Textos más populares esta semana de Gabriel Miró publicados por Edu Robsy | pág. 3

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autor: Gabriel Miró editor: Edu Robsy


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El Molino

Gabriel Miró


Cuento


La mañana es más clara y gozosa en torno del molino.

Ruedan las velas henchidas, exhalando una corona de luz como la que tienen los santos.

En el reposo caliente y duro parece que se oiga la senda rajándose de sol y hormigueros. El viento que bajó de la quebrada, y se durmió en la pastura, y se puso a maldecir en los vallados y en el cornijal de las heredades, da un brinco y se sube al molino, y tiembla y bulle en las aspas de lona.

Las seis alas se juntan en una para los ojos: la que está en lo alto y hace más jovial y más fresco el azul. Y desde arriba canta una tonada de brisa luminosa que dice:

—¡Buen día y pan!

Ya no tiene que trabajar la muela, o se ha marchado el viento antes que el maquilero, y el molino se va parando, parando...

Se queda inmóvil y como desnudo.

Una hormiga gorda, sin soltar el grano que cogió del portal, le murmura a su comadre:

—¡Mira el molino! ¡Tenía una vela remendada!

La comadre se ríe, frotándose los palpos.

—¡Válgame! ¡Tanta vanagloria, y con un remiendo!

Se marchan muy ahina a su troje de la senda para contar el secreto del molino.

El molino no las ve. Sólo atiende hacia las grandes distancias, esperando. Sus seis velas son seis hermanas cogidas de los brazos y de las túnicas de virgen, y también aguardan, calladas, en el azul.

Pero es verdad: una tiene un remiendo, y cuando todas volaban, el remiendo florecía de color suave de trigo y de miel en la blancura de las otras alas.

Ha saltado otra vez el aire. Se comban y crujen las entenas, y, al rodar, parece que se alzaron juntas todas las palomas de la comarca. ¡Qué gozo da el molino y su campo! Trasciende el grano y la harina. La vela remendada esparce gloriosamente su color maduro de sol en la corona de blancura que tejen sus mejillas sobre el cielo. El remiendo entona las claridades en lo alto, y, bajo, hace candeal.


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1 pág. / 2 minutos / 43 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Río y Él

Gabriel Miró


Cuento


Desde su origen, el río se amó a sí mismo. Sabía sus hermosuras, el poder de su estruendo, la delicia de sus rumores de suavidad, la fertileza que traía, la comprensión fuerte y exacta de su mirada.

Lo cantaban los poetas; las mujeres sonreían complacidas en sus orillas; los jardines palpitaban al verse en sus aguas azules; los cielos se deslizaban acostados en su faz; las nieblas le seguían dejándole sus vestiduras, y bajaba la luna, toda desnuda, y se desposaba con cada gota y latido de su corriente.

Era muy bueno. Quizá fuese tan bueno en fuerza de amarse tanto, porque se amaba amándolo todo en sí mismo. Es verdad que algunas veces consentía que se le incorporasen otros caudales extraños, unos arrabaleros de monte que le daban sus sabores y siniestros, hinchándolo y apartándolo de la serenidad de la madre. Entonces cometía hasta ferocidades. No veía ni poetas, ni mujeres, ni jardines. Nada. Se quedaba ciego. Pero, entonces, no era el río, sino la riada. El verdadero río era un lírico de bien. Lo toleraba todo. Cuando más anchamente se tendía por el llano, le quebraban el camino, cavándoselo; tenía que derrocarse; se precipitaba buscándose; se despedazaba y bocinaba torvo y rápido, exhalando un vaho de espumas, un tumulto pavoroso. Unas turbinas le arrancaban la fuerza torrencial. Y él no se enfadaba. Otras veces le salía un caz del molino. Nada tan inocente y tranquilo como un caz. Y el río, tan sabio y grande, le obedecía, dándole un brazo para moler el pan de los hombres. No es que se dejara embaucar. ¡Ni cómo habían de engañarle siendo de una rapidez maravillosa para comprenderlo todo! Se asimilaba todo lo que pasaba sobre su cuerpo y a su lado: aves, nubes, rebaños, praderas, monasterios, cortinales blancos de granjas, frondas viejas, senderos, aceñas, cruces de término, fábricas con chimeneas; hasta el humo de hulla subiendo al azul lo copiaba él atónitamente.


