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autor: Gabriel Miró etiqueta: Cuento textos disponibles


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Un Vagar de Sigüenza

Gabriel Miró


Cuento


Los que guarden memoria de Sigüenza no necesitan ahora que yo les diga las prendas de este hombre asomado en días remotos a las páginas de un menudo libro. Y los que no le conocen, tampoco lo han de menester para lo que de él ha de referirse en este pegujalillo de mi huerto.


* * *


En tarde primaveral muy alborozada y limpia de cielo, y de quietud dulcísima en su calle, salió Sigüenza, antes de que se le mustiara el ánimo a poder de pensamientos, que si no tenían trascendencia ni hondura filosófica, eran de estrecheza que agobian las más levantadas ansiedades.

—¿Qué haría el mismo Goethe atado con mis sogas? — se dijo el caballero, quizás para disculparse de su cansancio, ¡y solo había peregrinado por su aposento! Nada se contestó de Goethe, para no inferirse el mal de la respuesta. Es verdad que entonces pasaba por su lado la gozosa bandada de muchachos de una escuela, en asueto, porque era jueves. Y esta infantil alegría suavizole de su obscura meditación, y aún le alivió más la vista del cercano paisaje, ancho, tendido, plantado de arvejas y cebadas, ya revueltas y doradas por la madurez, y parecía que todo el sol caído en aquel día estaba allí cuajado y espeso en la llanura, ofreciéndose generosamente a las manos de los así, el campo presentaba idea de abundancia, de paz y bendición.

Sigüenza, ya descuidado y aun alegre, como si toda la tarde fuera suya y hermosa para su íntimo goce, bajó a la orilla del mar. Liso y humillado copiaba mansamente los palmerales costaneros, como las aguas calladas y dormidas de una alberca. Y el caballero sintió pueriles tentaciones de caminar por aquel cielo acostado ante sus ojos. En el horizonte, una isla de gracioso contorno, la amada mansión de un poeta, sonreía melancólicamente, dorada de sol. Durante la mañana la ciñeron velos de brumas, y ahora, en la tarde, se descubría alumbrada, pálida y rosa como un cuerpo desnudo y virginal.


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4 págs. / 8 minutos / 39 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Las Hermanas

Gabriel Miró


Cuento


Fueron tres hermanas y un hermano. Siempre se vieron vestidos de negro.

Ellas y los padres pasaban como una larga nube de crespón por lo apartado de la ciudad, por las huertas de la cercanía, dejando en las almas un perfume de flor de desgracia.

—El primer luto que nos pusieron —habláronse una tarde las dos hermanas mayores— fué por tío Ricardo, que vivía en nuestra casa. ¿Te acuerdas?

—Sí que me acuerdo; era alto y rubio, como nuestro padre; llevaba lentes, y cuando se los quitaba para limpiarlos con un trocito de guante de la abuelita le mirábamos mucho los ojos y le decíamos si tenía sueño. ¿Verdad?

—Y tenía ojos muy hermosos, verdes, muy tristes, así como gotas de estanque con luna.

—No hemos sabido nunca su muerte.

—¡Si no estuvo enfermo!

—Ya lo sé. No le vimos un día; al siguiente tampoco; preguntamos por él, y sólo nos dijeron y nos han dicho siempre que había sido muy desgraciado.

—La abuelita no lloró... no lloraba nunca.

—Lloraba, pero sin oírsele. ¿No te acuerdas de ella?

—Sí que me acuerdo; alta, muy blanca; su frente era para corona de reina antigua o de la Virgen. ¿Verdad?

—Siempre sentada en su butaca del salón, aquel salón tan obscuro aunque abrieran los balcones de celosías o encendieran la lámpara grande...

—Es que era inmenso y así viejo... envejecido como una persona... Tú no querías entrar sola.

—Ni tú tampoco. Ibamos juntas y cantando; pero ya dentro, dentro no podíamos cantar porque nos imponía como la catedral.

—A mí me daban miedo los retratos. Es que no había ninguno de vivo. Todos ya de señores y señoras muertos.

—De nuestra familia... Hermanos, hijos de los abuelos..., ya ves, de nuestra familia, y los mirábamos y nos decíamos: son nuestros, nuestros, y nunca los hemos visto ni los veremos... ¡Nuestros! ¡No lo parecía!


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4 págs. / 8 minutos / 53 visitas.

Publicado el 13 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Cadáver del Príncipe

Gabriel Miró


Cuento


El príncipe se moría poco a poco en su aldea natal.

Era joven, y se habían ya cansado sus entrañas, su sangre, toda su vida. Acudieron sabios de muchas tierras: le escudriñaban todo su cuerpo; y el príncipe se pasaba desnudo los días bajo los anteojos de nieve y los dedos flacos de los médicos.

