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autor: Gabriel Miró editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento


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El Señor Cuenca y su Sucesor

Gabriel Miró


Cuento


Pasaba ya el tren por la llanada de la huerta de Orihuela. Se iban deslizando, desplegándose hacia atrás, los cáñamos, altos, apretados, obscuros; los naranjos tupidos; las sendas entre ribazos verdes; las barracas de escombro encalado y techos de «mantos» apoyándose en leños sin dolar, todavía con la hermosa rudeza de árboles vivos; los caminos angostos, y a lo lejos la carreta con su carga de verdura olorosa; a la sombra de un olmo, dos vacas cortezosas de estiércol, echadas en la tierra, roznando cañas tiernas de maíz; las sierras rapadas, que entran su costillaje de roca viva, yerma, hasta la húmeda blandura de los bancales, y luego se apartan con las faldas ensangrentadas por los sequeros de ñoras; un trozo de río con un viejo molino rodeado de patos; una espesura de chopos, de moreras; una palma solitaria; una ermita con su cruz votiva, grande y negra, clavada en el hastial; humo azul de márgenes quemadas; una acequia ancha; dos hortelanos en zaragüelles, espadando el cáñamo con la agramadera; naranjales, panizos; otra vez el río, y en el fondo, sobre el lomo de un monte, el Seminario, largo, tendido, blanco, coronado de espadañas; y bajo, en la ladera, comienza la ciudad, de la que suben torres y cúpulas rojas, claras, azules, morenas, de las parroquias, de la catedral, de los monasterios; y, a la derecha, apartado y reposando en la sierra, obscuro, macizo, enorme, con su campanario cuadrado como un torreón, cuya cornisa descansa en las espaldas de unos hombrecitos monstruosos, sus gárgolas, sus buhardas y luceras, aparece el Colegio de Santo Domingo de los Padres Jesuitas.

Sobre la huerta, sobre el río y el poblado se tendía una niebla delgada y azul. Y el paisaje daba un olor pesado y caliente de estiércol y de establos, un olor fresco de riego, un olor agudo, hediondo, de las pozas de cáñamo, un olor áspero de cáñamo seco en almiares cónicos.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Señor Maestro

Gabriel Miró


Cuento


Estaba abierto el portal de la escuela porque ya era verano. ¡Pronto llegarían los gozosos meses de la vacación! Los chicos miraban desde sus bancos la tarde luminosa y callada de los campos dorados y maduros y el cielo descendiendo serenamente en la llanura.

La escuela había sido labrada dentro de los muros del viejo adarve, en lo postrero y alto de la aldea. Algunas cabras de los ganados que salían a pacer en la vera se asomaban roznando las matas, mordidas de las ruderas y grietas; los leñadores, que venían de lo abrupto, doblados por los costales verdes y olorosos, dejaban en el recinto fragancia y sensación de la tarde, de la altura alumbrada, libre, inmensa; la entrada de un diablillo-murciélago, el profundo zumbido de una abeja, dos mariposas blancas que volaban rasando el mapa de España y Portugal divertía ruidosamente a todos. Y el señor maestro no se enojaba.


* * *


Ya era pasada la hora de que los muchachos saliesen, y el viejo maestro no lo permitía, hablando, hablando; pero ellos no le hacían caso, y a hurto suyo se desafiaban y concertaban las pedreas en el eriazo del Calvario o se decían en cuál gárgola de la iglesia anidaba un cernícalo.

Y el señor maestro repetía su amonestación diaria, siembra de piedad. «¿Por qué habéis de coger los nidos? Yo digo que si lo hicierais por llevar a los pájaros chiquitines abrigo y mantenimiento creyendo que en el árbol y en el campo no lo tienen, casi casi se os podría perdonar... Torregrosa, estese quieto... Pero no, señor; agarráis un pobre pájaro; luego lo atáis, arrastrándolo por el aire... ¿Que no?...».

