Textos más populares esta semana de Gabriel Miró etiquetados como Cuento disponibles | pág. 5

Mostrando 41 a 50 de 75 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Gabriel Miró etiqueta: Cuento textos disponibles


34567

La Fiesta de Nuestro Señor

Gabriel Miró


Cuento


Acabado el enjalbiego, dijo la señora tía, ya doblada por senectud, al sobrinico huérfano:

—Anda, Ramonete, anda; anda, hijo, y acuéstate, como a buen seguro hicieron ya todos los muchachos, que muy de mañana se ha de ir a la parroquia.

—¿Qué hay entierro o casamiento, señora tía?

—Pues, descabezado, ¿que no recuerdas el día que es? ¿Qué dijo el señor maestro?

—¡Que no había escuela!

—¿Y no paró en hablar de la grande fiesta de Nuestro Señor?

—Sí dijo de fiesta, señora tía, sí dijo.

—¿Y no entendiste que había de ser la del Corpus la más preciosa y bendita, hijo Ramonete?

—Sí que podrá ser, señora tía; que Damián y Javierico, los de la «Corrionera», y Luis y «Gabiel» y Barberá hablaron que estrenaban botas de cordones y gorras de visera reluciente y trajes de...

—Anda, Ramonete, hijo; anda y acuéstate, que bien supiste las fantasías de los rapaces... Corpus es mañana y el señor rector predica, con que...

Y el sobrinico huérfano bebió de una cántara sacada al sereno; besó la mano sequiza y rugosa de la señora tía y entrose muy despacio por la negrura del portal.

Desde lo hondo llamó tímidamente:

—¡Señora tía! ¡Señora tía!

—¡Ay, Ramonete, ay, hijo! ¿Qué antojo es ése?

—¿Ha de venir pronto, señora tía? ¡Mire que todo está fosco, y en «lo» corral sentí ruido y pasó como una fantasma, señora tía!

—¡Ay, hijo Ramonete! Encomiéndate al buen Ángel; mira que recelo que todo eso es el Enemigo que te lo hace ver...


Leer / Descargar texto

Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 42 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Compasión

Gabriel Miró


Cuento


Vivía don Isidoro con su hija, cuyo esposo muriera, y con sus nietos, dos chicos muy rollizos, blancos y alegres.

Tenían casa grande y sencilla, de ancho zaguán enlosado, y las habitaciones con puertas y zócalos de labrado roble como de sacristía y coro de catedral.

Una heredad poseían en la sierra, edificio viejo y moreno, rodeado de huertas, cuyos árboles, siendo todos lozanos y esquilmeños, todavía semejaban más verdes, más frescos y viciosos por lo apagado y rudo de la casa.

Don Isidoro había visitado muchos y remotos países, y de sus viajes y empresas trajo para la vejez dineros y enseñanzas.

Su viudez antes, y luego el casamiento de la hija con hombre vehementísimo y crapuloso, le afligieron reciamente. Y cuando éste murió, apartado del hogar, don Isidoro llevose al suyo a los huérfanos y a la madre, pálidos, asustados. Pero pronto la vieja y grande casa del abuelo se remozó en el contento del amor y la paz.

Don Isidoro no iba al casino a malsinar del gobierno y de las gentes. Tenía sosiego, hija dulcísima, alegría de nietos hermosos, grandes rentas, y todo esto, sus memorias y algunos estudios le llevaron a ser filósofo. Y lo fue tierno y optimista, aunque el optimismo suyo no era «el del esclavo que se cree dichoso, ni el del enfermo que no siente su mal».

Hallaba don Isidoro que la naturaleza era buena y hermosísima, y sólo en el hombre se escondía lo malo; pero esto tenía remedio, porque limando y quitando de la criatura humana el germen de la crueldad, la vida resultaría de una completa bienaventuranza. Y para conseguirlo se necesitaba cuidar de esa pobre criatura humana desde su nacimiento, desde muy criatura.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 42 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Niña del Cuévano

Gabriel Miró


Cuento


Estábamos acostados en las sombras, leves y movedizas, de las acacias, cuyo ramaje desmayaba por la graciosa pesadumbre de la flor.

Era en la soledad de la siesta. Veíamos caer alas secas de flores, y quedaban sobre nuestras frentes, o nuestras ropas, o en la tierra, y aquí las invadían prontamente las hormigas, que luego las dejaban; entonces venía algún codicioso gusanito; cerca de la marchita blancura se detenía, como acometido de súbita desconfianza. Nosotros no distinguíamos los ojitos del insecto; pero su formalidad humana, su incertidumbre, sus anhelos nos hacían verle ojos y hasta lentes.