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3 págs. / 5 minutos / 41 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Señor de los Ataques

Gabriel Miró


Cuento


Don Claudio era alto y de entonada presencia. Vestía atildadamente; se teñía la barba y el cabello sin ningún designio falaz, porque sabía que todos lo sabían; calzaba zapatos que relumbraban como cristales; se sacaba los puños para mirarse los orientes de sus perlas en el inmaculado blancor; se miraba, también muy complacido, la punta doblada de su pañuelo de seda, caída dulcemente sobre el pecho, insignia ésta de singular y primorosa elegancia de don Claudio, porque muchos pretendieron traer así el pañizuelo, y después de afanosos dobleces habían de sepultar avergonzados todas las marchitas puntas en lo más hondo del alto bolsillo. No podían imitarle.

Don Claudio sonreía al hablar, al destocarse delante de las damas, y enseñaba unos dientes apretadísimos, limpios y menudos, de doncellita. Frecuentaba los estrados femeninos, y, aunque ruinoso, todavía le tuviera por la flor de la cortesía el mismo conde Baltasar de Casteglione.

Sin embargo, las madres de hijas doncellonas murmuraron con aspereza del caballero: «Este hombre, ¿qué pensamientos tiene?».

Pero cuando se les acercaba el gentil don Claudio, tan pulcro, tan exquisito y fragante de discretas esencias y de olor de ricos roperos, y les ofrecía una de sus galanas finezas, entonces aquellas señoras tornábanse blandas y ruborosas y parecían jovencitas, envueltas en la emoción melancólica del pasado.

...Y una noche, en la soledad de su casa, padeció don Claudio un ataque hemipléjico.

—¡Ese hombre en manos de criados! —dijeron adolecidas las señoras.

Y las hijas mustias de doncellez, bajaban la mirada, se mordían el labio un poquitín desdeñosas, ladeaban la cabeza, dábanse con el abanico unos golpecitos en el liso regazo. ¡Acaso no se buscó él mismo la desgracia de su abandono!


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2 págs. / 4 minutos / 38 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Aldea

Gabriel Miró


Cuento


La aldea se ha criado entre los oteros de vinares.

Prieta, dorada, caliente; con sus hortales jugosos de bardas crudas y ropas tendidas; un alboroto de sendas y acequias que se van cegando en el frescor de la senara; una lumbre de balsa y de vidrios. Sube la espadaña de cal de una ermita morena que en cada cantón tiene un ciprés. De lejos, todo cincelado en claridad. Parece una aldea blanca, no siéndolo.

Bien pueden quedarse en los bancales y en el ejido las cosechas maduras. Nadie hurtará un fruto, sino los gorriones que sólo toman lo preciso.

Si un aldeano se lisia, lo biznan, acuden al Cristo de la ermita; y la imagen y la hierba de la salud le remedian.

Hay un hombre justo que elogia y practica la verdad, y arranca las discordias, los cuidados y muchas tentaciones lo mismo que si quitara el rancajo de la carne.

Siempre se eleva un humo tranquilo y oloroso como de sacrificio de Abel, agradable a Dios. Todos los hornos cuecen; las madres amasan, lavan y tienden; los hombres guían las yuntas por el secano, cavan la gleba encarnada con un azadón de sol; las doncellas hilan, llenan las cántaras en un remanso azul, y bailan en las eras la misma tonada que junta al ganado que se entró por los herrenes.

Llega el invierno. De los oteros vienen galopando los vendavales; laten los mastines; se estremece el esquilón de la ermita; toda la aldea cruje como una espalda vieja que se dobla; por las cuestas nunca acaba de pasar un tumulto de reses con tábano. Los niños se asustan y lloran. Y las abuelas, persignándose, les dicen:

—¡Son las bestias negras de los demonios; los demonios hambrientos de pecadores, y como aquí no hay, embisten contra los portales y vallados! ¿No los veis?