Los chicos estregaban los pies sobre las losas, tosían, golpeaban los bancos..., y el maestro los dejaba libres. Y salían gritando alborozadamente.


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Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Niña del Cuévano

Gabriel Miró


Cuento


Estábamos acostados en las sombras, leves y movedizas, de las acacias, cuyo ramaje desmayaba por la graciosa pesadumbre de la flor.

Era en la soledad de la siesta. Veíamos caer alas secas de flores, y quedaban sobre nuestras frentes, o nuestras ropas, o en la tierra, y aquí las invadían prontamente las hormigas, que luego las dejaban; entonces venía algún codicioso gusanito; cerca de la marchita blancura se detenía, como acometido de súbita desconfianza. Nosotros no distinguíamos los ojitos del insecto; pero su formalidad humana, su incertidumbre, sus anhelos nos hacían verle ojos y hasta lentes.

Los flores no tenían el olor que ofrecen en la frescura de la tarde, olor místico, de novia besada, sino casi olor de bancal de hierba caliente. Mirando a lo alto del cielo parecían colgar con dulzura los racimos nevados, y en el íntimo y delicioso claustro de las hojas sonoreaba un estremecimiento de abejas.

Esperábamos en las afueras de la ciudad un carruaje, porque nos marchábamos a un pueblecito y bajo las acacias nos acostamos porque había sombra. Delante comenzaba el mar, de aguas quietas, fundidas en lámina pálida como tendida niebla.

Crujió la tierra a nuestra espalda y dijo una vocecita:

—¡Mérquenme este cuévano!

Y una rapaza nos presentó un hondo cuévano de mimbres aún verdes.

Era talludita y estaba pañosa, tostada y descalza; su cabeza redonda, cortados los cabellos, quizá por reciente mal, parecía de esclava.

Teníamos algunos menudos y pudimos socorrerla humildemente; pero el cesto no se lo compramos.

—Hace ahora mucho sol —le dijimos—, y todas esas casas campesinas míralas cerradas; por el camino no pasa sino algún perro vagabundo, y en la playa, solos están esos viejos barcos negros, rendidos sobre la arena. ¿Quién puede comprarte el cuévano?... Quédate a nuestra sombra.


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Publicado el 13 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Las Águilas

Gabriel Miró


Cuento


Cuando las cumbres se encendían de sol grande y nuevo, y los sembrados de la llanura y las tierras arboladas, los hondones y el río, aún quedaban en el misterio de un remanso de noche, pasaban entre las sierras dos águilas, y se perdían excelsas, penetrando en el cielo, declinante en bóveda sobre otros paisajes.

Si era mañana recatada y blanca de nieblas, las nieblas, dóciles a los costados de los montes, recogidas en la fronda, tendidas castamente al amor del río, y viajeras encima de la anchura de todo el valle, las águilas hendían el blanco humo, y envueltas en girones de gasas parecían muy negras, más solitarias, bravas, augustas como la de los Alpes, que viera Obermann conmovido de grandeza.

Y por las tardes, cuando las cumbres recibían la morada doración de sol grande y rendido y se iban apagando las laderas y el azul se desnudaba de color fundiéndose en palidez de cansancio, tornaban lentas las nobles aves.

Algunos días las águilas resbalaban muy altas en el lago del cielo del valle sin estremecer sus alas, trazando ondas y ruedos de vuelo, voluptuosidad de la mirada.

...Y los senderos abiertos en la serranía y en los cultivos, los buenos senderos que no nos parecen en quietud sino que se deslicen por lo liviano y lo fragoso como tranquilos manantiales; y los barrancos hoscos y húmedos o pedregosos y sedientos; y los gruesos verdores de los pinares; y los gentiles chopos asomados al río; y los tiernos campos regadizos y los añosos olivares que suben las laderas; y los casales esparcidos en la soledad, todo el valle, hondura, eminencias y cielo, todo estaba como ennoblecido, espiritualizado y sellado de la adustez y grandeza melancólica de las dos aves, que habían elegido la desgarradura de un peñasco para mansión suprema de su amor.


