Textos más descargados de Gabriel Miró publicados por Edu Robsy disponibles publicados el 27 de enero de 2021 | pág. 3

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autor: Gabriel Miró editor: Edu Robsy textos disponibles fecha: 27-01-2021


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Sigüenza Habla de su Tía

Gabriel Miró


Cuento


Me brinca y aletea el corazón por deciros que tuve una tía viejecita, cenceña, solitaria y rica.

¡Por Dios; que no halléis desabrido el cuento! Mirad que es de mucha mitigación para mi ánima, y de grande justicia para mi señora tía que yo haga andariega su memoria.

¡Oh, la pobrecita que siempre se estuvo quieta y recatada junto a las vidrieras de su aposento, tejiendo calzas, cuyos puntos contaba por jaculatorias, y alzando, de rato en rato, los cansados ojos hacia los muros húmedos y morenos de la parroquia de San Mauro! ¡Sí, sí, que sea su figura muy peregrina, y sabida de las gentes!

Mi tía nada más viajó una vez, y ésta, llevándome a su lado.

Aunque tenía hacienda copiosa, era mujer humilde; quieren decir algunos que por avaricia. No osare yo negarlo.

Vestía siempre ropas negras, lisas y rancias, y hasta para el viaje se tocó con mantellina de devota. Íbamos a un pueblecito cercano, donde también poseía heredades.

Compramos billete de segunda, el de los hidalgos pobres y labradores ricos. Ella sentose entre dos monjas y un señor rollizo y afeitado que luego se durmió bienaventuradamente. Yo, que iba en el cojín frontero, noté que mi tía llevaba en su regazo dos cestitos de mimbres; el más hondo, cubierto con un lenzuelo muy limpio que palpitaba todo, y de dentro salía un piar dulcísimo.

La señora inclinaba amorosamente los ojos. ¡Nunca la viera yo tan enternecida!

Platicando con las monjas, descuidose del lienzo, y las orillas de la rubia canasta se poblaron de cabezas de pollitos de atusado plumón que quisieron salir y solazarse por el coche.

Alborotose mi tía, y los redujo con mi auxilio. El viajero gordo nos miró y murmuró hosco y desdeñoso.

Llegaron las Hermanas al lugar de su residencia; después, el macizo caballero.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Sigüenza, el Pastor y el Cordero

Gabriel Miró


Cuento


La masía estaba en las sierras de Alcoy, sierras ásperas, amontonadas, que se desgarran en hoces y barrancos. Algunas veces son delicadas y graciosas, y se recogen, se ciñen femeninamente la fragosidad de sus faldas y producen una cañada húmeda y obscura, un verdadero regazo, mullido, labrado, donde reposa algún olivo de vejez perdurable y fecunda y tiende sus raíces la higuera napolitana que resuena de abejas.

Sucede también que estas sierras, después de haberse mostrado abruptas, cerriles, enemigas hasta en su color de estaño, que da una cabal impresión de aridez, y aun en su huello, que no deja descansar ni tocarlo, se hinchan, se redondean gruesamente y prorrumpen en un vientre generoso, blando y suave: es una loma rotunda, tierna y olorosa, como un pan enorme que parece que huele y sabe a casa labradora: loma llena de grama, de romero, de tomillo, de árnica, de sendas y piedras musgosas, que, al levantarlas, muestran su jazilla de humedad avivada de gusanitos y hormigas que nos tienen miedo.

Al comienzo de las laderas reposaba la masía donde fue Sigüenza buscando sosiego y salud. Había mucha viña escalonada, un viejo olivar y un huerto seco, casi yermo dorante el verano; pero, llegadas las primeras lluvias otoñales, se agrieta la tierra y van apareciendo los cogollos tiernecitos de las azucenas, y resucitan las hojas, de un color tostado de amaranto, de los rosales, y los viejos arbustos de la hierbaluisa, y las lilas se cuajan de yemas jugosas, y los crisantemos, renegridos por la sed, reciben el alborozo del nuevo verdor, y en cada miga de los terrones surge la pelusa del musgo, de las malvas y de otras matas cuyas semillas revientan, y nacen equivocadamente las hijas calentadas por el sol otoñal, que después las abandona y se mueren.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Razón y Virtudes de los Muertos

Gabriel Miró


Cuento


Dice Sigüenza que el amor más grande del hombre, además del amor al hijo, es el de su personalidad, de su conciencia, del sentimiento de sí mismo.

Este autosentimiento, esta visión de sí mismo, es el principio y efecto, la flor y el fruto de su vida, la luz y la sal de su vida, de la vida del ser complejo, conjunto sociable de muchas vidas o células sedentarias. Parece que somos una suma, una emulsión de treinta trillones de células. (¿Treinta trillones o sesenta trillones? Es igual.)

