Textos más populares este mes de Gabriel Miró publicados por Edu Robsy | pág. 9

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autor: Gabriel Miró editor: Edu Robsy


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La Llegada

Gabriel Miró


Cuento


Son los barrios, en la psicología de las ciudades, como los flecos de un mantón rozagante que, si no manifiestan el primor de los realces y dibujos, dicen rudamente los colores de que está hecha toda la trama. Y los flecos o suponen el nacimiento o fin del tejido; y los barrios descubren el natural y originario color del alma de la ciudad o lo postrero de su carácter.

...¡Y líbreme el Señor de inferir la más leve filosofía del barrio de mi cuento!

Nuevecito y vistoso y arbolado era aquél. Lo habitaban gentes de humilde linaje, enriquecidas y alegres. Los hombres casi todos estaban gordos, pesados y morenos del sol de la ruda faena pasada en los muelles. Sus camisas rizadas por el almidón y aplanchado, parecían en ellos de muy cruda blancura y rigidez. Sus trajes, su calzado, su sombrero, el bastón de puño con labras de fauna monstruosa, la soga de oro del enorme reloj, todo expresaba el amoroso cuidado con que se llevaba y la solemnidad al vestirlo y colocárselo su dueño, mientras le contemplaría la familia con mudo contentamiento. El ideal de las hijas y mujeres era colgarse medallones, amuletos, dijes y onzas de las cadenas y pulseras, y vestir una bata larga y randada y lucirla sentadas en mecedoras, delante de sus portales o paseando por las aceras, oyendo recuestas de los mozos, que también trascendían a flecos de ciudad.

Era riguroso tener casa propia muy pintada; huertecita, aunque sólo rindiera higos, habas, sandías y albahacas; cabriolé o tartana con iniciales muy lindas, y jaca menuda y traviesa; y en el cementerio un nicho o panteón, con versos de oracionero y retrato de algún difunto, puesto entre flores de vidrio y porcelana...


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4 págs. / 7 minutos / 48 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Final de Mi Cuento

Gabriel Miró


Cuento


Como los personajes trazados en mi artículo los conoció íntimamente la señora de Villalba, vieja, maldiciente y también escritora, me pidió que se lo leyese antes de entregarlo.

Acomodose la señora en su butaca de grana; abandonó en su regazo la media que estaba urdiendo; quitose los resplandecientes espejuelos, y aguardó.

Y yo leí:

...Descansaba llena de luna la noche, y pareció suspirar y estremecerse como una doncella dormida, volviéndose, desnuda y casta, en la blancura de su lecho. Y la respiración de la noche, atravesando los huertos, pasó por las ventanas y aromó al poeta. La aspirada delicia le distrajo y dejó comenzada la estrofa.

Creando la vida de su fábula, atendiendo el íntimo pulso, los regocijos y tristezas de sus criaturas, se había olvidado de la «amada», de la noche.

La fragancia de rosas, de árboles floridos, de verdores recientes, de inmensidad, que le había acariciado las sienes y oreado el alma, le atrajo a la vida que él tomaba para llevarla a los hijos alumbrados en sus libros, sin apenas gozarla, como pican y traen las aves el sustento a los pichones, sin quedarse nada para su hambre...

Entonces subió y envolvió al artista toda la grandeza del silencio, de la soledad, y vivió en sí mismo, pareciéndole que los hijos de su arte se escondían y callaban bajo las blancas losas de las cuartillas.

La estancia era amplia, abrigada con tapices ya pálidos, nublados por los años, y los muebles, anchos y propicios a la meditación y bellas quimeras del maestro. Un grande acero bruñido, traído de un viejo palacio de Florencia, colgaba como espejo, encima de la mesa de trabajo.


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4 págs. / 7 minutos / 49 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Compasión

Gabriel Miró


Cuento


Vivía don Isidoro con su hija, cuyo esposo muriera, y con sus nietos, dos chicos muy rollizos, blancos y alegres.

Tenían casa grande y sencilla, de ancho zaguán enlosado, y las habitaciones con puertas y zócalos de labrado roble como de sacristía y coro de catedral.

Una heredad poseían en la sierra, edificio viejo y moreno, rodeado de huertas, cuyos árboles, siendo todos lozanos y esquilmeños, todavía semejaban más verdes, más frescos y viciosos por lo apagado y rudo de la casa.

Don Isidoro había visitado muchos y remotos países, y de sus viajes y empresas trajo para la vejez dineros y enseñanzas.

Su viudez antes, y luego el casamiento de la hija con hombre vehementísimo y crapuloso, le afligieron reciamente. Y cuando éste murió, apartado del hogar, don Isidoro llevose al suyo a los huérfanos y a la madre, pálidos, asustados. Pero pronto la vieja y grande casa del abuelo se remozó en el contento del amor y la paz.