* * *


...Y llegó al valle de las águilas un hombre prendado del silencio, de la fuerza y de la paz de las montañas.


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Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Cadáver del Príncipe

Gabriel Miró


Cuento


El príncipe se moría poco a poco en su aldea natal.

Era joven, y se habían ya cansado sus entrañas, su sangre, toda su vida. Acudieron sabios de muchas tierras: le escudriñaban todo su cuerpo; y el príncipe se pasaba desnudo los días bajo los anteojos de nieve y los dedos flacos de los médicos.

Cortesanos y labradores se juntaban en los portales de la casa aldeana del señor. Como no habían contemplado a su holgura la gloria del príncipe, les embriagaba la fuerte emoción de saber y decirse las intimidades de la augusta naturaleza. Esperaban la salida de los sabios para oírles. Oían y palpaban la enfermedad del señor. Cada médico era un trozo de carne o de víscera de príncipe: uno era el hígado; otro, el corazón; otro, los riñones, según de lo que cada uno dijese que sanaba.

Las gentes iban en busca de sus familias y amistades, y parecían llevar en sus manos un vaso precioso con la desnudez corporal y la desnudez de los dolores del ungido. Y los enfermos se consolaban de su mal, y los sanos se complacían más en su salud.

Pero como los médicos eran de tan grande saber, prolongaban la agonía del príncipe. Estaban preparados los lutos y ceremonias; se habían ya repetido con melancólica reverencia: «vienen los días tristes de la orfandad del reino»; y sonreían al heredero. Sólo faltaba que el príncipe muriese. Palatinos, generales, ministros, magistrados y próceres paseaban su tedio jerárquico por la sembradura, por el encinar, por los prados. No se explicaban el antojo de morir en una aldea. Es verdad que en ella había nacido el príncipe. Viniendo la princesa madre de otras comarcas, le llegó el parto en el camino aldeano. Después, quiso que su hijo conociese el humilde lugar y que lo amase sobre todos los lugares de su reino.


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Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Rápido París-Orán

Gabriel Miró


Cuento


Hay en todos los pueblos un grupo romántico de señoritos mozos que acuden a oler el perfume de lo nuevo que pasa en el ferrocarril o diligencia, parados brevemente en la estación o en la plaza del lugar.

No es vana holganza lo que motiva sus lentos paseos hacia la estación o la espera en la plaza, sinos romanticismo, tal vez virgen o escondido aun para esos mismos corazones. Estos señoritos tienen en sus manos bastones; muestran cinturón con hebilla, que casi siempre forma una blanca herradura; calzan botas muy grandes cortezosas de lustre. Se desconoce la razón del radicalismo en tocarse: o traen el sombrero con grave perjuicio de los ojos, de puro hundido, o levemente puesto hacia atrás, dejando manifiesta la mitad del peinado.

...En la colina, sobre la verdura pasada del sol poniente, brota un copo de humo que se pierde en la cúpula del cielo.

Allí ha ido el mirar de los jóvenes. Después, atienden callados y contando sus pisadas crujidoras.

El señor jefe de estación, o la gorra del señor jefe —la única galoneada gorra del pueblo, olvidando la del señor alguacil— es para ellos evocación sagrada de todos los trenes. Y la miran respetuosamente; y miran amables a sus amigos, los viejos eucaliptos o las rugosas acacias, árboles ferroviarios, con sus pobres copas ahumadas.

Cuando aparece el negro y poderoso pecho de la máquina, se detienen los jóvenes. De ellos revisan su ceñidor; otros limpian con el pañuelo su calzado; y en el pecho de todos ha sonado un latido que no es el latido isócrono, vulgar, que sienten cuando andan por las callejas o platican en la farmacia o se aburren en las salas de sus casas y en el casino.

