda la tos y la vierte a pedazos.

Algunas tardes, se paran al pie de los balcones dos señoras con hijos pequeños, y preguntan por la nena enferma. Han de gritar muy recio para que las sientan desde lo alto, y han de atender a las criaturas que se quieren huir, aburridas del mismo coloquio de siempre.

—¿Que digo que cómo sigue?

De arriba va llegando la voz esparciéndose en el gozo de la claridad.

—¡Igual! No puede dormir. ¡Es una pena oírla!

—¿Qué?

—¡Que lo mismo!


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 42 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Niña del Cuévano

Gabriel Miró


Cuento


Estábamos acostados en las sombras, leves y movedizas, de las acacias, cuyo ramaje desmayaba por la graciosa pesadumbre de la flor.

Era en la soledad de la siesta. Veíamos caer alas secas de flores, y quedaban sobre nuestras frentes, o nuestras ropas, o en la tierra, y aquí las invadían prontamente las hormigas, que luego las dejaban; entonces venía algún codicioso gusanito; cerca de la marchita blancura se detenía, como acometido de súbita desconfianza. Nosotros no distinguíamos los ojitos del insecto; pero su formalidad humana, su incertidumbre, sus anhelos nos hacían verle ojos y hasta lentes.

Los flores no tenían el olor que ofrecen en la frescura de la tarde, olor místico, de novia besada, sino casi olor de bancal de hierba caliente. Mirando a lo alto del cielo parecían colgar con dulzura los racimos nevados, y en el íntimo y delicioso claustro de las hojas sonoreaba un estremecimiento de abejas.

Esperábamos en las afueras de la ciudad un carruaje, porque nos marchábamos a un pueblecito y bajo las acacias nos acostamos porque había sombra. Delante comenzaba el mar, de aguas quietas, fundidas en lámina pálida como tendida niebla.

Crujió la tierra a nuestra espalda y dijo una vocecita:

—¡Mérquenme este cuévano!

Y una rapaza nos presentó un hondo cuévano de mimbres aún verdes.

Era talludita y estaba pañosa, tostada y descalza; su cabeza redonda, cortados los cabellos, quizá por reciente mal, parecía de esclava.

Teníamos algunos menudos y pudimos socorrerla humildemente; pero el cesto no se lo compramos.

—Hace ahora mucho sol —le dijimos—, y todas esas casas campesinas míralas cerradas; por el camino no pasa sino algún perro vagabundo, y en la playa, solos están esos viejos barcos negros, rendidos sobre la arena. ¿Quién puede comprarte el cuévano?... Quédate a nuestra sombra.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 43 visitas.

Publicado el 13 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Novela de mi Amigo

Gabriel Miró


Novela corta


A la memoria del maestro Lorenzo Casanova


«Mis ojos han desfallecido de miseria.
Pobre soy yo y en trabajos desde mi juventud».

(Libro de los Salmos, LXXXVII)

I. Su infancia

Mi madre fue lavandera; mi padre, albañil. Tuve una hermanita que se llamaba Lucía. La vida de esta hermana puedo decir que se redujo al espanto de su muerte... Mi padre había salido a la faena; mi madre, a lavar en una acequia muy honda que pasaba cerca de nuestra casa. Lucita quedó a mi cuidado. Tenía yo diez años; ella no llegaba a tres; ¡qué digo tres: ni dos y medio! Jugamos con un gato largo y flaco, de piel de conejo de patio, manso, paciente por comodidad y egoísmo; cuando lo tomábamos guardaba sus viejas uñas y se fingía dormido. Después, jugamos a tiendas; es decir, era yo solo quien hacía de mercader y de criada que compraba azafrán, perejil, arroz, pimiento molido, cebollas, lentejas (fíjese en la humildad de nuestro comercio; y es que copiábamos en bromas las veras de lo que mercaba nuestra madre). Y Lucía, sentadita, con los ojos muy anchos... ¿Usted ha observado cómo miran los hermanitos a los hermanos grandes? ¡Qué admiración tan tierna y verdadera tienen esos ojos! Pues Lucita contemplaba mis manos y mi boca porque yo remedaba la voz, las falacias, los ademanes del abacero y la charla gritadora de las mujeres de su parroquia. Siendo tan chiquitina, demostraba saber su debilidad y menoría. Le pasmaba mi destreza para hacer cucuruchos de periódicos, y más que todo admiraba mi peso de cortezas de naranja... Pero también nos cansamos de las riendas. Entonces le dije si quería pan, porque yo tenía hambre. Busqué en la alacena. Y el pan era duro.

—Lo torraremos, ¿verdad? —le propuse—, y yo seré un hornero que cocería el pan que tú trajeses al horno, ¿quieres?


Leer / Descargar texto

Dominio público
63 págs. / 1 hora, 50 minutos / 104 visitas.

Publicado el 24 de julio de 2020 por Edu Robsy.

La Palma Rota

Gabriel Miró


Novela corta


I

—¿Llora usted, maestro? —decía bromeando con dulzura don Luis, el viejo ingeniero, a Gráez, el viejo músico, pálido y descarnado por enfermedades y pesadumbres.

—¡Oh, no es para tanto! —repuso irónico un abogado muy pulido y miope, con lentes de oro de mucho resplandor.

—¡Yo no sé si lloraba... pero estas páginas resuenan en mi alma como una sinfonía de Beethoven!