Los flores no tenían el olor que ofrecen en la frescura de la tarde, olor místico, de novia besada, sino casi olor de bancal de hierba caliente. Mirando a lo alto del cielo parecían colgar con dulzura los racimos nevados, y en el íntimo y delicioso claustro de las hojas sonoreaba un estremecimiento de abejas.

Esperábamos en las afueras de la ciudad un carruaje, porque nos marchábamos a un pueblecito y bajo las acacias nos acostamos porque había sombra. Delante comenzaba el mar, de aguas quietas, fundidas en lámina pálida como tendida niebla.

Crujió la tierra a nuestra espalda y dijo una vocecita:

—¡Mérquenme este cuévano!

Y una rapaza nos presentó un hondo cuévano de mimbres aún verdes.

Era talludita y estaba pañosa, tostada y descalza; su cabeza redonda, cortados los cabellos, quizá por reciente mal, parecía de esclava.

Teníamos algunos menudos y pudimos socorrerla humildemente; pero el cesto no se lo compramos.

—Hace ahora mucho sol —le dijimos—, y todas esas casas campesinas míralas cerradas; por el camino no pasa sino algún perro vagabundo, y en la playa, solos están esos viejos barcos negros, rendidos sobre la arena. ¿Quién puede comprarte el cuévano?... Quédate a nuestra sombra.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 42 visitas.

Publicado el 13 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Las Campanas

Gabriel Miró


Cuento


La mano de membrana vieja del campanero se agarra al nudo de la soga, y principia a tirar como de un fuelle de herrería. La soga sube por lo fosco de una verja y de una lápida sudada de sepultura; y traspasa la nave y todo el cuello moreno de la torre. El tirón remueve los hombros de madera de la esquila del alba, que estaba durmiendo en el último cigoñal. Se tuerce, se va doblando, y cabecea y canta. Tiene un tono infantil y fresco. A su lado tiembla un alboroto de pájaros que se marchan a ganarse la vida. El cielo acaba de rasgarse tiernamente como la piel de una fruta; y le sale un zumo de color de rosa. En la delgada herida aparecen los contornos de la ciudad; después, la felpa negra de los pinares; y se cincela la dulce forma de dos colinas hermanas. Está deshilándose la niebla que la noche ha tejido en el carcavón; y se desnuda un prado, nuevecito del relente, y un camino que retoza muy contento.

Lo mira compadeciéndose la «Campana-Madre-1766». Son casi de la misma edad. Gruesa y pacífica, se duele de la inquietud del camino. ¡Dónde irá tan gozosa esa criatura, si ha de volver con la tierra descalza y cansada esta tarde como todas las tardes! Tiene razón; al anochecer, parece que los caminos vuelvan a los pueblos.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 42 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Nena de la Tos Ferina

Gabriel Miró


Cuento


De lejos, de una casa nueva, que remata en una torrecilla india con cuatro águilas de fundición, vienen por las noches, atravesando un solar vallado, aullidos de ahogo. Y la noche, tan inmóvil, tan dulce, se estremece de hipo.

Sigüenza deja su lectura y acude para mirar. ¡Qué delicia la del cielo enjoyado, la del silencio después del aullido! Y al remover otra página se vuelve con recelo hacia el foscor de la casa de las cuatro águilas. No es posible que los clamores salgan de ese edificio de elegancia dominguera. Pero de allí vienen siempre. Nadie hace caso. Lo que da miedo, el miedo de padecer, es que en esos gritos convulsos de estrangulación se ven las uñas de las manos que se niñean para aguantarse, para resistir desesperadamente, y el alarido de bestia se agota en una queja de garganta frágil de hija.

—Es una niña que tiene la tos ferina.

—¿Allá, enfrente?

—No; de allá enfrente es el eco. La niña vive en esta misma casa; en el piso más alto de todos.

...De día, las águilas de faldellín de hierro colado y membranas de foca, no hacen nada; pero, en lo profundo de la noche, se truecan en gárgolas horrendas y vivas que se tragan la tos de la nena y la precipitan de sus picos; y ella se oye a sí misma en la obscuridad toda de hierro hueco que agranda la tos y la vierte a pedazos.

Algunas tardes, se paran al pie de los balcones dos señoras con hijos pequeños, y preguntan por la nena enferma. Han de gritar muy recio para que las sientan desde lo alto, y han de atender a las criaturas que se quieren huir, aburridas del mismo coloquio de siempre.

—¿Que digo que cómo sigue?

De arriba va llegando la voz esparciéndose en el gozo de la claridad.

—¡Igual! No puede dormir. ¡Es una pena oírla!

—¿Qué?

—¡Que lo mismo!


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 41 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Cadáver del Príncipe

Gabriel Miró


Cuento


El príncipe se moría poco a poco en su aldea natal.