Ya parado el tren, los ojos lugareños recorren los cristales de los vagones y quedan entretenidos golosamente ante los de primera clase.


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Publicado el 16 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Figuras de la Pasión del Señor

Gabriel Miró


Cuento, religión


A mi madre, que me ha contado muchas veces la Pasión del Señor.

Judas

«Y dijo uno de sus discípulos, Judas Iscariote, el que le había de entregar: "¿Por qué no se ha vendido este ungüento en trescientos denarios para socorrer pobres?"».

(S. Juan, XII, 4, 5)

Levantaron las mujeres sus ojos al azul de la tarde, y prorrumpieron en palabras de júbilo y bendiciones al Señor.

Muy alto, entre Cafarnaum y Bethsaïda, venía el gracioso triángulo de una bandada de grullas.

Doce aves vio María Salomé. Y las contaba con nombres: Mateo, Tomás, Felipe, Bartolomé, Simón el Zelota, Santiago el Menor y su hermano Judas, Simón Kefa y Andrés su hermano, y Santiago y Juan. ¡La de la punta, el Rábbi! ¡Sus hijos, sus hijos volaban al lado de la grulla cabecera!

La madre de la mujer de Kefa sonrió descreídamente, porque sabía que su Simón guardaba la promesa de las llaves del Reino de los Cielos. Pero pronto olvidaron sus querellas para recibir devotamente el anuncio de la llegada del Maestro y los suyos. El Señor les enviaba su mensaje con las aves de cielo, porque todas las criaturas le pertenecían.

Y cuando bajaron los ojos a la tierra se les apareció un caminante entre las barcas derribadas sobre la frescura del herbazal.

Era un hombre seco, de cabellos rojos, que le asomaban bajo el koufieh de sudario mugriento; su mirada, encendida; sus labios, tristes.

María Salomé le gritó con gozoso sobresalto:

—¿Vienes también tú de parte del Señor?

El hombre se detuvo.

—¡El Señor! ¿Quién es el Señor? ¿Es el solitario que come langostas crudas de los pedregales y miel de los troncos, y camina clamando por el desierto?

Las mujeres se miraron pasmadas de la ignorancia del forastero.

—¡Ese fue Juan! Y lo degolló el Tetrarca en Mackeronte.


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Publicado el 25 de julio de 2020 por Edu Robsy.

La Nena de la Tos Ferina

Gabriel Miró


Cuento


De lejos, de una casa nueva, que remata en una torrecilla india con cuatro águilas de fundición, vienen por las noches, atravesando un solar vallado, aullidos de ahogo. Y la noche, tan inmóvil, tan dulce, se estremece de hipo.

Sigüenza deja su lectura y acude para mirar. ¡Qué delicia la del cielo enjoyado, la del silencio después del aullido! Y al remover otra página se vuelve con recelo hacia el foscor de la casa de las cuatro águilas. No es posible que los clamores salgan de ese edificio de elegancia dominguera. Pero de allí vienen siempre. Nadie hace caso. Lo que da miedo, el miedo de padecer, es que en esos gritos convulsos de estrangulación se ven las uñas de las manos que se niñean para aguantarse, para resistir desesperadamente, y el alarido de bestia se agota en una queja de garganta frágil de hija.

—Es una niña que tiene la tos ferina.

—¿Allá, enfrente?

—No; de allá enfrente es el eco. La niña vive en esta misma casa; en el piso más alto de todos.

...De día, las águilas de faldellín de hierro colado y membranas de foca, no hacen nada; pero, en lo profundo de la noche, se truecan en gárgolas horrendas y vivas que se tragan la tos de la nena y la precipitan de sus picos; y ella se oye a sí misma en la obscuridad toda de hierro hueco que agranda la tos y la vierte a pedazos.

Algunas tardes, se paran al pie de los balcones dos señoras con hijos pequeños, y preguntan por la nena enferma. Han de gritar muy recio para que las sientan desde lo alto, y han de atender a las criaturas que se quieren huir, aburridas del mismo coloquio de siempre.