Don Isidoro no iba al casino a malsinar del gobierno y de las gentes. Tenía sosiego, hija dulcísima, alegría de nietos hermosos, grandes rentas, y todo esto, sus memorias y algunos estudios le llevaron a ser filósofo. Y lo fue tierno y optimista, aunque el optimismo suyo no era «el del esclavo que se cree dichoso, ni el del enfermo que no siente su mal».

Hallaba don Isidoro que la naturaleza era buena y hermosísima, y sólo en el hombre se escondía lo malo; pero esto tenía remedio, porque limando y quitando de la criatura humana el germen de la crueldad, la vida resultaría de una completa bienaventuranza. Y para conseguirlo se necesitaba cuidar de esa pobre criatura humana desde su nacimiento, desde muy criatura.


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4 págs. / 7 minutos / 43 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Presagio

Gabriel Miró


Cuento


Naturalmente somos los alicantinos distraídos, indolentes y pacíficos. No cavamos nuestra alma con lentas y profundas meditaciones ni resistimos mucho tiempo un mismo pensamiento.

Es verdad que lo nuevo, lo inesperado, nos intranquiliza y alborota, y que lo decimos y comentamos, y de todo contendemos muy ardientemente, viéndolo desemejante por excesos imaginativos. Mas luego vienen las zumbas y risas y el olvido, y somos dichosos en la dejadez, indiferencia y socarronería.

Hay en el diccionario un vocablo que sospecho extraído de la cantera espiritual de nuestro pueblo. Alicantina, f. fam.: «treta, astucia o malicia con que se procura engañar o no ser engañado».

De modo que no necesitamos de bizarrías, audacias ni de costosas empresas. Nos basta con una alicantina o varias, y se desliza nuestra vida placenteramente, contemplando el mar liso, bruñido, perezoso, y los campos, secos, amarillentos; todo cegador de lumbre, que hace entornar los ojos y nos predispone para una siesta eterna y venturosa. A esto y a nuestros buenos padres los árabes culpamos de nuestro temperamento. Otros antiguos contribuirían también. Yo no sé lo que de nuestra psicología hubiera escrito Stendhal, la señora Stäel, Taine... Da lo mismo. Quizás Unamuno nos diría cuatro lindezas o cuatro frescas. Perdería el tiempo.


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4 págs. / 7 minutos / 74 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Mirada

Gabriel Miró


Cuento


«Y crio Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo crio; macho y hembra los crio». Y el esposo leía y se acordaba siempre con gran contentamiento de estas palabras del Génesis, porque se decía: «Si el Señor Todopoderoso se satisfizo para poblar la Tierra de Humanidad con sólo una pareja de esta especie, no peco yo, no pecamos nosotros (porque se refería a su matrimonio), privándonos de producir más hijos de los que tenemos, que también son dos, macho y hembra, como nuestros padres originales».

Es verdad que no era el santo y fervoroso deseo de su acercamiento a la divinidad lo que le llevaba a detener baldíamente los naturales y felices fines de toda varonía en su entereza, ni tampoco salacidad perversa de vicio forastero. ¡Oh, no! Venía todo de pobre egoísmo. Decíanse marido y mujer que, aun siendo más que medianamente ricos, como lo eran, el exceso de hijos menguaría el caudal, siguiéndose preocupaciones, atamientos, agobios, y que los hijos no podrían mirar sin aflicción de envidia la abundancia de los niños amigos. Con otros de padres de la medianía se juntaban, y todos hablaban de sus juguetes, de sus corderitos y campos y vestidos, y se enseñaban las meriendas tan distintas. Atravesábanse sus vocecitas, queriendo cada uno apagar las palabras del otro con el cuento y alabanza de lo suyo. Los amiguitos humildes oían la contienda de los dichosos con pena íntima, que les mojaba los ojos, y si alguna vez no podían reprimir la dulce tentación de decir de ellos, reíanse los otros, no creyéndolos.

—¡Qué desgracia, Señor! —suspiraban aquellos padres continentes—. ¡Si nuestros hijos mirasen un día con la tristeza que tienen los ojos de los niños humildes!


* * *


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3 págs. / 5 minutos / 60 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

En Automóvil

Gabriel Miró


Cuento


Audaz, raudo y glorioso hendía un automóvil la soledad y el silencio de los campos. Ibamos en él amigos buenos a un pueblo montañoso. Y decíamos con encendido entusiasmo y regocijo: “No debe ser justo ni lícito mirar esta máquina tan someramente que sólo veamos en ella riquezas, viaje, placer, expansión de su dueño; porque estos automóviles fuertes y viajeros llegan a ser como una vida palpitadora con poderío, voluntad y arrogancia suyos.”

