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autor: Gabriel Miró etiqueta: Cuento fecha: 18-10-2021


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Estampas del Faro

Gabriel Miró


Cuento


I. La aparición

El fanal rueda muy despacio, tendiendo sus aspas de polvo de lumbre, y alguna vez las traspasa un buho, un autillo, que rebota loco y cegado por el relámpago de su cuerpo.

Bajo, truena la mar, quebrándose en los filos y socavones de la costa, y se canta y se duerme ella misma, madre y niña, acostándose en la inocencia de las calas.

Todo el cielo como una salina de luces, que en el horizonte se bañan desnudas y asustadas. Y la vía láctea parece recién molida en la tahona de la claridad del faro.

Hay una estrella encarnada casi encima del mar. Está muy quietecita mirándome.

Yo he venido de una masía de montaña. Costra, el pastor, y los dos labradores viejos, me han mostrado con la cayada y con sus manos, rudas y grandes de apóstoles de pórtico, las aldeas y veredas del firmamento. Esa estrella roja no se veía. Pero es que esa estrella está más baja que la ventanita de mi dormitorio.

—Eso no es una estrella; es el faro de la isla.

—¡Otro faro! —grito yo muy contento—. ¡Dos faros casi juntos!

—¡Casi juntos, no! Hay seis millas del uno al otro.

—Bueno: ¡y qué son seis millas!

Porque yo no lo sabía. Seis millas entre dos estrellas me hubiese parecido una distancia fabulosa de siglos; entre dos faros era tenerlos en mis manos como dos antorchas.


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Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Mar: el Barco

Gabriel Miró


Cuento


Mi ciudad está traspasada de Mediterráneo. El olor de mar unge las piedras, las celosías, los manteles, los libros, las manos, los cabellos. Y el cielo de mar y el sol de mar glorifican las azoteas y las torres, las tapias y los árboles. Donde no se ve el mar se le adivina en la victoria de luz y en el aire que cruje como un paño precioso.

En mi ciudad, desde que nacemos, se nos llenan los ojos de azul de las aguas. Ese azul nos pertenece como una porción de nuestro heredamiento, una herencia enteramente romántica si no tenemos barcos ni mercaderías.

Y llegó una mañana en que el mar, tan entregado siempre a nosotros, tan dócil a través de todo, se alzó cara a cara de nosotros. Estábamos en la costa. Claridad de distancias vírgenes, de silencio, silencio entre un trueno de espumas, un temblor de brisa que aleteaba en nuestras sienes, en nuestros párpados y en nuestra boca. Un contacto de creación desnuda que calaba la piel y la sangre. Carne de alma, y el alma como un ala comba, vibrante, dolorida y gozosa de doblarse y distenderse, pero hincada en la peña. Sensación olorosa de firmamento. La mirada y el afán cogidos en nuestra vida, y alejándose encima de las aguas, aspirándolas, tocándolas sin tropiezo, como alciones hermanos. Un pasmo, una congoja del ámbito eterno y del horizonte que nunca gozaremos. Un dolor frío que quema los ojos. Y el cielo y el mar se levantaban delante de nuestra frente, se alzaban tendidos, sensitivos y duros.

De pronto tuvimos la conciencia de la soledad; de la soledad de nuestro cuerpo, de su latido caliente junto a la soledad de las aguas, soledad que no es un estado como en nosotros, sino un concepto sin realización humana, y se avivó el de eternidad sin nosotros, el de la naturaleza sublimada en sí misma.


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Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Águila y el Pastor

Gabriel Miró


Cuento


Un águila seguía siempre al rebaño. Su grito resonaba en todo el ámbito azul del día; las ovejas se paraban mirándola; a veces volaba tan terrera que se sentía el ruido de sus plumas y de su pico y toda su sombra pasaba por los vellones de las reses.

Tendíase el pastor encima de la grama, y se apretaba el ganado contra el peñascal del resistero. Todo el hondo era de sol: labranza roja, árboles tiernos, huertas cerradas, caseríos como escombros, caminos hundidos en el horizonte del humo...

El pastor pensó: «Veo más mundo del que podré caminar en mi vida, y él no me ve; si ahora viniese el hijo del amo y yo lo despeñara, nadie lo sabría, estando delante de tanta tierra».

Se revolvía muy contento, hundiendo la nuca en el herbazal; pero le roía la frente una inquietud como de párpado que quiere abrirse, y alzaba los ojos. Agarrada a las esquinas de un tajo, doblándose toda, le miraba el águila. El pastor botaba y maldecía y apuñazaba el aire como un poseído. Crujía su honda y zumbaba su cayado. Y el águila se iba elevando.

Cuando se acostaba en la besana la sombra del monte, el pastor recogía su rebujal; el mastín sendereaba a los recentales y acudía por las ovejas zagueras. Arriba, despacio y recta, volaba el águila, vigilándoles su camino.

