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La Doncellona de Oro

Gabriel Miró


Cuento


Maciza, ancha y colorada se criaba la hija que participaba más del veduño o natural del padre que de la madre. Aquél era fuerte y encendido y aun agigantado. La riqueza a que le condujo el tráfico del azafrán y esparto lograba encubrir, para algunos, la basta hilaza de su condición, y llegó a ser muy valido y respetado en toda la ciudad, aunque tacaño. La mujer, venida de padres sencillos, era alta, delgada, de enfermiza color y pocas palabras, y éstas sin jugo, sin animación, sin alegría.

En lo espiritual tenía la hija esa bondad tranquila y blanda de las muchachas gordas; era inclinada a la llaneza, a piedad y sosiego.

Una mujer, amiga de la madre en el pasado humilde, vivía con ellos en calidad de gobernadora de la casa; reunía la fidelidad de Euriclea, la añosa ama de Ulises, el grave y autorizado continente de la señora Ospedal, dueña muy respetada en el hogar del caballero Salcedo, y la curiosidad y malicia del ama que ministraba, con la sobrina, la mediana hacienda de don Alonso Quijano el Bueno.

La casa de esta familia lo fue antaño de algún titulado varón, porque en el dintel campeaba escudo; pero el comerciante le quitó toda ranciedad a la fábrica, haciendo pulir la piedra y revocar muros y hastiales y restaurarla internamente. Había enfrente un paseo de plátanos viejos y palmeras apedreadas por los muchachos que allí iban por las tardes a holgar y pelearse. Mirábalos la hija del mercader, y quiso muchas veces mezclarse con las chicas que también acudían, y jugaban al ruedo y a casadas y a damas y sirvientes; pero los padres no se lo otorgaron, porque «no estaba bien que hiciera amistades tan ruines». Y no salía. Ya grandecita, hastiábale oír la seguida plática de dineros que siempre había en la casa; le sonaban las palabras como esportillas de monedas sacudidas, volcadas ruidosamente. No escuchaba sino el comparar fortunas ajenas con la propia para menospreciarlas.


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2 págs. / 5 minutos / 45 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Sepulturero

Gabriel Miró


Cuento


Artistas y eclesiásticos, copleros y filósofos han labrado la biología y estampa del buen cavador.

Sus manos crían cortezas de tierra y substancias humanas; sus uñas hieden a difunto; su mirada tiene la voracidad y la lumbre fría de los pardales ominosos; su carne está siempre lívida y sudada; sus entrañas, secas.

Hasta creemos que se divierte partiendo cráneos de la fosa común.

Y sí que los quiebra o los raja, sin querer, algunas veces. El fosal tiene el vientre gordo, hinchado de cadáveres. No caben más. Allí se amontona y aprieta la vida pasada de un siglo del pueblo. ¡Hay que agrandar el cementerio! Y salta un hueso astillado. Fuera está el paisaje libre, ancho, feraz. La azada se hundiría gozosamente en el tempero dócil, saliendo fresca y olorosa. El mundo se le ofrece al sepulturero como un arca infinita para guardar esos pobres hombres que se mueren, que no son como él.

No son como él. Los dioses, los sabios, los héroes, los místicos presienten la inmortalidad; el sepulturero es el único que puede sentirla. En otro tiempo también pudieren regodearse con ella los verdugos. Los funerarios, no. Los funerarios son mozos mediocres de la Muerte. Los capellanes, tampoco; mantienen su liturgia para los que viven. El sepulturero se queda solo con los muertos. Ha de parecerle que le pertenecen y le necesitan; de modo que a él nunca le será permitido ser difunto. Carece de la idea y de la emoción del sepulturero... No las recibirá de sus camaradas, de los otros sepultureros, porque son eso, camaradas. Inmortales. La divinidad crea la vida y se queda en el cielo. El sepulturero acomoda y encierra la muerte y se queda en la tierra.


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5 págs. / 10 minutos / 213 visitas.

Publicado el 13 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Beso del Esposo

Gabriel Miró


Cuento


No siempre el beso legítimo es de miel y vida para la boca besada... Yo sé que a veces tiene amargor y muerte...

—¿Cuándo, cuándo sucede esa desventura tan grande por un beso? —prorrumpieron, entristeciéndose, las gentiles doncellas que vinieran aquella tarde otoñal a la apartada Villa de tía Isabel.

Y la hermosa señora de opulentos cabellos de plata y continente de reina, les dijo con donaire y melancolía...