Y abren un postigo; y los nietos ven los demonios, y se duermen bajo el cabezal.

No hay pecadores. La aldea es pura.


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1 pág. / 2 minutos / 37 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Del Vivir

Gabriel Miró


Novela


A la memoria del ingeniero Don Próspero Lafarga


«...Huyen lejos de mí.
...Porque abrió su aljaba, y me afligió.
...Reducido soy a la nada; arrebataste como viento mi deseo y como nube pasó mi salud.
...Y ahora, dentro de mí mismo, se marchita mi alma y me poseen días de aflicción.
¡Humanidad! ¡Clamo a ti y no me oyes; estoy presente y no me miras!».


(Libro de Job, cap. XXX)

I

Sigüenza, hombre apartadizo que gusta del paisaje y de humildes caseríos, caminaba por tierra levantina.

Dijo: «Llegaré a Parcent».

—Parcent es foco leproso —le advirtieron. Y luego Sigüenza fingiose un lugarejo hórrido, asiático, en cuyas callejas hirviesen como gusanos los lazarinos.

Fue avanzando. Cada pueblo que veía asomar en el declive de una ladera, entre fronda o sobre el dilatado y rozagante pampanaje del viñedo, le acuciaba el ánima. Y decía: «Ya debo encontrar la influencia de aquel lugar miserable, donde los hombres padecen males que espantan a los hombres y mueven a pensar en aquellos pueblos bíblicos maldecidos por el Señor».

Sigüenza se revolvía mirando y no hallaba el apetecido sello del dolor cercano.

Cruzaba pueblos, y en todos sorprendía igual sosiego. A las puertas de las casas, mujeres tejían media; trenzaban pleita de palma o soga de esparto; peinaban a rapazas greñudas, sentaditas en la tierra, casi escondidas en las pobres faldas.

Cegaban, dando sol, las puertas forradas de lata de las iglesias. En el dintel verdinegro, desportillado y bajo angosta hornacina, está el Patrono plasmado inicuamente en cantería. Por sus pliegues y tendeduras salen hierbecitas gayas que florecen; después, amarillean, se agostan; y secas, firmes como cardenchas, viven con el santo longura de días.

Era en el valle del Jirona.

El paisaje luce primores y opulencias; tiene riego copioso.


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81 págs. / 2 horas, 22 minutos / 173 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2020 por Edu Robsy.

Amores de Antón Hernando

Gabriel Miró


Novela corta


I

Parece que quien escribe o cuenta de su vida, necesariamente ha de decirnos las maravillas del héroe, la excelsitud del genio, la destreza del pejenicolao o los donaires y travesuras de un Don Pablo...

Yo no he de asombraros por mis audacias, ni cegar vuestro entendimiento con las lumbres del mío, ni quiero que se me tenga por pícaro, gracioso y desenvuelto.

Empiezo confesando que mi nombre es el de Antonio, y mi linaje el de Hernando, de los ricos labradores de La Mancha, humildes y temerosos de Dios. Mis padres, por llaneza y poco cuidado en imaginar, no lo tuvieron de adornarme con nombre, que, delante de Hernando, calificase el apellido y aun entrambos se diesen pompa quimérica y resonancia. Pusiéranme Gerardo, Guillermo, Galileo —de la inicial G noble entre todas—, o Alejandro, Augusto, Alberto —aun de la misma A tan principal y de sencilla elegancia—, o Cayo, Castor, Carlos —de la C, letra romántica y gentil— y al oírlo o leerlo me imaginaríais con más agrado o presunción de lances estupendos.

Yo soy moreno como el pan de las familias pobres; soy alto y desmañado; y hay en las líneas de mis facciones algo como una duda o vacilación entre el europeo y cualquier hijo de raza oriental.


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46 págs. / 1 hora, 21 minutos / 137 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2020 por Edu Robsy.

Del Huerto Provinciano

Gabriel Miró


Cuentos, colección


Caminando por las sendas de este huerto provinciano, me entré en las espesas y doradas mieses de la vida.