Toda la soledad estaba para el hombre llena del furor de los ojos del ave flaca y rubia; se sentía adivinado en sus pensamientos. ¿No hubo palomas enamoradas de hombres y corderos apasionados de mujeres? Pues el pastor y el águila se aborrecían. «¿Desde dónde estará mirándome ahora?» —se preguntaba de noche el pastor. Y escondió armadijos cerca de la majada, y les puso cebo de carroña, de tasajo y hasta de pan de su comida.


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Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Ángel

Gabriel Miró


Cuento


Eternamente volaba en lo recóndito del cielo. Lo más encandecido de la gloria circulaba como sangre por su naturaleza, y de lo mismo era el aire que levantaban sus alas y sus vestiduras.

Cuando fueron sumergidos en la condenación los ángeles rebeldes, se deslizó a las otras estancias celestiales que ellos habían perdido, y no se dió cuenta de su tránsito. Era dichoso en su vuelo de silencio y de indiferencia de espíritu puro.

Los querubines vibraban como élitros de oro; los serafines se abrasaban embelesadamente contemplando sin pestañear el trono del Señor; los arcángeles, estruendosos, terribles y magníficos, pasaban y volvían con sus atributos y misiones; y los hermanos del Ángel, los ángeles, volaban tendidos, verticales, arrodillados, en actitudes y ruedos graciosos de guirnaldas, glorificando la misma gloria con su felicidad, porque precisamente en su felicidad se cifraba su motivo y su valor eterno y su cántico sin garganta.

Poco a poco envejecía el mundo, según afirmaban los querubines, que siendo de cerebro alado podían saberlo todo. Y comenzaron a subir las almas de los escogidos. Tantas llegaban, que hasta el Ángel las vió. Y dijo: «¿Quién será esta gente?»

Entonces un querubín que cabeceaba entre la talla de un pilar, le explicó:

—Son criaturas bienaventuradas que vienen de la tierra.

—¿Para qué?

—Vienen a gozar del premio que han logrado con sus buenas obras.

—¿Y nosotros?

—Nosotros, no. Nosotros ya estamos sin haber hecho nada. ¡En cambio, repara cómo llegan esos!


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Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Cadáver del Príncipe

Gabriel Miró


Cuento


El príncipe se moría poco a poco en su aldea natal.

Era joven, y se habían ya cansado sus entrañas, su sangre, toda su vida. Acudieron sabios de muchas tierras: le escudriñaban todo su cuerpo; y el príncipe se pasaba desnudo los días bajo los anteojos de nieve y los dedos flacos de los médicos.

Cortesanos y labradores se juntaban en los portales de la casa aldeana del señor. Como no habían contemplado a su holgura la gloria del príncipe, les embriagaba la fuerte emoción de saber y decirse las intimidades de la augusta naturaleza. Esperaban la salida de los sabios para oírles. Oían y palpaban la enfermedad del señor. Cada médico era un trozo de carne o de víscera de príncipe: uno era el hígado; otro, el corazón; otro, los riñones, según de lo que cada uno dijese que sanaba.

Las gentes iban en busca de sus familias y amistades, y parecían llevar en sus manos un vaso precioso con la desnudez corporal y la desnudez de los dolores del ungido. Y los enfermos se consolaban de su mal, y los sanos se complacían más en su salud.

Pero como los médicos eran de tan grande saber, prolongaban la agonía del príncipe. Estaban preparados los lutos y ceremonias; se habían ya repetido con melancólica reverencia: «vienen los días tristes de la orfandad del reino»; y sonreían al heredero. Sólo faltaba que el príncipe muriese. Palatinos, generales, ministros, magistrados y próceres paseaban su tedio jerárquico por la sembradura, por el encinar, por los prados. No se explicaban el antojo de morir en una aldea. Es verdad que en ella había nacido el príncipe. Viniendo la princesa madre de otras comarcas, le llegó el parto en el camino aldeano. Después, quiso que su hijo conociese el humilde lugar y que lo amase sobre todos los lugares de su reino.


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Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Cabeza de Piedra, su Alma y la Gloria

Gabriel Miró


Cuento


La cabeza de piedra pasaba siglos de tedio al lado de una ojiva, en la cantonada más húmeda y fosca del claustro. El artista le dejó toda su alma, y la cabeza pensaba: «Se me va exprimiendo la piel de mi piedra en este olvido. Nadie me nombra; no me quiere ni el sol. Si el que me crió con aquellas manos que ardían y vibraban por dentro, me puso su alma y semejanza para que yo perpetuase su recuerdo, se engañó como en toda la vida desdichada de su carne. Escasos son los que reparan en mi presencia: dos enamorados que vinieron a mi soledad y se besaron mirándome; un hombre triste y muy pálido, que sonreía lo mismo que mi boca, y me dijo: «Estoy sufriendo como tú has sufrido»; una mujer que me arrancó una hierbecita en flor que me había salido en una herida de las sienes y se la guardó entre sus pechos, que temblaban... En cambio, esas gárgolas horribles de todo gozan, y se hablan y cantan; todas las gentes las ven y las celebran. ¡Cómo se reirán esos monstruos de mis pensamientos!»