Cortesanos y labradores se juntaban en los portales de la casa aldeana del señor. Como no habían contemplado a su holgura la gloria del príncipe, les embriagaba la fuerte emoción de saber y decirse las intimidades de la augusta naturaleza. Esperaban la salida de los sabios para oírles. Oían y palpaban la enfermedad del señor. Cada médico era un trozo de carne o de víscera de príncipe: uno era el hígado; otro, el corazón; otro, los riñones, según de lo que cada uno dijese que sanaba.

Las gentes iban en busca de sus familias y amistades, y parecían llevar en sus manos un vaso precioso con la desnudez corporal y la desnudez de los dolores del ungido. Y los enfermos se consolaban de su mal, y los sanos se complacían más en su salud.

Pero como los médicos eran de tan grande saber, prolongaban la agonía del príncipe. Estaban preparados los lutos y ceremonias; se habían ya repetido con melancólica reverencia: «vienen los días tristes de la orfandad del reino»; y sonreían al heredero. Sólo faltaba que el príncipe muriese. Palatinos, generales, ministros, magistrados y próceres paseaban su tedio jerárquico por la sembradura, por el encinar, por los prados. No se explicaban el antojo de morir en una aldea. Es verdad que en ella había nacido el príncipe. Viniendo la princesa madre de otras comarcas, le llegó el parto en el camino aldeano. Después, quiso que su hijo conociese el humilde lugar y que lo amase sobre todos los lugares de su reino.


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5 págs. / 10 minutos / 45 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Estampas del Faro

Gabriel Miró


Cuento


I. La aparición

El fanal rueda muy despacio, tendiendo sus aspas de polvo de lumbre, y alguna vez las traspasa un buho, un autillo, que rebota loco y cegado por el relámpago de su cuerpo.

Bajo, truena la mar, quebrándose en los filos y socavones de la costa, y se canta y se duerme ella misma, madre y niña, acostándose en la inocencia de las calas.

Todo el cielo como una salina de luces, que en el horizonte se bañan desnudas y asustadas. Y la vía láctea parece recién molida en la tahona de la claridad del faro.

Hay una estrella encarnada casi encima del mar. Está muy quietecita mirándome.

Yo he venido de una masía de montaña. Costra, el pastor, y los dos labradores viejos, me han mostrado con la cayada y con sus manos, rudas y grandes de apóstoles de pórtico, las aldeas y veredas del firmamento. Esa estrella roja no se veía. Pero es que esa estrella está más baja que la ventanita de mi dormitorio.

—Eso no es una estrella; es el faro de la isla.

—¡Otro faro! —grito yo muy contento—. ¡Dos faros casi juntos!

—¡Casi juntos, no! Hay seis millas del uno al otro.

—Bueno: ¡y qué son seis millas!

Porque yo no lo sabía. Seis millas entre dos estrellas me hubiese parecido una distancia fabulosa de siglos; entre dos faros era tenerlos en mis manos como dos antorchas.


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14 págs. / 24 minutos / 49 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Paseo de los Conjurados

Gabriel Miró


Cuento


Era un paseo largo, antiguo y desamparado; tenía las empalizadas podridas; las pilastras, grietosas; el piso, agreste; los bancos, rotos, con hierba en sus heridas; la fuente, seca; los árboles, polvorientos... Había dos edificios grandes, amarillos y decrépitos: el Hospital y el Hospicio. Es que en muchos pueblos, los casones viejos, opresores, húmedos son para las criaturas frágiles, doloridas y tristes. También suele suceder que una catedral venerable sirva de alojamiento de un escuadrón de caballería.

Las callejas angostas, cercanas a ese paseo de las afueras, llevan el nombre de un poeta, porque un día el Cabildo siente una lírica exaltación y decide glorificar a un peregrino ingenio escribiendo su nombre en el ladrillo, en el rótulo de una esquina. Es costoso el hallazgo de la calle porque todas ostentan el apellido glorioso de un corregidor, de un político o de un general. Por fortuna, la Naturaleza es conciliadora: hay en los extremos del pueblo una callecita que se llama la «Calle del Aire» o «Calle del Árbol», y se quita el Aire o el Árbol y lo sustituye Fray Luis de León o Garcilaso. Pero los vecinos y aun los bandos y pragmáticas municipales siguen diciendo «calle del Aire o del Árbol».

Era aquel paseo el de las familias enlutadas, de los hidalgos viejecitos y aburridos, de los lisiados y enfermos. Y cuando se cruzaban los solitarios quedábanse mirando, y volvían la cabeza para mirarse más. «Este pobre también lleva luto, o tiene la color de las enfermedades». Y diciéndolo repasaban las malaventuras suyas.

Junto al paseo comienzan los campos sembrados, las morenas tierras de labranza, los jugosos terciopelos de las alfalfas regadas por una noria cuyo gemido de cansancio penetra en el silencio de toda la tarde. Sube un ciprés al lado de una masía. Lejos ondulan las montañas.