De mis impresiones hice cuentos y crónicas de mucha simplicidad. No he podido guardarlo todo, que naturalmente soy abandonado y perezoso, y se me han caído muchas de las espigas segadas en las cálidas tierrecitas de mi huerto. Dos manojos me quedaron, no sé si de las más granadas y gustosas o si de las peores por vanas y desabridas. Con uno de ellos hice este libro; y el otro, lo tengo todavía en mi pequeño troje.

Estas páginas no son altas ni hondas, ni estruendosas, ni resplandecientes.

Tampoco todos los lectores han de ser ceñudos, solemnes y macizos de sabidurías.

Yo más quiero un mediano entendimiento y un corazón sencillo que mire las humildes hermosuras de la vida, que perciba sus menudas y escondidas sensaciones, y que como yo se contente aspirando el olor de la leña quemada y de la sembradura húmeda, y guste del silencio campesino, del vuelo de los palomos y de las gaviotas, de hollar las frescas tierras de los prados, del sueño de las nieblas de los ríos, y estremecerse de santo deleite asomándose a la Creación desde la soledad de una cumbre de serranía...

Yo escribo para esas almas amigas.

El reloj

Hogar es familia unida tiernamente y siempre. El padre pasa a ser, en sus pláticas, amigo llano de los hijos, mientras la madre, en los descansos de su labor, los mira sonriendo. Una templada contienda entre los hermanos hace que aquél suba a su jerarquía patriarcal y decida y amoneste con dulzura. Viene la paz, y el padre y los hijos se vierten puras confianzas, y toda la casa tiene la beatitud y calma de un trigal en abrigaño de sierra, bajo el sol.


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84 págs. / 2 horas, 27 minutos / 132 visitas.

Publicado el 29 de julio de 2020 por Edu Robsy.

Dentro del Cercado

Gabriel Miró


Novela


Primera parte

I

Laura y la vieja Martina suspiraron, alzando los ojos y el corazón al Señor. La enferma las había mirado y sonreído. Sus secas manos asían crispadamente el embozo de las ropas; los párpados y ojeras se le habían ennegrecido tanto, que parecía mirar con las órbitas vacías. Pero, estaba mejor; lo decía sonriendo.

Laura puso el azulado fanal al vaso de la lucerna; envolviose en su manto de lana, cándido y dócil como hecho de un solo copo inmenso y esponjoso; y, acercando la butaca, reclinó su dorada cabeza en las mismas almohadas de la madre.

Todo el celeste claror de la pequeña lámpara, que ardía dulce y divina como una estrella, cayó encima de la gentil mujer. Descaecida por las vigilias y ansiedades, blanca y abandonada en el ancho asiento, su cuerpo aparecía delgado, largo y rendido, de virgen mística después de un éxtasis ferviente y trabajoso. Pero, al levantarse para mirar y cuidar a la postrada, aquella mujer tan lacia y pálida, se transfiguraba mostrándose castamente la firme y bella modelación de su carne.

Venciendo su grosura y cansancio salió Martina, apresurada y gozosa; y golpeó y removió al criado de don Luis, que dormía en el viejo sofá de una solana, cerrada con vidrieras.

Despertose sobresaltado el mozo, preguntando:

—¿Ya ha muerto?

Martina lo maldijo enfurecidamente.

—¡La señora no ha muerto ni morirá! La señora habla y duerme, y está mejor...

—Entonces se muere, y pronto...

Y tornó a cabecear este buen nombre que venteaba la desventura.

Martina abrió la ventana. Había luna grande, dorada y vieja, mordida en su corva orilla por la voraz fantasma de la noche. Los campos desoladores, eriazos con rodales y hondos de retamas y ortigas, emergían débilmente de la negrura untados de una lumbrecita lunar de tristeza de cirios.


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81 págs. / 2 horas, 22 minutos / 123 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2020 por Edu Robsy.

Los Pies y los Zapatos de Enriqueta

Gabriel Miró


Novela corta


I. La abuela

Cuando Mari-Rosario salió al portal, temblole gozosamente el corazón viendo dos rapaces que llegaban.

