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autor: Gabriel Miró textos disponibles


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El Señor de Escalona

Gabriel Miró


Cuento


En la primera mocedad de Sigüenza, algunos amigos familiares le dijeron:

—¿Es que no piensas en el día de mañana?

Y Sigüenza les repuso con sencillez, que no, que no pensaba en ese día inquietador, y citó las Sagradas Escrituras, donde se lee: «No os acongojéis diciendo: ¿qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos cubriremos?». Y todo aquello de que «los lirios del campo no hilan ni trabajan, y que las pajaricas del cielo no siembran, ni siegan, ni allegan en trojes...».

Y como aquellos varones rectos de corazón todavía insistiesen en sus prudentes avisos y comunicasen sus pensamientos a los padres, ya que el hijo no fuese ni lirio ni avecita, Sigüenza les preguntó que de qué manera había de pensar en el día de mañana.

Entonces ellos le respondieron:

—Estudios tuviste y ya eres licenciado.

¡Señor, él que ya no recordaba su título y suficiencia! Para estrados no aprovechaba por la pereza de su palabra; tampoco para Registros ni Notarías por su falta de memoria y voluntad.

En aquella época, un ministro de Gracia y Justicia, de cuyo nombre no puedo ni quiero acordarme, hizo una convocatoria para la Judicatura.

Y todos le dijeron:

—Anda; ¿por qué no te haces juez? Un juez es dueño del lugar; parece sagrado; todos le acatan, y además comienza por dieciséis mil reales lo menos.

Y Sigüenza alzó los hombros y murmuró:

—Bueno; ¡pues seré juez!


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5 págs. / 9 minutos / 39 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Señor Maestro

Gabriel Miró


Cuento


Estaba abierto el portal de la escuela porque ya era verano. ¡Pronto llegarían los gozosos meses de la vacación! Los chicos miraban desde sus bancos la tarde luminosa y callada de los campos dorados y maduros y el cielo descendiendo serenamente en la llanura.

La escuela había sido labrada dentro de los muros del viejo adarve, en lo postrero y alto de la aldea. Algunas cabras de los ganados que salían a pacer en la vera se asomaban roznando las matas, mordidas de las ruderas y grietas; los leñadores, que venían de lo abrupto, doblados por los costales verdes y olorosos, dejaban en el recinto fragancia y sensación de la tarde, de la altura alumbrada, libre, inmensa; la entrada de un diablillo-murciélago, el profundo zumbido de una abeja, dos mariposas blancas que volaban rasando el mapa de España y Portugal divertía ruidosamente a todos. Y el señor maestro no se enojaba.


* * *


Ya era pasada la hora de que los muchachos saliesen, y el viejo maestro no lo permitía, hablando, hablando; pero ellos no le hacían caso, y a hurto suyo se desafiaban y concertaban las pedreas en el eriazo del Calvario o se decían en cuál gárgola de la iglesia anidaba un cernícalo.

Y el señor maestro repetía su amonestación diaria, siembra de piedad. «¿Por qué habéis de coger los nidos? Yo digo que si lo hicierais por llevar a los pájaros chiquitines abrigo y mantenimiento creyendo que en el árbol y en el campo no lo tienen, casi casi se os podría perdonar... Torregrosa, estese quieto... Pero no, señor; agarráis un pobre pájaro; luego lo atáis, arrastrándolo por el aire... ¿Que no?...».

Los chicos estregaban los pies sobre las losas, tosían, golpeaban los bancos..., y el maestro los dejaba libres. Y salían gritando alborozadamente.


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5 págs. / 8 minutos / 62 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

En Automóvil

Gabriel Miró


Cuento


Audaz, raudo y glorioso hendía un automóvil la soledad y el silencio de los campos. Ibamos en él amigos buenos a un pueblo montañoso. Y decíamos con encendido entusiasmo y regocijo: “No debe ser justo ni lícito mirar esta máquina tan someramente que sólo veamos en ella riquezas, viaje, placer, expansión de su dueño; porque estos automóviles fuertes y viajeros llegan a ser como una vida palpitadora con poderío, voluntad y arrogancia suyos.”