—¿Que digo que cómo sigue?

De arriba va llegando la voz esparciéndose en el gozo de la claridad.

—¡Igual! No puede dormir. ¡Es una pena oírla!

—¿Qué?

—¡Que lo mismo!


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Crónica de Festejos

Gabriel Miró


Cuento


Los más poderosos señores de un lugar levantino, picados del tábano de los celos de un pueblo inmediato que hizo fiestas maravillosas, quisieron que las del suyo alcanzasen grandísimo lustre y nombradía.

Trazaban su programa teniendo delante el de los enemigos. Estaban igualados en danzas, luminarias, simulacro de batalla de moros y cristianos y bendición de un altar a Santa María de la Cueva, resplandeciente altar levantado a carga y sacrificio del vecindario, porque el señor rector dijo: «Un rico muy piadoso quiere costearlo solo, pero la gracia ha de llegar a todos; que hasta el más pobre y humilde arrime su hombro». Y todos lo arrimaron fervorosamente; quien con un cahiz de rubión, quien con un cántaro de vino generoso o una haldada de aceituna. Las mujeres subían odres y herradas de agua del hondo río, y los hombres arrastraban troncos cortados en los pinares. El señor rector les bendecía gritando: «¡Ellos hicieron altar, pero no como nosotros! ¡Lo he de decir a su ilustrísima!». La santa obra estaba ya acabada. Juntos los excelsos vecinos, acordaron que les faltaba un número de fiestas que les diese preeminencia sobre sus émulos, y entonces decidieron hacer Juegos Florales, como en la capital, de donde tomaron parecer y aviso, pues allí sabían toda minucia en punto a certámenes.

Lo costoso era alcanzar un mantenedor de fama, principalmente política: un ex ministro, ex director o diputado a cortes.


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Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

De los Balcones y Portales

Gabriel Miró


Cuento


Caminaba Sigüenza por lo más fragoso y bravío de la comarca alicantina. Era un valle hondo y muy feraz, entre dos sierras de faldas verdes de viña y panes, y las cimas de muchas leguas yermas entrándose en el cielo.

Los pueblecitos y aldeas pardeaban agarrándose temerosamente al peñascal.

Sigüenza viajaba en jumento, que era grande y viejo y algo reacio a los mandatos del espolique y a los suaves golpes de sus calcañares, pues montaba a la jineta y todo, aunque en silla de zaleas y de rudos aciones de soga.

Y llegó a un lugar que de todos los del valle era el más encumbrado. Al lado de las primeras casas había una fuente de seis caños muy abundantes. Después halló una plaza con una añosa noguera en medio y una iglesia de hastial moreno, torre remendada y una menuda espadaña que se dibujaba limpia y graciosa en el azul.

En esa plaza, entre bardales desbordantes de manzanos y duraznos, estaba la casona donde el cansancio de Sigüenza tuvo refrigerio y se le dio posada algunos días.

Me apresuro a deciros que no era aquello parador aldeano, sino honestísima morada de dos señoras doncellonas, hermanas de un magistrado de Teruel.

El comedor y algunos dormitorios y salas tenían balcones que eran deliciosos miradores de todo el paisaje; veíase la profunda vallina, la gracia de cielo pasando entre los montes; a lo último, el mar.

El portal daba a la plaza de la noguera. Y desde el hondo vestíbulo veíase la rozagante fronda de este árbol y los verdores de los frutales que reposaban en los cercados, y la pobre parroquia de color de pan campesino con un fondo gozoso de azul, y en el silencio, de tiempo en tiempo, se oía un andar cansado de leñadores, de caminantes, de cabreros, y alguna vez pasaba una bestia cargada de maíz tierno.

Pues las señoras consumían su vida sentaditas en la entrada, pero dando la espalda al nogal y a toda la plazuela.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

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