—¿Y si las avecitas de este parque lo oyeran, y luego me acusaran a vuestros padres, cuya rancia severidad es enemiga de estas pláticas y aun de que vengáis a mi retiro?

—Cuente, tía Isabel, que sus palabras nunca son pecado; y hemos de darle nuestra compañía muchas tardes.

Esto lo pronunció la más joven de las sobrinas, que llevaba como una túnica blanca; su carne parecía de un ámbar purísimo.

Y todas descansaron en el vetusto banco de cedro.

Dejaron en medio a tía Isabel que habló de esta manera:

—De libros muy antiguos sacaron la substancia de una conseja muy linda. «Érase una mujer que desde niña, casi recién nacida, fue avezada al zumo de serpientes, y hasta se afirma que la alimentaron y criaron con sangre de tan espantosos animales. Y lo que para todos era tósigo y muerte, fue para ella salud y vida. Creció y se hizo lozana y hermosísima, aunque en sus ojos no sé qué brillaba de siniestro y bravío.


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5 págs. / 10 minutos / 77 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Un Envidiado Caballero

Gabriel Miró


Cuento


Los olores de las huertas y del mar llegaron hasta el corazón de Sigüenza. Miraba y aspiraba este hombre con tanto ímpetu, que llegó a sentir cansancio y dolor en su carne. Y nunca se saciaba, sino que le parecía que le faltaba tiempo para hundir sus ojos en aquellas hermosuras, y recoger toda la vida que se le ofrecía desde el alto camino.

Allí estaba el levante frondoso, lleno, regado, alborozado y fecundo. Allí las montañas daban aguas muy delgadas y dulces, y tenían tierras de buena grosura que llevan la sementera, la viña y el olivo; allí el hondo y la solana, todo estaba cuajado de huertas que apretadamente llegaban hasta las arenas de la costa, y los bancales de hortalizas, que siempre viera Sigüenza al amor de la balsa de una vieja noria o chupando la pobre corriente de las ramblas levantinas, los bancales hortelanos de esta comarca se entraban descuidados bajo el gran sol, rezumando de tan viciosos como si siempre acabasen de recibir los dones de la lluvia, y gozosamente se presentaban al Mediterráneo. Por eso se mezclaba el dulce olor de los frutales y verduras, de campos feraces, con la fuerte y deliciosa emanación de las entrañas del mar.

El pueblo comenzaba en la ribera, y se subía por un altozano. Y era muy curioso de ver sus casas de porches abiertos donde se orean las frutas de cuelga; los corrales, con garbas de sarmientos y un dulce sonar de cencerricos de ganado, y las parras desbordando jovialmente de las tapias, y por las bardas de al lado asomaban los remos, algún mástil roto y podrido, las redes tendidas en los balcones, y en el portal, las cañas, los palangres, las nasas de esparto y rimeros de todas las artes de pesca.


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3 págs. / 6 minutos / 35 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Figuras de la Pasión del Señor

Gabriel Miró


Cuento, religión


A mi madre, que me ha contado muchas veces la Pasión del Señor.

Judas

«Y dijo uno de sus discípulos, Judas Iscariote, el que le había de entregar: "¿Por qué no se ha vendido este ungüento en trescientos denarios para socorrer pobres?"».

(S. Juan, XII, 4, 5)

Levantaron las mujeres sus ojos al azul de la tarde, y prorrumpieron en palabras de júbilo y bendiciones al Señor.

Muy alto, entre Cafarnaum y Bethsaïda, venía el gracioso triángulo de una bandada de grullas.

Doce aves vio María Salomé. Y las contaba con nombres: Mateo, Tomás, Felipe, Bartolomé, Simón el Zelota, Santiago el Menor y su hermano Judas, Simón Kefa y Andrés su hermano, y Santiago y Juan. ¡La de la punta, el Rábbi! ¡Sus hijos, sus hijos volaban al lado de la grulla cabecera!

La madre de la mujer de Kefa sonrió descreídamente, porque sabía que su Simón guardaba la promesa de las llaves del Reino de los Cielos. Pero pronto olvidaron sus querellas para recibir devotamente el anuncio de la llegada del Maestro y los suyos. El Señor les enviaba su mensaje con las aves de cielo, porque todas las criaturas le pertenecían.

Y cuando bajaron los ojos a la tierra se les apareció un caminante entre las barcas derribadas sobre la frescura del herbazal.

Era un hombre seco, de cabellos rojos, que le asomaban bajo el koufieh de sudario mugriento; su mirada, encendida; sus labios, tristes.