Pasados los campos y lugares cercanos y sabidos, penetramos gozosamente en el paisaje nuevo, hosco, que parecía venir enemigo hacia nosotros, y ya a nuestro lado, se apartaba y tendía sumiso y amoroso entregándonos el olor de su vida y fortaleza.

Cielo, montañas, ríos, arboleda, casales, yuntas, piedras, hierbas que orillan los caminos, puentes, cruces, labriegos, humos y senderos... Todo nos "miraba” y dejaba alegría, dicha y ansias dominadoras.


... ¡Alma mía!
No aspires más allá de lo posible,
cual si fueras deidad...


Nos avisábamos con palabras de Píndaro. ¡Oh, el Tebano divino, cantor de púgiles y vencedores con el carro y cuadriga, qué ardiente loor no hubiera dicho sintiéndose arrebatado en el regazo de un automóvil, monstruo sin bridas, altivo, llevado por manos mozas y fáciles que lo dejan precipitar anhelosamente, y las ruedas corren, vuelan sin obediencia a vías ni relejes!...

El horizonte de serranía, que antes veíamos suave y esfumado en azul, llegaba a nuestro ojos alumbrado, desnudo, enseñando heridas, abismos, verdores de pastura, rojas torrenteras, gayas altitudes soberanas de silencio, ungidas de cielo...

Considerábamos ya el automóvil carne, ave, alma delirante, ebria de alegría. No hablábamos; creíamos ser nosotros los que desgarrábamos espacio y distancias arrojándolo todo a nuestra espalda...


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3 págs. / 5 minutos / 49 visitas.

Publicado el 13 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

En el Mar - Vinaroz

Gabriel Miró


Cuento


Las luces de la ciudad se hunden estremecidamente en las aguas negras del puerto.

Va engulléndose el barco a una muchedumbre cargada de hijos, de hoces y azadas, de fardelicos y costales de ropas pobres que huelen a hogar muy humilde; y hay un vocerío de feria aldeana.

Cuando la sirena del vapor ha arrastrado su lamento en el fondo de toda la noche, y comienza a latir la hélice entre un fresco ruido de espumas, Sigüenza sube al puente con su compañero de viaje. Es un ingeniero sencillo y bueno, que trae en cada zapato una piel de novillo andaluz, y parece algo pariente de Tomé Cecial.

Después de mucho tiempo de un recogido mirar las ventanas alumbradas del pueblo, ya remoto, esas ventanitas que son las pasiones y las tristezas y las amistades de los que se quedan, Sigüenza ha dicho:

—Desde que salimos estoy esperando la emoción que siempre imaginamos en los que se marchan. Los barcos que pasan frente a nuestro balcón llevan una carga dulcísima de románticas promesas, y ahora es la tierra, que se nos esconde, y las luces de aquellos vapores más lejanos que el nuestro, lo que me parece que codicio por hermoso. ¿No será esto un halago con que la realidad desconocida o renovada nos va convidando?

—¡Todo es posible! —le responde el ingeniero mirando los fanales y lámparas de la cubierta.

Y a poco añade:

—Te advierto que la instalación eléctrica de este buque es Jimmer; la de este buque y de todos los de la Compañía.

Sigüenza contempla a su camarada Tomé; oyéndole ha presentido que a su lado estaba la realidad.

Los pasajeros humildes dormían amontonados en el suelo húmedo, viscoso y negro; lloraban algunos niños chiquitos; se oía la queja, la voz cansada de una madre. Un poeta hubiese dicho que el cielo tendía sobre sus frentes el amparo de su techumbre, que palpitaba de estrellas. Pero Sigüenza jamás compuso un verso.