Sigüenza mira su carne; mira también, honestamente, la carne de los demás.

¡Cuánta célula, Señor! Y se maravilla de que en algunos cuerpos se produzca la preciosa unidad del sentimiento de los treinta trillones.

El trastorno de una de las principales entrañas altera o extingue la armonía de esa multitud federativa de menudas criaturas anatómicas. Miles de ellas perecen, pero el hombre todavía subsiste; o muere el hombre, apagose el sentimiento de sí mismo, y muchos millares de células prosiguen viviendo.

¡Pero qué nos importa ya esa vida esparcida! —exclama Sigüenza, pensando, no como pensaría un biólogo, sino sólo como unidad, como hombre1.

La muerte del conjunto, la disociación de los treinta trillones de células ha cegado, ha deshecho ese sentirse a sí mismo, que, sea un gozoso o desventurado sentimiento, es infinitamente amable y es bueno, porque es voluntad alumbrada y saber que se vive. Por eso nos horroriza el morir y tememos la locura.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Pastorcitos Rotos

Gabriel Miró


Cuento


Una abuelita con saboyana roja y corpiño negro, que lleva un reverendo pavo en sus brazos, camina descabezada sobre la verde lisura del tomo III de Luciano.

Hay en la orilla de un tintero de Talavera un viejo sentado en su peña, con montera de piel y capa pardal y zahones nuevecitos que antes tendía sus manos encima de lumbre de leña, y hogaño está manco y sus muñones se asoman al abismo de tinta.

En el cestillo de la labor de la madre yace derribado el negro rey Gaspar, cuya cabalgadura tiene una pata quebrada por la corva, y una labriega, que traía en la cabeza un añacal todo rubio de panes, contempla sus piernas entre la corona del mago.

Cerca del Epistolario Espiritual del venerable Juan de Ávila, una garrida lavandera se mira lisiada de brazos en el remanso de un espejito roto.

Y entre Rabelais, y algunas cuentas de mercaderes, asoma la donosa blancura de los rebaños. Y casi todos los corderos, hasta los recentales se doblan, se tuercen, se rinden por la flaqueza y ruina de los alambres de sus patitas y pezuñas, y lejos, en un trozo de soledad de la mesa, se amontonan zagalas con ofrenda de pichones, y pastores con presentalla de cabritos, de odres de vino, de cestas de huevos, de orzas de arrope, de manteca, de ristras de longanizas, de ramos de pomas y ponciles; y otras figuras más líricas, tañen adufes y rabeles, y otros muestran la gracia de la danza; y todos se asfixian bajo la escombra de molinos, de hornos, de un pozo, de un hostal cuya puerta no se abrió a los ruegos de la Santa Virgen María, y ahora tiene un portalazo como un antro hecho por ratas voraces.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Origen del Turrón

Gabriel Miró


Cuento


Pasa Sigüenza por la Huerta de Alicante. Es un hondo llano de jardines sedientos y de tierras labradas, de árboles viejos, grandes, patriarcales, de vides robustas y ardientes. La alegría, el halago fresco y azul del mar va siguiéndole hasta doblar los montes del confín, los bellos montes lisos y zarcos, y por las tardes, el sol muestra redondeces, collados, angosturas, casales y arboledas, todo rubio y de un color de carne y de rosas. Entonces esa serranía parece avanzar y ofrecernos toda su desnudez, toda su vida. Arden las cumbres con un triunfo, con una gloria humana y dolorida. Cruzan el cielo los pájaros buscando la querencia de las palmeras, de los cipreses solitarios que dan compañía y una sombra larga a los torreones moriscos, a las casas de placer, antiguas, venerables, las únicas que todavía dejan una emoción señorial en este paisaje roto por edificios nuevecitos, por hoteles pulidos, que no saben qué hacer en el silencio campesino...

Hay caminos profundos y callados entre tapiales de cal, entre morenas albarradas; ventas polvorosas con argollas y pesebres en las faenadas, y algún olmo agarrado ansiosamente a la humedad de un ribazo. Es una huerta terronosa y vetusta. El ruido de los árboles evoca la delicia del agua, y ver un bancal regado, decirlo, oír un rumor de acequia, trae el pensamiento de contar mucho dinero en un escritorio o quizá la memoria de un lance de sangre. La pureza, la canción del agua es lo que más mueve y mantiene la raíz y el breñal de la criminalidad levantina. Y la huerta se abre, se interrumpe de cuando en cuando, y aparece un caserío, un pueblo.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Ciudad

Gabriel Miró


Cuento


Algunas mañanas, cuando sale Sigüenza, halla que la ciudad es más grande y poderosa que otros días; parece que sólo ella quepa en la mañana. La ciudad retiembla, hierve, resuena y abrasa con un ímpetu que no encuentra anchura donde expansionarse, con una impaciencia que se devora a sí misma mitológicamente para crecer más con su hambre y su mantenencia. Y nosotros, y los árboles, y los pájaros, y el aire, todo, todo es ciudad, todo participa de su fragor y de su dureza. No tiene paisaje ni cielo; no la rodea la creación. Está ella sola.