Era joven, y se habían ya cansado sus entrañas, su sangre, toda su vida. Acudieron sabios de muchas tierras: le escudriñaban todo su cuerpo; y el príncipe se pasaba desnudo los días bajo los anteojos de nieve y los dedos flacos de los médicos.

Cortesanos y labradores se juntaban en los portales de la casa aldeana del señor. Como no habían contemplado a su holgura la gloria del príncipe, les embriagaba la fuerte emoción de saber y decirse las intimidades de la augusta naturaleza. Esperaban la salida de los sabios para oírles. Oían y palpaban la enfermedad del señor. Cada médico era un trozo de carne o de víscera de príncipe: uno era el hígado; otro, el corazón; otro, los riñones, según de lo que cada uno dijese que sanaba.

Las gentes iban en busca de sus familias y amistades, y parecían llevar en sus manos un vaso precioso con la desnudez corporal y la desnudez de los dolores del ungido. Y los enfermos se consolaban de su mal, y los sanos se complacían más en su salud.

Pero como los médicos eran de tan grande saber, prolongaban la agonía del príncipe. Estaban preparados los lutos y ceremonias; se habían ya repetido con melancólica reverencia: «vienen los días tristes de la orfandad del reino»; y sonreían al heredero. Sólo faltaba que el príncipe muriese. Palatinos, generales, ministros, magistrados y próceres paseaban su tedio jerárquico por la sembradura, por el encinar, por los prados. No se explicaban el antojo de morir en una aldea. Es verdad que en ella había nacido el príncipe. Viniendo la princesa madre de otras comarcas, le llegó el parto en el camino aldeano. Después, quiso que su hijo conociese el humilde lugar y que lo amase sobre todos los lugares de su reino.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 41 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Mar: el Barco

Gabriel Miró


Cuento


Mi ciudad está traspasada de Mediterráneo. El olor de mar unge las piedras, las celosías, los manteles, los libros, las manos, los cabellos. Y el cielo de mar y el sol de mar glorifican las azoteas y las torres, las tapias y los árboles. Donde no se ve el mar se le adivina en la victoria de luz y en el aire que cruje como un paño precioso.

En mi ciudad, desde que nacemos, se nos llenan los ojos de azul de las aguas. Ese azul nos pertenece como una porción de nuestro heredamiento, una herencia enteramente romántica si no tenemos barcos ni mercaderías.

Y llegó una mañana en que el mar, tan entregado siempre a nosotros, tan dócil a través de todo, se alzó cara a cara de nosotros. Estábamos en la costa. Claridad de distancias vírgenes, de silencio, silencio entre un trueno de espumas, un temblor de brisa que aleteaba en nuestras sienes, en nuestros párpados y en nuestra boca. Un contacto de creación desnuda que calaba la piel y la sangre. Carne de alma, y el alma como un ala comba, vibrante, dolorida y gozosa de doblarse y distenderse, pero hincada en la peña. Sensación olorosa de firmamento. La mirada y el afán cogidos en nuestra vida, y alejándose encima de las aguas, aspirándolas, tocándolas sin tropiezo, como alciones hermanos. Un pasmo, una congoja del ámbito eterno y del horizonte que nunca gozaremos. Un dolor frío que quema los ojos. Y el cielo y el mar se levantaban delante de nuestra frente, se alzaban tendidos, sensitivos y duros.

De pronto tuvimos la conciencia de la soledad; de la soledad de nuestro cuerpo, de su latido caliente junto a la soledad de las aguas, soledad que no es un estado como en nosotros, sino un concepto sin realización humana, y se avivó el de eternidad sin nosotros, el de la naturaleza sublimada en sí misma.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 41 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Reloj

Gabriel Miró


Cuento


Hogar es familia unida tiernamente y siempre. El padre pasa a ser, en sus pláticas, amigo llano de los hijos, mientras la madre, en los descansos de su labor, los mira sonriendo. Una templada contienda entre los hermanos hace que aquél suba a su jerarquía patriarcal y decida y amoneste con dulzura. Viene la paz, y el padre y los hijos se vierten puras confianzas, y toda la casa tiene la beatitud y calma de un trigal en abrigaño de sierra, bajo el sol.

A los retraídos aposentos de muebles enfundados suele llegar frescura y vida de risa moza; y vuelto el silencio, síguese la voz del padre que dice de su infancia, de la casa de los abuelos...; y el cuento de las costumbres de antaño, celebradas buenamente en familia, se trenza con el de las travesuras infantiles de los hijos, ya hombres, que están atendiendo. Y el íntimo y sereno contentamiento acaba cuando el padre queda con la mirada alta y distraída recordando el verdor de su vida; suspira, o bien murmura: «¡En fin!», y mira al reloj. Entonces, los hijos besan su frente y su mano y la mano y la frente de la madre...