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4 págs. / 8 minutos / 43 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Estampas de un León y una Leona

Gabriel Miró


Cuento


I. El desierto

La leona venía despacio, dulce, tibia, encarnada de sol poniente, un sol redondo, de hierro vivo de fragua, que humeaba al entrarse en el arenal. Caminaba sintiendo el ritmo de todo su cuerpo, la sensación resbaladiza de sus ijares sudados, la condescendencia de su cola, que le pesaba blandamente de anca en anca. Le parecía que iba abriendo el silencio como una hierba tierna.

A media tarde, por el arco del horizonte, pasó una caravana, una larga hilera de camellos flacos, que, al recoger el olor de leona, se precipitaron a grandes zancadas, estampando rápidos triángulos en el azul. Y después, ni una nube, ni un ave, ni una ola de aire había removido la soledad del desierto y del cielo. Todo crispándose, tan seco, tan metálico, que la leona lo sentía vibrar como si tuviese un finísimo abejorro de plata en sus rapadas orejas.

La inmensidad de pliegues, de abolladuras, de aristas, de lomas y planicies, se moraba y enrojecía de crepúsculo. Semejaba que la leona estuviese siempre en medio del mismo ruedo, de un escudo abrasante de arena y de vaho, y en el borde comenzaban a subir unas palmeras diminutas, donde se quedó el león postrado frente al pozo, con los brazos tendidos, rectos, juntos; las garras, cerradas; todo en una actitud arquitectónica de capitel; pero un capitel que fuese lo único del monumento a que perteneció, y ha de seguir resistiendo un conjunto y participando de una armonía que han desaparecido.

La leona le pasó la hoja de lis de su lengua, quitándole la pulverización del desierto que se cristalizaba en su ceño sublime, y le enjugó dos lágrimas envejecidas; pero el león seguía mirando el filo del sol de las dunas, y ella se apartó del oasis sin decirle nada.

Ahora volvía hundiéndose hasta el vientre en lo esponjoso de las hoyadas, resbalándole las garfas con un ardiente crujido en los suelos apretados.


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14 págs. / 26 minutos / 34 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Estampas del Faro

Gabriel Miró


Cuento


I. La aparición

El fanal rueda muy despacio, tendiendo sus aspas de polvo de lumbre, y alguna vez las traspasa un buho, un autillo, que rebota loco y cegado por el relámpago de su cuerpo.

Bajo, truena la mar, quebrándose en los filos y socavones de la costa, y se canta y se duerme ella misma, madre y niña, acostándose en la inocencia de las calas.

Todo el cielo como una salina de luces, que en el horizonte se bañan desnudas y asustadas. Y la vía láctea parece recién molida en la tahona de la claridad del faro.

Hay una estrella encarnada casi encima del mar. Está muy quietecita mirándome.

Yo he venido de una masía de montaña. Costra, el pastor, y los dos labradores viejos, me han mostrado con la cayada y con sus manos, rudas y grandes de apóstoles de pórtico, las aldeas y veredas del firmamento. Esa estrella roja no se veía. Pero es que esa estrella está más baja que la ventanita de mi dormitorio.

—Eso no es una estrella; es el faro de la isla.

—¡Otro faro! —grito yo muy contento—. ¡Dos faros casi juntos!

—¡Casi juntos, no! Hay seis millas del uno al otro.

—Bueno: ¡y qué son seis millas!

Porque yo no lo sabía. Seis millas entre dos estrellas me hubiese parecido una distancia fabulosa de siglos; entre dos faros era tenerlos en mis manos como dos antorchas.


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14 págs. / 24 minutos / 39 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Figuras de la Pasión del Señor

Gabriel Miró


Cuento, religión


A mi madre, que me ha contado muchas veces la Pasión del Señor.

Judas

«Y dijo uno de sus discípulos, Judas Iscariote, el que le había de entregar: "¿Por qué no se ha vendido este ungüento en trescientos denarios para socorrer pobres?"».