María Salomé le gritó con gozoso sobresalto:

—¿Vienes también tú de parte del Señor?

El hombre se detuvo.

—¡El Señor! ¿Quién es el Señor? ¿Es el solitario que come langostas crudas de los pedregales y miel de los troncos, y camina clamando por el desierto?

Las mujeres se miraron pasmadas de la ignorancia del forastero.

—¡Ese fue Juan! Y lo degolló el Tetrarca en Mackeronte.


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279 págs. / 8 horas, 9 minutos / 204 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2020 por Edu Robsy.

Estampas del Faro

Gabriel Miró


Cuento


I. La aparición

El fanal rueda muy despacio, tendiendo sus aspas de polvo de lumbre, y alguna vez las traspasa un buho, un autillo, que rebota loco y cegado por el relámpago de su cuerpo.

Bajo, truena la mar, quebrándose en los filos y socavones de la costa, y se canta y se duerme ella misma, madre y niña, acostándose en la inocencia de las calas.

Todo el cielo como una salina de luces, que en el horizonte se bañan desnudas y asustadas. Y la vía láctea parece recién molida en la tahona de la claridad del faro.

Hay una estrella encarnada casi encima del mar. Está muy quietecita mirándome.

Yo he venido de una masía de montaña. Costra, el pastor, y los dos labradores viejos, me han mostrado con la cayada y con sus manos, rudas y grandes de apóstoles de pórtico, las aldeas y veredas del firmamento. Esa estrella roja no se veía. Pero es que esa estrella está más baja que la ventanita de mi dormitorio.

—Eso no es una estrella; es el faro de la isla.

—¡Otro faro! —grito yo muy contento—. ¡Dos faros casi juntos!

—¡Casi juntos, no! Hay seis millas del uno al otro.

—Bueno: ¡y qué son seis millas!

Porque yo no lo sabía. Seis millas entre dos estrellas me hubiese parecido una distancia fabulosa de siglos; entre dos faros era tenerlos en mis manos como dos antorchas.


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14 págs. / 24 minutos / 44 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Discípulo Amado

Gabriel Miró


Cuento


En aquel tiempo pasaba Sigüenza muchas tardes por un lugar callado más hondo y obscuro que todos los lugares de la ciudad, porque allí las calles eran estrechas, los muros altos, el suelo empedrado rudamente como un camino aldeano. Si alguien se quedaba mirando a Sigüenza desde una vidriera, él se decía: Será un enfermo, una mustia doncella, una viejecita que cuida de su hermano beneficiado, segundo organista o maestro de ceremonias de la catedral; será una madre viuda que apenas ve a su hijo, porque este hijo mozo, disipado y alegre, vive todavía en los sitios grandes y magníficos, y cuando se recoge ya es el alba, y la madre suspira en su dormitorio, oyendo las pisadas y las toses de fatiga del hijo entre la pureza de las primeras campanas...

Y todas esas pálidas cabezas que miraban a Sigüenza no parecía que se asomasen detrás de los cristales, sino detrás del tiempo, del tiempo dormido en el viejo lugar, a la umbría de la basílica. Y en esos cuerpos se perpetúa el alma de las primitivas familias que han morado en estas mismas casas venerables y tenebrosas como retablos. Allí la piedad se ha hecho carne y piedra. Habrá matrimonios ricos, reumáticos y estériles. Los domingos les visitarán los sobrinos, vestidos austeramente, sin galas ni joyas, aunque puedan traerlas y las tengan, para que los tíos no sospechen vanidades y les malquieran.


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5 págs. / 9 minutos / 49 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Un Camino y el Niño del Maíz

Gabriel Miró


Cuento


Un niño trae un costal de cañas de maíz y panojas ya granadas.

Viene por un camino calcáreo, requemado y roto. Pasa el camino revolviéndose bajo los jardines: muros con felpas fungosas; bronces y siena de los líquenes; cercados de piedra viva; tapias frescas, cantonadas de cal, subiendo, bajando; y cuelgan los rosales, las hiedras, las parras; se van asomando las higueras, que esparcen el olor de pámpano y de tronco de leche; una palmera torcida desperezándose; un naranjo redondo; arcadas de una glorieta de mirto; jarrones con cactos inmóviles; almenas de boj; un ciprés claustral como un índice que se pone en los labios de los huertos para que todo calle, menos el agua, las frondas, las abejas, los pájaros, las horas de las torres que nadan en el azul, los cánticos de los gallos, las pisadas de los caminantes, los vuelos de los palomos; todo calla menos el silencio.