Eran sus dos nietos, Martinico y Sarieta de su hijo Martín.

Un año había estado sin verles; ahora en Pascuas se cumplía. Jurole la nuera, la noche de la última pendencia, que ni las criaturas habían de venir.

¿Es que se los mandaría su hijo a hurto de aquella sierpe de mujer?

Y los llamó:

—Martinico, Sarieta: ¿os mandó el padre a casa de la agüela, o venís por vuestro antojo?

Los muchachos se pusieron a cavar la tierra con una raíz de enebro, para enterrar una langosta viva que traían colgada de un esparto verde.

—Martinico, Sarieta: ¿que no besáis a la agüela?

Entonces ya tuvieron que levantarse los nietos, y fueron acercándose muy despacito, mirando un pájaro que cruzaba la desolación de la rambla.

Mari-Rosario reparó en sus delantales cortezosos de mantillo de muladar y de caldo de almazara.

—¿Cómo no os mudaron hoy, día de Nadal? ¡Así fuisteis a la Parroquia!... ¿Qué os dijo el padre?

Martinico y Sarieta se contemplaron riéndose, como hacían cuando mosén Antonio, sentado en el ruejo del ejido, les llamaba para que no se apedreasen, y ellos se reían sin querer.

—¿Qué os dijo el padre?

Martinico levantó su cabeza albina y esquilada, y gritó:

—¡Que pidiésemos aguinaldos!

Después la abuela, tomando a los chicos de las manos, los pasó a la casa para darles las toñas de miel y piñones tostados. Se había levantado de madrugada para cocerlas; ¡así estaban de tiernas y olorosas! Ni siquiera las cató, que primero habían de comerlas los nietos. Prometiose enviárselas, con los dineros de la alcancía que guardaba, por mediación de un cabrero. Ya no era menester. Y en tanto que bajaba de lo más escondido de la alacena la hucha de barro, les preguntó:


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35 págs. / 1 hora, 1 minuto / 121 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2020 por Edu Robsy.

Hilván de Escenas

Gabriel Miró


Novela


Preliminares

I. Escenario

Entre dos estribaciones enormes y fragosas del Aylona, serpea el valle de Badaleste, hondo y vicioso.

En el horcajo de tamañas sierras, en altitud bravía está Confines, viejo y parduzco pueblecillo sobre cuyo costroso hacinamiento de tejados verdinegros, eleva la decrépita Abadía su campanario estrecho, amarillento y alto, maculado junto a su cornisa por las rudas y ennegrecidas piedras que deja ver un desgarrón de la fachada.

Las paredes de las últimas casas del pueblo reciben ávidas las caricias de los primeros verdores del valle. Éstos se originan con escalones inmensos de ondulantes mieses, sombreadas de trecho en trecho por redondos olivos y talludos almendros de retorcidos y negrales troncos.

Turnan con los trigos tablares de lozanas hortalizas distribuidas en geométricas figuras; rumorosos maizales; aterronados barbechos; y de nuevo la mies sucede, alta, apretada, undosa, bajando en gradería, afelpando transversalmente en verdes franjas o en oleadas de oro el pie de las colinas.

Es diversa la decoración de la sierra: los manchones espesos de los pinares la obscurecen; almendros de gaya pompa trepan briosos por las laderas y las brochean de un verde claro; erizados espliegos, virtuosos romeros, cortezosos tomillos, punzantes aliagas, la sahúman y arrebozan espléndidamente. Pero la flora se detiene, se interrumpe de cuando en cuando, y aparece el cantorral gris o albarizo.

En los sitios más suaves y bajos de las estribaciones se dilata en prolongadas paralelas el pálido olivar; y arriba, en las más fieras altitudes, se descubren tersas calvicies cenicientas, rojizas gargantas; y entre las quebraduras se retuercen añosas y gemidoras encinas.


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Dominio público
103 págs. / 3 horas, 1 minuto / 112 visitas.

Publicado el 29 de julio de 2020 por Edu Robsy.

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