Y luego el músico, pasando de la suavidad a la aspereza, volviose y dijo al de los espejuelos:

—¡Que no es para tanto! ¡Qué saben ustedes los que viven y sienten con falsilla!

Y Gráez acomodose en su butaca para seguir leyendo. Tenía en sus manos un libro de blancas cubiertas: Las sierras y las almas; y encima estaba con trazos de carmín el nombre de su autor: Aurelio Guzmán.

¡Nos lo va a proclamar genio; y eso le falta a Guzmán!

¿Tan orgullosa es esa criatura? —preguntó Luisa, que atendía silenciosa enfrente de Gráez.

—Ustedes le conocen mucho. Ha sido compañero de su hermano.

—Apenas nos vemos. ¿Cuánto tiempo hace que no entra en esta casa, Luisa? —preguntó el padre.

—¡Oh, no recuerdo!

—Ni a ninguna —añadió el de los lentes.

—¿No son las águilas amigas de la soledad?

El abogado sonrió levemente como significando: ¡nos resignaremos a que Guzmán sea águila y todo lo que le plazca a este señor!

—¡Bendito sea el que resucita lo bello a la ancianidad y le mueve a amar el mismo dolor! —murmuró Gráez, y dejó salir gozosamente su mirada a los campos.


Leer / Descargar texto

Dominio público
48 págs. / 1 hora, 24 minutos / 99 visitas.

Publicado el 24 de julio de 2020 por Edu Robsy.

La Señora que Hace Dulces

Gabriel Miró


Cuento


Apenas llegó Sigüenza, quiso su prima llevarle a la solana para que viese el rosal trepador y la yedra que plantaron juntos, siendo chiquitos, al pie de los muros.

No lo consintió su madre. Era preciso que antes descansara en el sofá, al lado de su sillón de paja vestido de dril, que le refiriese puntualmente los encargos de familia, y lo que le sucediera en el camino, porque tía Paz era lectora muy devota de boletines y relatos de Misiones, y no comprendía un viaje sin peligros. Además, había de darle el jarabe de pina con agua fría de la fuente del Enebro, famosa entre todos los hontanares de la comarca; y después de ver el cuarto que le tenían preparado, irían donde quisiera su hija.

La cual juntó sus manitas, hizo un mohín delicioso de niña, y su zapatito de lona con suela de cáñamo, que en ella era como de disfraz de aldeana muy donosa, dio un menudo golpe de enojo en los blancos manises.

¡Perder la tarde hablando, Dios mío! ¿No venía su primo para un mes? ¡Pues tiempo quedaba! ¡Cuando saliesen a la solana ya no habría sol!

Alzose tía Paz, y gravemente fue a mirar el calendario colgado bajo la imagen de Santa Rita. Sigüenza y su prima se llegaron también, porque la santa tiene una espina en la frente, que contemplaban antaño subidos encima del viejo piano.

—¡Son las cuatro —dijo doña Paz—, y el sol se pone a las siete y algunos minutos!

—¡Ya ves! —le replicaron ellos—. Hay tiempo para todo.

Y se marchó Sigüenza con su prima a la solana.

La pobre señora les llamaba.

El rosal y la yedra, altos, grandes, se abrazaban tupidamente haciendo un trono de olorosa frescura, donde parecía dormir toda la infancia de los dos primos. Se miraban muy contentos de su labor de jardineros, pero la espina de Santa Rita, la pincha más sutil del rosal, dejaba una herida de melancolía en sus frentes...


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 63 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Tía Pobre

Gabriel Miró


Cuento


Hay en lo hondo de la casa un aposentillo con una ventana encima de un patio de baldosas húmedas y roídas. Suena, de tiempo en tiempo, el blando gotear de un caño oxidado, el golpe de una vasija que una mujer del sótano deja abandonada en la umbría de un rincón; sube el grito agudo y áspero de una rata atormentada, ahogada despacito en agua clara, para que vean toda su angustia los niños que han acudido de todos los pisos.

Arriba, el cielo es de una dulce claridad; va pasando su pureza y hermosura sobre los muros viejos y rezumantes de los patios, y se aleja al amor de los campos verdes, feraces, luminosos.

Ese aposento recibe una luz casta, inmaculada, la primera que baja a la casa. Los alborotos de los gorriones que tienen la querencia en las cobijas y en el arimez dejan por las tardes una impresión de árbol grande, caliente y vivo de nidos, árbol bondadoso que ampara el portal de los casales.

En aquel cuarto tiene su arca o su corre una señora vieja, seca, dobladita, rugosa, vestida de ropas negras, ajadas, que fueron de una hermana bella y bien casada, ya muerta; y la pobre señora las ha ido acomodando a la enjutez y ruina de su cuerpo. Todavía manifiesta el vestido vislumbres de elegancia marchita y ajena, que sorprenden y hacen que se vuelvan algunas curiosas mujeres para mirar a la señora del aposentillo.

Tiene, también, una salita con un balcón que cuelga sobre una calleja agobiosa como otro patio mojado y obscuro; pero hay una larga banda de azul magnífico de cielo donde prorrumpe la torre de una iglesia que, en los ocasos, arde como una antorcha de piedra encendida de sol.

En esa salita tiene la señora su cama, su cómoda lisiada, y dos butacas cuya osamenta desgarra el respaldar, el fondo y los costados, todo remendado muchas veces por sus manos; y en el balconcito, dentro de una olla de vientre cosido con lanas, florece una mata generosa de capuchinas.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 62 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

45678