(S. Juan, XII, 4, 5)

Levantaron las mujeres sus ojos al azul de la tarde, y prorrumpieron en palabras de júbilo y bendiciones al Señor.

Muy alto, entre Cafarnaum y Bethsaïda, venía el gracioso triángulo de una bandada de grullas.

Doce aves vio María Salomé. Y las contaba con nombres: Mateo, Tomás, Felipe, Bartolomé, Simón el Zelota, Santiago el Menor y su hermano Judas, Simón Kefa y Andrés su hermano, y Santiago y Juan. ¡La de la punta, el Rábbi! ¡Sus hijos, sus hijos volaban al lado de la grulla cabecera!

La madre de la mujer de Kefa sonrió descreídamente, porque sabía que su Simón guardaba la promesa de las llaves del Reino de los Cielos. Pero pronto olvidaron sus querellas para recibir devotamente el anuncio de la llegada del Maestro y los suyos. El Señor les enviaba su mensaje con las aves de cielo, porque todas las criaturas le pertenecían.

Y cuando bajaron los ojos a la tierra se les apareció un caminante entre las barcas derribadas sobre la frescura del herbazal.

Era un hombre seco, de cabellos rojos, que le asomaban bajo el koufieh de sudario mugriento; su mirada, encendida; sus labios, tristes.

María Salomé le gritó con gozoso sobresalto:

—¿Vienes también tú de parte del Señor?

El hombre se detuvo.

—¡El Señor! ¿Quién es el Señor? ¿Es el solitario que come langostas crudas de los pedregales y miel de los troncos, y camina clamando por el desierto?

Las mujeres se miraron pasmadas de la ignorancia del forastero.

—¡Ese fue Juan! Y lo degolló el Tetrarca en Mackeronte.


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279 págs. / 8 horas, 9 minutos / 195 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2020 por Edu Robsy.

Hilván de Escenas

Gabriel Miró


Novela


Preliminares

I. Escenario

Entre dos estribaciones enormes y fragosas del Aylona, serpea el valle de Badaleste, hondo y vicioso.

En el horcajo de tamañas sierras, en altitud bravía está Confines, viejo y parduzco pueblecillo sobre cuyo costroso hacinamiento de tejados verdinegros, eleva la decrépita Abadía su campanario estrecho, amarillento y alto, maculado junto a su cornisa por las rudas y ennegrecidas piedras que deja ver un desgarrón de la fachada.

Las paredes de las últimas casas del pueblo reciben ávidas las caricias de los primeros verdores del valle. Éstos se originan con escalones inmensos de ondulantes mieses, sombreadas de trecho en trecho por redondos olivos y talludos almendros de retorcidos y negrales troncos.

Turnan con los trigos tablares de lozanas hortalizas distribuidas en geométricas figuras; rumorosos maizales; aterronados barbechos; y de nuevo la mies sucede, alta, apretada, undosa, bajando en gradería, afelpando transversalmente en verdes franjas o en oleadas de oro el pie de las colinas.

Es diversa la decoración de la sierra: los manchones espesos de los pinares la obscurecen; almendros de gaya pompa trepan briosos por las laderas y las brochean de un verde claro; erizados espliegos, virtuosos romeros, cortezosos tomillos, punzantes aliagas, la sahúman y arrebozan espléndidamente. Pero la flora se detiene, se interrumpe de cuando en cuando, y aparece el cantorral gris o albarizo.

En los sitios más suaves y bajos de las estribaciones se dilata en prolongadas paralelas el pálido olivar; y arriba, en las más fieras altitudes, se descubren tersas calvicies cenicientas, rojizas gargantas; y entre las quebraduras se retuercen añosas y gemidoras encinas.


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103 págs. / 3 horas, 1 minuto / 104 visitas.

Publicado el 29 de julio de 2020 por Edu Robsy.