Se oye el silbo de un tren. Un tren nos presenta siempre evocaciones campesinas. A Sigüenza le emocionan más las beldades que viajan que las de los saraos y teatros, por el misterio de las mujeres viajeras, por la melancólica idea de que no las volveremos a ver y porque esas mujeres viajeras, aunque no se asomen al camino, pasan sobre fondos de naturaleza. Las mujeres debieran amar el campo siquiera agradecidas de lo que el campo las favorece. Una mujer de espíritu patricio que huela a campo, que tenga la luz y el aliento del paisaje en su mirada, en sus cabellos, en su carne, en sus ropas, en toda su figura, es una vida tan primitivamente sagrada y triunfal, que, siendo ella, es a la vez un resumen de las gracias femeninas, y rinde con una dulce gloria al hombre. La mujer tiene entonces encanto de diosa; el velo de lo sagrado ha sido siempre la inquietud tentadora del hombre. Lo sagrado sin tentaciones que remediar se hallaría en una tristeza y soledad divinas inconcebibles...

Pero no ha de ataviarse el espíritu con naturaleza como se adorna un sombrero con frutas y flores y aves, porque hay el riesgo de que el tocado resulte demasiado geórgico...


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

En el Mar - Vinaroz

Gabriel Miró


Cuento


Las luces de la ciudad se hunden estremecidamente en las aguas negras del puerto.

Va engulléndose el barco a una muchedumbre cargada de hijos, de hoces y azadas, de fardelicos y costales de ropas pobres que huelen a hogar muy humilde; y hay un vocerío de feria aldeana.

Cuando la sirena del vapor ha arrastrado su lamento en el fondo de toda la noche, y comienza a latir la hélice entre un fresco ruido de espumas, Sigüenza sube al puente con su compañero de viaje. Es un ingeniero sencillo y bueno, que trae en cada zapato una piel de novillo andaluz, y parece algo pariente de Tomé Cecial.

Después de mucho tiempo de un recogido mirar las ventanas alumbradas del pueblo, ya remoto, esas ventanitas que son las pasiones y las tristezas y las amistades de los que se quedan, Sigüenza ha dicho:

—Desde que salimos estoy esperando la emoción que siempre imaginamos en los que se marchan. Los barcos que pasan frente a nuestro balcón llevan una carga dulcísima de románticas promesas, y ahora es la tierra, que se nos esconde, y las luces de aquellos vapores más lejanos que el nuestro, lo que me parece que codicio por hermoso. ¿No será esto un halago con que la realidad desconocida o renovada nos va convidando?

—¡Todo es posible! —le responde el ingeniero mirando los fanales y lámparas de la cubierta.

Y a poco añade:

—Te advierto que la instalación eléctrica de este buque es Jimmer; la de este buque y de todos los de la Compañía.

Sigüenza contempla a su camarada Tomé; oyéndole ha presentido que a su lado estaba la realidad.

Los pasajeros humildes dormían amontonados en el suelo húmedo, viscoso y negro; lloraban algunos niños chiquitos; se oía la queja, la voz cansada de una madre. Un poeta hubiese dicho que el cielo tendía sobre sus frentes el amparo de su techumbre, que palpitaba de estrellas. Pero Sigüenza jamás compuso un verso.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Señor de los Ataques

Gabriel Miró


Cuento


Don Claudio era alto y de entonada presencia. Vestía atildadamente; se teñía la barba y el cabello sin ningún designio falaz, porque sabía que todos lo sabían; calzaba zapatos que relumbraban como cristales; se sacaba los puños para mirarse los orientes de sus perlas en el inmaculado blancor; se miraba, también muy complacido, la punta doblada de su pañuelo de seda, caída dulcemente sobre el pecho, insignia ésta de singular y primorosa elegancia de don Claudio, porque muchos pretendieron traer así el pañizuelo, y después de afanosos dobleces habían de sepultar avergonzados todas las marchitas puntas en lo más hondo del alto bolsillo. No podían imitarle.

Don Claudio sonreía al hablar, al destocarse delante de las damas, y enseñaba unos dientes apretadísimos, limpios y menudos, de doncellita. Frecuentaba los estrados femeninos, y, aunque ruinoso, todavía le tuviera por la flor de la cortesía el mismo conde Baltasar de Casteglione.