El paseo recibe la emoción resignada y buena de este paisaje.


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4 págs. / 7 minutos / 44 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Una Jornada del Tiro de Pichón

Gabriel Miró


Cuento


Delante del mar, cercado de tapiales blancos, está el Tiro de pichón con su redonda explanada orillada de una red que descansa encima de las algas. El edificio tiene una fachada con adornos de yeso que recuerdan los primores de soplillo o merengue de las tortadas; hay en las cercas una puerta de hierro de prodigiosa traza modernista; fue admirable la paciencia del autor. ¡Cuánto hierro! Una bandera roja llamea bizarramente sobre el azul, avisando que en su recinto se celebra alguna jornada gloriosa.

Dentro, en los grandes alcahaces, las cautivas palomas vuelan, se arrullan, se golpean en las mallas metálicas del techo, por donde asoma el alborozo de la libertad de los cielos. El aire parece estremecido por el hondo y constante arrullo. Se piensa en una granja manchega, en la paz de los molinos reflejados en el sueño de un río.

Esta reposada y campesina emoción suele apartarla el fragor señorial de los automóviles que llegan a la dulce fachada.

Entran damas hermosas, delicadas doncellas, niños, socios muy galanos; todo el patriciado de la ciudad.

Los tiradores descuelgan sus maravillosas escopetas; se aperciben de unos cartuchos largos, enormes, buenos para la caza del león. En esta del palomo enjaulado es posible que no se pasen los mismos riesgos; pero la demasía de la carga del cartucho se halla justificadísima, porque el palomo debe morir dentro de los límites del solar de la red. Si el palomo cae destrozado, pulverizado, fuera de ellos, el palomo muere con el aborrecimiento del que lo mató, mientras sus émulos se alegran.

A pesar de los feroces cartuchos, algunas veces la víctima cae nada más que herida; puede escaparse. Entonces suele salir triscando regocijadamente un perro esquilado con mucha elegancia; en la punta de la cola le tiembla una graciosa borlita de su pelo.


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4 págs. / 7 minutos / 43 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Recuerdos y Parábolas

Gabriel Miró


Cuento


En aquellos días de violencia, de odio y estruendo no veía Sigüenza la figura del hombre I aborrecido. Un humo de hoguera o de polvo lo cegaba. Pero muchos rugían:

¿Es que no veis cómo mira, cómo se ríe y alza la frente? Todo en él es de reto execrable.

...Vino el reposo, la claridad del aire. Y aquel hombre ya no estaba.

Sigüenza pensó: «Se han cumplido los anhelos de la multitud; ¿no comenzarán ahora los tiempos de la timidez de las almas felices? Para nuestra dicha, sobraba un hombre, el cual ha desaparecido».

—Ha desaparecido —decían algunos—; pero ¿y si volviese?

—¿Y cómo ha de volver? —replicaban otros—. ¿Por ventura faltará quien codicie y pueda matarlo?

No, no; ellos no deseaban su muerte; pero era tan posible que sucediese, que la aceptaban como un hecho, y el «hecho», lo naturalmente realizable, tiene una mitigación en la ética de las muchedumbres.

...Otro hombre llegó. Sus ojos, un poquito estrábicos, nunca se saciaron de libros; los lentes dejaban en su mirada un brillo glacial; había en sus labios un gesto torcido y seco, aunque sonriese; parecía que masticase siempre una raíz amarga; su frente recogía todas las primeras claridades, porque era una frente de cumbre, y su palabra fue un milagro de oratoria, porque tenía emoción y substancia de vida y de saber. Trabajó hasta regar con su sudor la yerma viña. En todas partes resonaba su voz, su aviso; los otros no decían nada. Las gentes murmuraron: «La casa está llena, llena de amigos y discípulos que se han dormido después de cenar».

Y Sigüenza decía: No importa; nos dan la sensatez de un candoroso sueño, y no importa, porque este hombre acude a todos los menesteres.

Verdaderamente vivíamos confiados. Bastaba él. Abrió sendas, sendas de paz; algunas no las caminaba nadie.

Una mañana lo mataron.


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4 págs. / 7 minutos / 44 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Una Mañana

Gabriel Miró


Cuento


Salió Sigüenza por la orilla de los muelles.

Era una mañana inmensa de oro. Lejos, encima del mar, el cielo estaba blanco, como encandecido de tanta lumbre, y las paradas aguas, que de tiempo en tiempo hacían una blanda palpitación, ofrecían el sol infinitamente roto. Si pasaba una lancha, silenciosa y frágil, los remos, al emerger, desgranaban una espuma de luz.