Pasados los campos y lugares cercanos y sabidos, penetramos gozosamente en el paisaje nuevo, hosco, que parecía venir enemigo hacia nosotros, y ya a nuestro lado, se apartaba y tendía sumiso y amoroso entregándonos el olor de su vida y fortaleza.

Cielo, montañas, ríos, arboleda, casales, yuntas, piedras, hierbas que orillan los caminos, puentes, cruces, labriegos, humos y senderos... Todo nos "miraba” y dejaba alegría, dicha y ansias dominadoras.


... ¡Alma mía!
No aspires más allá de lo posible,
cual si fueras deidad...


Nos avisábamos con palabras de Píndaro. ¡Oh, el Tebano divino, cantor de púgiles y vencedores con el carro y cuadriga, qué ardiente loor no hubiera dicho sintiéndose arrebatado en el regazo de un automóvil, monstruo sin bridas, altivo, llevado por manos mozas y fáciles que lo dejan precipitar anhelosamente, y las ruedas corren, vuelan sin obediencia a vías ni relejes!...

El horizonte de serranía, que antes veíamos suave y esfumado en azul, llegaba a nuestro ojos alumbrado, desnudo, enseñando heridas, abismos, verdores de pastura, rojas torrenteras, gayas altitudes soberanas de silencio, ungidas de cielo...

Considerábamos ya el automóvil carne, ave, alma delirante, ebria de alegría. No hablábamos; creíamos ser nosotros los que desgarrábamos espacio y distancias arrojándolo todo a nuestra espalda...


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3 págs. / 5 minutos / 55 visitas.

Publicado el 13 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Águila y el Pastor

Gabriel Miró


Cuento


Un águila seguía siempre al rebaño. Su grito resonaba en todo el ámbito azul del día; las ovejas se paraban mirándola; a veces volaba tan terrera que se sentía el ruido de sus plumas y de su pico y toda su sombra pasaba por los vellones de las reses.

Tendíase el pastor encima de la grama, y se apretaba el ganado contra el peñascal del resistero. Todo el hondo era de sol: labranza roja, árboles tiernos, huertas cerradas, caseríos como escombros, caminos hundidos en el horizonte del humo...

El pastor pensó: «Veo más mundo del que podré caminar en mi vida, y él no me ve; si ahora viniese el hijo del amo y yo lo despeñara, nadie lo sabría, estando delante de tanta tierra».

Se revolvía muy contento, hundiendo la nuca en el herbazal; pero le roía la frente una inquietud como de párpado que quiere abrirse, y alzaba los ojos. Agarrada a las esquinas de un tajo, doblándose toda, le miraba el águila. El pastor botaba y maldecía y apuñazaba el aire como un poseído. Crujía su honda y zumbaba su cayado. Y el águila se iba elevando.

Cuando se acostaba en la besana la sombra del monte, el pastor recogía su rebujal; el mastín sendereaba a los recentales y acudía por las ovejas zagueras. Arriba, despacio y recta, volaba el águila, vigilándoles su camino.

Toda la soledad estaba para el hombre llena del furor de los ojos del ave flaca y rubia; se sentía adivinado en sus pensamientos. ¿No hubo palomas enamoradas de hombres y corderos apasionados de mujeres? Pues el pastor y el águila se aborrecían. «¿Desde dónde estará mirándome ahora?» —se preguntaba de noche el pastor. Y escondió armadijos cerca de la majada, y les puso cebo de carroña, de tasajo y hasta de pan de su comida.


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3 págs. / 5 minutos / 48 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Las Campanas

Gabriel Miró


Cuento


La mano de membrana vieja del campanero se agarra al nudo de la soga, y principia a tirar como de un fuelle de herrería. La soga sube por lo fosco de una verja y de una lápida sudada de sepultura; y traspasa la nave y todo el cuello moreno de la torre. El tirón remueve los hombros de madera de la esquila del alba, que estaba durmiendo en el último cigoñal. Se tuerce, se va doblando, y cabecea y canta. Tiene un tono infantil y fresco. A su lado tiembla un alboroto de pájaros que se marchan a ganarse la vida. El cielo acaba de rasgarse tiernamente como la piel de una fruta; y le sale un zumo de color de rosa. En la delgada herida aparecen los contornos de la ciudad; después, la felpa negra de los pinares; y se cincela la dulce forma de dos colinas hermanas. Está deshilándose la niebla que la noche ha tejido en el carcavón; y se desnuda un prado, nuevecito del relente, y un camino que retoza muy contento.