La Aldea en la Ciudad

Gabriel Miró


Cuento


Sigüenza ha entrado en la ancha calle de «todos los días», calle europea, recta, larga, con árboles esquilados que se juntan a lo lejos haciendo un macizo de verdura; con cables, que revibran como una cigarra enorme de este hondo ardiente de la ciudad. Todas las mañanas llega Sigüenza al mismo cantón de la calle, pasando por los mismos sitios, y al pisar las roídas losas y las desolladuras de cemento de la acera vuelve a vivir en las anteriores mañanas.

Todos recordamos que Kant salía puntualmente a las dos de la tarde de su casa de Koenigsberg, y se recogía a las tres, caminando siempre por los mismos lugares. Parece que esto fue lo único que vio del mundo de fuera. Y tampoco lo vio, porque iba entregado al mundo metafísico. Pues Sigüenza aventaja al filósofo en tardar más tiempo; en que el mundo de fuera, los desportillos y atolladeros de las baldosas le recuerdan el camino de su oficina, y, finalmente, se diferencia del varón de Koenigsberg en que éste andaría con el reposo del sabio, y Sigüenza con el atolondramiento de un hombre que llevase una recia cartera de negocios debajo del brazo, pero que no trae esa cartera. ¡Es terrible, Señor, tener prisa y no sentirla, y sentirla y no tenerla!

Y cuando esa mañana —que no es preciso determinarla porque es semejante a todas las mañanas— ha llegado Sigüenza a su parada de tranvía, ha visto que le miraba y se le acercaba un señor capellán.

—¿Usted sabe si este tranvía puede llevarme al Provisorato?

—«Ese» tranvía sólo puede dejarle en un escritorio.

Todas las mañanas encuentra Sigüenza los mismos pasajeros, y unos hidalgos que salen de casa a hora fija, no siendo Kant, son empleados.


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4 págs. / 8 minutos / 40 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Cabeza de Piedra, su Alma y la Gloria

Gabriel Miró


Cuento


La cabeza de piedra pasaba siglos de tedio al lado de una ojiva, en la cantonada más húmeda y fosca del claustro. El artista le dejó toda su alma, y la cabeza pensaba: «Se me va exprimiendo la piel de mi piedra en este olvido. Nadie me nombra; no me quiere ni el sol. Si el que me crió con aquellas manos que ardían y vibraban por dentro, me puso su alma y semejanza para que yo perpetuase su recuerdo, se engañó como en toda la vida desdichada de su carne. Escasos son los que reparan en mi presencia: dos enamorados que vinieron a mi soledad y se besaron mirándome; un hombre triste y muy pálido, que sonreía lo mismo que mi boca, y me dijo: «Estoy sufriendo como tú has sufrido»; una mujer que me arrancó una hierbecita en flor que me había salido en una herida de las sienes y se la guardó entre sus pechos, que temblaban... En cambio, esas gárgolas horribles de todo gozan, y se hablan y cantan; todas las gentes las ven y las celebran. ¡Cómo se reirán esos monstruos de mis pensamientos!»

Los monstruos no sabían que la cabeza pensara, quizá porque ellos, para decirse las cosas, sólo necesitaban la laringe de cañuto de plomo que les horadaba la figura. Eran un vampiro y un chacal; pertenecían a las vertientes grandiosas de la nave, de la linterna, de los contrafuertes, de las torres. La gárgola-vampiro tenía casi dobladas sus alas diablescas y una buba verde les roía las puntas de los cartílagos; sus orejas humanas se erguían ávidas del alborozo de los campaneros, de los gritos de los pájaros que rodeaban las agujas y veletas, del tránsito de los claustros, y su boca de mala vieja, que chupó la sangre helada de los difuntos, se había desgarrado de tanta agua que la iba pasando. La gárgola-chacal estaba agazapada detrás del Tiempo; parecía que sus flancos, sus músculos, sus huesos, fuesen a crujir y quebrarse, y sus patas delanteras se estiraban eternamente las fauces para dar toda la lluvia de los cielos.


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4 págs. / 7 minutos / 35 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

34567