Gritaban las gaviotas delirantes de alegría y de azul. Y en las viejas barcas de carga, los gorriones picaban el trigo y el maíz desbordado de los costales, y luego saltaban por la proa, dejando en la marina una impresión aldeana muy rara y graciosa.

Bajo las palmeras paseaban los enfermos, los ociosos, los que llegan de las tierras altas, hoscas y frías, buscando la delicia del templado suelo alicantino.

Olía el puerto a gentes de trabajo, a dinero y maderas, a vapores, a Mediterráneo, y traspasaba todas las emanaciones una fuerte y encendida, como un olor de sol, de semillas, de vida jugosa y apretada.

De todos los barcos escogió Sigüenza para mirar un vapor negro, ancho, gordo, reluciente en su misma negrura; el hierro de sus costados tenía arrugas, tacto, substancia de piel etiópica. Respiraba un hondo hervor de máquinas. Sus grúas eran palpos gigantescos que se torcían sobre la tierra; bajaban sus cadenas oxidadas, y con dos uñas terribles se llevaban cuévanos de hortalizas a las entrañas de las bodegas.

Constantemente venían carros de cestos de fruta, y el muelle era una granja en llenura venturosa.

Entre las gentes que faenaban destacaba un hombre rollizo, cebado, de color quebrada de enfermo del hígado; en sus manos, cuajadas de sortijas, aleteaba un papel donde iba anotando la carga que se engullía el vientre del vapor. Gritaba enfurecido, y miraba a todos, a Sigüenza también, con orgullo y desconfianza.


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2 págs. / 4 minutos / 45 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Una Tarde

Gabriel Miró


Cuento


Nunca tuvo nuestro mar la pureza, la alegría y quietud de esa tarde.

Sigüenza vio algunas gentes asomadas a los balcones. Todas le parecieron comunicadas de la gracia infantil, de la inocencia antigua del Mediterráneo. Si pasaba algún barco de vela se veía todo su dibujo primorosamente calado sobre el cielo y las aguas. La isla de Tabarca, que siempre tiene un misterio azul de distancia, como hecha de humo, mostrábase cercana, clara, desnuda y virginal.

Las gaviotas parecía que volasen en un recinto guardado entre dos cristales: el del cielo y el del mar, porque el mar estaba tan liso, tan inmóvil como si se hubiera cuajado en una delgada lámina y bajo de ella no hubiese más agua, sino el fondo enjuto, alumbrado de sol.

No pudo contenerse Sigüenza en su ventana. Ansiaba y necesitaba ir a la ribera, gozar del Mediterráneo, hasta tocándolo. Seguramente asistiría a algún raro prodigio; se le ofrecerían todos los encantos de las entrañas del mar.

...Halló un amigo, y juntos se fueron a los muelles, prefiriendo el de Levante, porque se entra, se aleja mucho encima de las aguas, y desde el cabo alcanza la mirada toda la ciudad reflejada, y a su espalda se asoman unas montanas remotas y azules, un delicado relieve del cielo. El menos imaginativo cree que va viajando. Todo ofrece una belleza nueva, desconocida.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Una Noche

Gabriel Miró


Cuento


Aunque lo leyó en libros muy antiguos, y lo escuchó hasta de gentes humildes, sólo después de muchos meses de postración y de padecimiento supo Sigüenza que en la salud estaba el más grande bien y alegría del hombre.

Si otra ansia sentía, quizá se derivaba de lo mismo: de la codicia de la fortaleza. Ser fuerte, sano, ágil como los marineros que pasaban bajo sus ventanas. Y viéndolos, imaginaba la vida de inmensidad, la de los puertos remotos, la vida ancha, gustosa, descuidada y andariega por países desconocidos y lueñes.

Y decidió viajar.

Los médicos le avisaron que había de prepararse para la resistencia y fatiga de las futuras jornadas; había de salir y andar. Y salió y anduvo.

Casi siempre iba por los muelles. Parábase delante de los barcos de vela, de los viejos vapores, y toda su ánima quedaba colgada de las palabras de los hombres extranjeros.

En los costados de aquellas naves se leían nombres que evocaban lo lejano y legendario. Un bergantín se llamaba Alba; había venido de Génova cargado de macizos de mármol; los tocó; parecía que temblaban en lo más profundo de su blancura guardando ya el latido de la vida y de la forma. Otro, llamado Castor, traía tablones, y aun troncos enteros de pinos, de robles, de caobas; todo el barco exhalaba un olor generoso de bosque. Una polacra de Malta llevaba un rótulo azul que decía: Siracusa. Después estaban los vapores, negros, grises, remendados de rojo; de chimeneas flacas, rollizas, rectas austeras, o inclinadas altivamente hacia atrás; las chimeneas daban a todo el buque la nota, la expresión fisonómica, como la nariz a nosotros.


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5 págs. / 9 minutos / 35 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

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