Los jardines, además de sus puertas y verjas principales, tienen una puertecita íntima y humilde con su gradilla en puente diminuto sobre la cuneta del camino. Por allí sale el hortelano, y llama y aguardan los pordioseros.

El niño del maíz también se para; está abierto uno de esos postigos de los huertos, y hay niños jugando; se miran, se ríen y hacen amistad.

Este camino es de tanta belleza, que hasta los dueños de los jardines vienen, algún día, por los arriates de las tapias para verlo. Todo lo miran, lo aprueban; sonríen delicadamente, como si realizaran o consintieran una buena obra. Es una delicia ser buenos. Casi no comprenden que los demás no tengan un jardín como el suyo, con un camino como éste, desollado, ardiente y hondo entre muros frescos y tapias nítidas, deslumbrantes.

Los niños del huerto han entrado al niño del maíz. Ya se quieren mucho; el hombro del rapaz huele a soga, y su camisa, a sudor, a forraje y mazorcas de granos tiernos y blancos como los dientes del chico.


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1 pág. / 3 minutos / 50 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Origen del Turrón

Gabriel Miró


Cuento


Pasa Sigüenza por la Huerta de Alicante. Es un hondo llano de jardines sedientos y de tierras labradas, de árboles viejos, grandes, patriarcales, de vides robustas y ardientes. La alegría, el halago fresco y azul del mar va siguiéndole hasta doblar los montes del confín, los bellos montes lisos y zarcos, y por las tardes, el sol muestra redondeces, collados, angosturas, casales y arboledas, todo rubio y de un color de carne y de rosas. Entonces esa serranía parece avanzar y ofrecernos toda su desnudez, toda su vida. Arden las cumbres con un triunfo, con una gloria humana y dolorida. Cruzan el cielo los pájaros buscando la querencia de las palmeras, de los cipreses solitarios que dan compañía y una sombra larga a los torreones moriscos, a las casas de placer, antiguas, venerables, las únicas que todavía dejan una emoción señorial en este paisaje roto por edificios nuevecitos, por hoteles pulidos, que no saben qué hacer en el silencio campesino...

Hay caminos profundos y callados entre tapiales de cal, entre morenas albarradas; ventas polvorosas con argollas y pesebres en las faenadas, y algún olmo agarrado ansiosamente a la humedad de un ribazo. Es una huerta terronosa y vetusta. El ruido de los árboles evoca la delicia del agua, y ver un bancal regado, decirlo, oír un rumor de acequia, trae el pensamiento de contar mucho dinero en un escritorio o quizá la memoria de un lance de sangre. La pureza, la canción del agua es lo que más mueve y mantiene la raíz y el breñal de la criminalidad levantina. Y la huerta se abre, se interrumpe de cuando en cuando, y aparece un caserío, un pueblo.


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5 págs. / 10 minutos / 41 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Los Amigos, los Amantes y la Muerte

Gabriel Miró


Cuento


Los amigos, los amantes y la muerte

Desde el vestíbulo pasa la suave luz de una lámpara escarchada al aposento paredaño donde está el tullido cercado de amigos. Hablan de proyectos logreros, de meriendas en heredades, de un sermón, de paseos bajo el refugio de los olmos del camino. Son viejos, como el enfermo, y tienen fortaleza, estrépito en la risa y fuman. Cuando le ayudan a variar de actitud o le acomodan la manta caída o arrastran su butaca de ruedas, siente él más su impotencia y le llora angustiadamente su alma, pero los ojos no. ¡Oh, si le vieran llorar por fuera estos amigos viejos y alegres, que ni padecen el reuma senil!

Les miente todas las noches, diciéndoles que sus piernas, su brazo y costado no están muertos para siempre. Nota que la vida acecha el penetrar borbotante por sus venas, regocijándole las entrañas y flexibilizando sus nervios y músculos.

—Eso, desde luego. Ya verá, ya verá cuando pase el frío —contesta, estregándose las manos, un señor muy flaco, de perfil judío.

—¡Claro, como los árboles! —añade el doctor Rodríguez.

Y el Registrador, varón gordo y risueño, exclama:

—Vaya: al verano de los nuestros, ¡y a botar como un muchacho!

El tullido les mira iracundo, vuelto a su hosco silencio, porque sabe que no lo creen.


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48 págs. / 1 hora, 25 minutos / 96 visitas.

Publicado el 29 de julio de 2020 por Edu Robsy.

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