Sin embargo, las madres de hijas doncellonas murmuraron con aspereza del caballero: «Este hombre, ¿qué pensamientos tiene?».

Pero cuando se les acercaba el gentil don Claudio, tan pulcro, tan exquisito y fragante de discretas esencias y de olor de ricos roperos, y les ofrecía una de sus galanas finezas, entonces aquellas señoras tornábanse blandas y ruborosas y parecían jovencitas, envueltas en la emoción melancólica del pasado.

...Y una noche, en la soledad de su casa, padeció don Claudio un ataque hemipléjico.

—¡Ese hombre en manos de criados! —dijeron adolecidas las señoras.

Y las hijas mustias de doncellez, bajaban la mirada, se mordían el labio un poquitín desdeñosas, ladeaban la cabeza, dábanse con el abanico unos golpecitos en el liso regazo. ¡Acaso no se buscó él mismo la desgracia de su abandono!


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

De los Balcones y Portales

Gabriel Miró


Cuento


Caminaba Sigüenza por lo más fragoso y bravío de la comarca alicantina. Era un valle hondo y muy feraz, entre dos sierras de faldas verdes de viña y panes, y las cimas de muchas leguas yermas entrándose en el cielo.

Los pueblecitos y aldeas pardeaban agarrándose temerosamente al peñascal.

Sigüenza viajaba en jumento, que era grande y viejo y algo reacio a los mandatos del espolique y a los suaves golpes de sus calcañares, pues montaba a la jineta y todo, aunque en silla de zaleas y de rudos aciones de soga.

Y llegó a un lugar que de todos los del valle era el más encumbrado. Al lado de las primeras casas había una fuente de seis caños muy abundantes. Después halló una plaza con una añosa noguera en medio y una iglesia de hastial moreno, torre remendada y una menuda espadaña que se dibujaba limpia y graciosa en el azul.

En esa plaza, entre bardales desbordantes de manzanos y duraznos, estaba la casona donde el cansancio de Sigüenza tuvo refrigerio y se le dio posada algunos días.

Me apresuro a deciros que no era aquello parador aldeano, sino honestísima morada de dos señoras doncellonas, hermanas de un magistrado de Teruel.

El comedor y algunos dormitorios y salas tenían balcones que eran deliciosos miradores de todo el paisaje; veíase la profunda vallina, la gracia de cielo pasando entre los montes; a lo último, el mar.

El portal daba a la plaza de la noguera. Y desde el hondo vestíbulo veíase la rozagante fronda de este árbol y los verdores de los frutales que reposaban en los cercados, y la pobre parroquia de color de pan campesino con un fondo gozoso de azul, y en el silencio, de tiempo en tiempo, se oía un andar cansado de leñadores, de caminantes, de cabreros, y alguna vez pasaba una bestia cargada de maíz tierno.

Pues las señoras consumían su vida sentaditas en la entrada, pero dando la espalda al nogal y a toda la plazuela.


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Un Viaje de Novios

Gabriel Miró


Cuento


La noble y vieja señora recibió a Sigüenza en su salita de labor.

Las sillas, los escabeles y el estrado eran de rancia caoba, vestidos de grana; los cuadros, apagados; las paredes, blancas. Era un aposento abacial.

Delante de la butaca de la dama había un alto brasero resplandeciente; y entre el follaje de azófar se veía arder, retorciéndose, una mondadura de lima. La olorosa tibieza de la sala daba una dulce sensación de intimidad, de recogimiento de casa abastada y sencilla. Así lo notaría la señora, porque luego de contemplar el moblaje, la alfombra, y de mirarse el viejo y rico jubón de terciopelo que traía, y sus botas de paño, puso la mirada en la copa de fuego, y suspirando dijo:

—¡Nada nos falta para nuestro abrigo! ¿No debemos estar alabando siempre a Dios, que nos libra de la miseria de tantos desventurados que irán de camino y no tienen pan ni leña?

Y la señora pidió su mantón de lana, como si ya sintiese el fino de los menesterosos.

No pueden negarse los sentimientos de piedad de esta dama, y aun creo que ni de ella ni de nadie. El Señor puso la lastima en todos los corazones. Todos nos afligimos por las ajenas miserias, y tanto, que hasta se nos incorpora el frío de los desnudos y hemos de pedir un mantón más para cubrirnos.

La señora estaba verdaderamente entristecida de compasión. En lo hondo del silencio se oía el grave pulso de un viejo reloj de pesas.

La esquilita del portal sonó alborozadamente. Acudió la criada, y unas voces de júbilo les quitaron de sus compungidos pensamientos.

Pasó un matrimonio mozo, nuevecito; hasta por sus ropas se descubría lo reciente del desposorio.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

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