Lo mira compadeciéndose la «Campana-Madre-1766». Son casi de la misma edad. Gruesa y pacífica, se duele de la inquietud del camino. ¡Dónde irá tan gozosa esa criatura, si ha de volver con la tierra descalza y cansada esta tarde como todas las tardes! Tiene razón; al anochecer, parece que los caminos vuelvan a los pueblos.


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Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Cabeza de Piedra, su Alma y la Gloria

Gabriel Miró


Cuento


La cabeza de piedra pasaba siglos de tedio al lado de una ojiva, en la cantonada más húmeda y fosca del claustro. El artista le dejó toda su alma, y la cabeza pensaba: «Se me va exprimiendo la piel de mi piedra en este olvido. Nadie me nombra; no me quiere ni el sol. Si el que me crió con aquellas manos que ardían y vibraban por dentro, me puso su alma y semejanza para que yo perpetuase su recuerdo, se engañó como en toda la vida desdichada de su carne. Escasos son los que reparan en mi presencia: dos enamorados que vinieron a mi soledad y se besaron mirándome; un hombre triste y muy pálido, que sonreía lo mismo que mi boca, y me dijo: «Estoy sufriendo como tú has sufrido»; una mujer que me arrancó una hierbecita en flor que me había salido en una herida de las sienes y se la guardó entre sus pechos, que temblaban... En cambio, esas gárgolas horribles de todo gozan, y se hablan y cantan; todas las gentes las ven y las celebran. ¡Cómo se reirán esos monstruos de mis pensamientos!»

Los monstruos no sabían que la cabeza pensara, quizá porque ellos, para decirse las cosas, sólo necesitaban la laringe de cañuto de plomo que les horadaba la figura. Eran un vampiro y un chacal; pertenecían a las vertientes grandiosas de la nave, de la linterna, de los contrafuertes, de las torres. La gárgola-vampiro tenía casi dobladas sus alas diablescas y una buba verde les roía las puntas de los cartílagos; sus orejas humanas se erguían ávidas del alborozo de los campaneros, de los gritos de los pájaros que rodeaban las agujas y veletas, del tránsito de los claustros, y su boca de mala vieja, que chupó la sangre helada de los difuntos, se había desgarrado de tanta agua que la iba pasando. La gárgola-chacal estaba agazapada detrás del Tiempo; parecía que sus flancos, sus músculos, sus huesos, fuesen a crujir y quebrarse, y sus patas delanteras se estiraban eternamente las fauces para dar toda la lluvia de los cielos.


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Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Río y Él

Gabriel Miró


Cuento


Desde su origen, el río se amó a sí mismo. Sabía sus hermosuras, el poder de su estruendo, la delicia de sus rumores de suavidad, la fertileza que traía, la comprensión fuerte y exacta de su mirada.

Lo cantaban los poetas; las mujeres sonreían complacidas en sus orillas; los jardines palpitaban al verse en sus aguas azules; los cielos se deslizaban acostados en su faz; las nieblas le seguían dejándole sus vestiduras, y bajaba la luna, toda desnuda, y se desposaba con cada gota y latido de su corriente.

Era muy bueno. Quizá fuese tan bueno en fuerza de amarse tanto, porque se amaba amándolo todo en sí mismo. Es verdad que algunas veces consentía que se le incorporasen otros caudales extraños, unos arrabaleros de monte que le daban sus sabores y siniestros, hinchándolo y apartándolo de la serenidad de la madre. Entonces cometía hasta ferocidades. No veía ni poetas, ni mujeres, ni jardines. Nada. Se quedaba ciego. Pero, entonces, no era el río, sino la riada. El verdadero río era un lírico de bien. Lo toleraba todo. Cuando más anchamente se tendía por el llano, le quebraban el camino, cavándoselo; tenía que derrocarse; se precipitaba buscándose; se despedazaba y bocinaba torvo y rápido, exhalando un vaho de espumas, un tumulto pavoroso. Unas turbinas le arrancaban la fuerza torrencial. Y él no se enfadaba. Otras veces le salía un caz del molino. Nada tan inocente y tranquilo como un caz. Y el río, tan sabio y grande, le obedecía, dándole un brazo para moler el pan de los hombres. No es que se dejara embaucar. ¡Ni cómo habían de engañarle siendo de una rapidez maravillosa para comprenderlo todo! Se asimilaba todo lo que pasaba sobre su cuerpo y a su lado: aves, nubes, rebaños, praderas, monasterios, cortinales blancos de granjas, frondas viejas, senderos, aceñas, cruces de término, fábricas con chimeneas; hasta el humo de hulla subiendo al azul lo copiaba él atónitamente.


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3 págs. / 5 minutos / 41 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

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