* * *


En estas casas, los muebles también son amados. Macizos, grandes y poderosos, sin alindamiento ni gracias de catálogos de mueblistas falaces. Los labraron pacientes y humildes oficiales en cipreses, nogales, caobas. Los fundadores del hogar, entonces prometidos, vieron los árboles, arrancados en heredades propias o traídos de bosques remotos, y aspiraron de los troncos la fragancia de su limpia y noble ancianidad.

Y estos viejos muebles han asistido a los regocijos y quebrantos del hogar y sufrieron con bondad y complacencia de abuelo los antojos y agravios de los hijos pequeños. Las maderas se han hecho prietas, tomadas como de una pátina de vetustez y cariño; capas de cariño puestas por las miradas y respiración de los dueños.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 40 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Otra Tarde

Gabriel Miró


Cuento


Una tarde primaveral, de mucha quietud, salió Sigüenza antes de que se le mustiase el ánimo bajo el poder de pensamientos, que, si no tenían trascendencia ni hondura filosófica, agobian las más levantadas ansiedades.

«¡Qué haría el mismo Goethe atado con mis sogas!», se dijo para disculparse de su mohína y cansancio.

Nada se contestó de Goethe por no inferir el mal de la respuesta. Es verdad que entonces venía la gozosa bandada de muchachos de una escuela en asueto, porque era jueves. Y esta infantil alegría suavizole de su meditación, y aun le alivió más la vista del cercano paisaje, ancho, tendido, plantado de arvejas y cebadas, va revueltas y doradas por la madurez, y parecía que todo el sol caído en aquel día estaba allí cuajado en la llanura.

Sigüenza, ya descuidado y hasta alegre, como si toda la tarde fuese suya y hermosa para su íntimo goce, bajó a la orilla del mar.

El mar, liso y callado, copiaba mansamente los palmerales costaneros como las aguas dormidas de una alberca. Y el caballero sintió pueriles tentaciones de caminar por aquel cielo acostado ante sus ojos.

Por el horizonte pasaba una procesión de barcos de vela.

Se alzó una gaviota, y remontada en el azul mostró la espuma de su pecho. Anchamente, con aleteo pausado, volaba el ave del mar. La perdieron los ojos de Sigüenza; mas luego volvieron a gozarla. Llegaba del tenue confín trazando un magnifico círculo en las inmensidades. Dio un exultante grito y descendió a la paz de las aguas.

Sigüenza la envidió, y volviose a la ciudad. Desde una reja de un colegio le miraba un chico. Acercose Sigüenza, y vio la sala despoblada y triste; olía a delantales y pupitres. En el fondo, junto a las ventanas de un patio, mondaba guisantes la vieja mujer del maestro, y los cristales de sus antiparras resplandecían fieramente.

—¿Tú solo en la escuela? ¡Todos salieron al campo!


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 40 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Aldea en la Ciudad

Gabriel Miró


Cuento


Sigüenza ha entrado en la ancha calle de «todos los días», calle europea, recta, larga, con árboles esquilados que se juntan a lo lejos haciendo un macizo de verdura; con cables, que revibran como una cigarra enorme de este hondo ardiente de la ciudad. Todas las mañanas llega Sigüenza al mismo cantón de la calle, pasando por los mismos sitios, y al pisar las roídas losas y las desolladuras de cemento de la acera vuelve a vivir en las anteriores mañanas.

Todos recordamos que Kant salía puntualmente a las dos de la tarde de su casa de Koenigsberg, y se recogía a las tres, caminando siempre por los mismos lugares. Parece que esto fue lo único que vio del mundo de fuera. Y tampoco lo vio, porque iba entregado al mundo metafísico. Pues Sigüenza aventaja al filósofo en tardar más tiempo; en que el mundo de fuera, los desportillos y atolladeros de las baldosas le recuerdan el camino de su oficina, y, finalmente, se diferencia del varón de Koenigsberg en que éste andaría con el reposo del sabio, y Sigüenza con el atolondramiento de un hombre que llevase una recia cartera de negocios debajo del brazo, pero que no trae esa cartera. ¡Es terrible, Señor, tener prisa y no sentirla, y sentirla y no tenerla!

Y cuando esa mañana —que no es preciso determinarla porque es semejante a todas las mañanas— ha llegado Sigüenza a su parada de tranvía, ha visto que le miraba y se le acercaba un señor capellán.

—¿Usted sabe si este tranvía puede llevarme al Provisorato?

—«Ese» tranvía sólo puede dejarle en un escritorio.

Todas las mañanas encuentra Sigüenza los mismos pasajeros, y unos hidalgos que salen de casa a hora fija, no siendo Kant, son empleados.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 40 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

34567