Los monstruos no sabían que la cabeza pensara, quizá porque ellos, para decirse las cosas, sólo necesitaban la laringe de cañuto de plomo que les horadaba la figura. Eran un vampiro y un chacal; pertenecían a las vertientes grandiosas de la nave, de la linterna, de los contrafuertes, de las torres. La gárgola-vampiro tenía casi dobladas sus alas diablescas y una buba verde les roía las puntas de los cartílagos; sus orejas humanas se erguían ávidas del alborozo de los campaneros, de los gritos de los pájaros que rodeaban las agujas y veletas, del tránsito de los claustros, y su boca de mala vieja, que chupó la sangre helada de los difuntos, se había desgarrado de tanta agua que la iba pasando. La gárgola-chacal estaba agazapada detrás del Tiempo; parecía que sus flancos, sus músculos, sus huesos, fuesen a crujir y quebrarse, y sus patas delanteras se estiraban eternamente las fauces para dar toda la lluvia de los cielos.


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Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Estampas de un León y una Leona

Gabriel Miró


Cuento


I. El desierto

La leona venía despacio, dulce, tibia, encarnada de sol poniente, un sol redondo, de hierro vivo de fragua, que humeaba al entrarse en el arenal. Caminaba sintiendo el ritmo de todo su cuerpo, la sensación resbaladiza de sus ijares sudados, la condescendencia de su cola, que le pesaba blandamente de anca en anca. Le parecía que iba abriendo el silencio como una hierba tierna.

A media tarde, por el arco del horizonte, pasó una caravana, una larga hilera de camellos flacos, que, al recoger el olor de leona, se precipitaron a grandes zancadas, estampando rápidos triángulos en el azul. Y después, ni una nube, ni un ave, ni una ola de aire había removido la soledad del desierto y del cielo. Todo crispándose, tan seco, tan metálico, que la leona lo sentía vibrar como si tuviese un finísimo abejorro de plata en sus rapadas orejas.

La inmensidad de pliegues, de abolladuras, de aristas, de lomas y planicies, se moraba y enrojecía de crepúsculo. Semejaba que la leona estuviese siempre en medio del mismo ruedo, de un escudo abrasante de arena y de vaho, y en el borde comenzaban a subir unas palmeras diminutas, donde se quedó el león postrado frente al pozo, con los brazos tendidos, rectos, juntos; las garras, cerradas; todo en una actitud arquitectónica de capitel; pero un capitel que fuese lo único del monumento a que perteneció, y ha de seguir resistiendo un conjunto y participando de una armonía que han desaparecido.

La leona le pasó la hoja de lis de su lengua, quitándole la pulverización del desierto que se cristalizaba en su ceño sublime, y le enjugó dos lágrimas envejecidas; pero el león seguía mirando el filo del sol de las dunas, y ella se apartó del oasis sin decirle nada.

Ahora volvía hundiéndose hasta el vientre en lo esponjoso de las hoyadas, resbalándole las garfas con un ardiente crujido en los suelos apretados.


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Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Molino

Gabriel Miró


Cuento


La mañana es más clara y gozosa en torno del molino.

Ruedan las velas henchidas, exhalando una corona de luz como la que tienen los santos.

En el reposo caliente y duro parece que se oiga la senda rajándose de sol y hormigueros. El viento que bajó de la quebrada, y se durmió en la pastura, y se puso a maldecir en los vallados y en el cornijal de las heredades, da un brinco y se sube al molino, y tiembla y bulle en las aspas de lona.

Las seis alas se juntan en una para los ojos: la que está en lo alto y hace más jovial y más fresco el azul. Y desde arriba canta una tonada de brisa luminosa que dice:

—¡Buen día y pan!

Ya no tiene que trabajar la muela, o se ha marchado el viento antes que el maquilero, y el molino se va parando, parando...

Se queda inmóvil y como desnudo.

Una hormiga gorda, sin soltar el grano que cogió del portal, le murmura a su comadre:

—¡Mira el molino! ¡Tenía una vela remendada!

La comadre se ríe, frotándose los palpos.

—¡Válgame! ¡Tanta vanagloria, y con un remiendo!

Se marchan muy ahina a su troje de la senda para contar el secreto del molino.

El molino no las ve. Sólo atiende hacia las grandes distancias, esperando. Sus seis velas son seis hermanas cogidas de los brazos y de las túnicas de virgen, y también aguardan, calladas, en el azul.

Pero es verdad: una tiene un remiendo, y cuando todas volaban, el remiendo florecía de color suave de trigo y de miel en la blancura de las otras alas.

Ha saltado otra vez el aire. Se comban y crujen las entenas, y, al rodar, parece que se alzaron juntas todas las palomas de la comarca. ¡Qué gozo da el molino y su campo! Trasciende el grano y la harina. La vela remendada esparce gloriosamente su color maduro de sol en la corona de blancura que tejen sus mejillas sobre el cielo. El remiendo entona las claridades en lo alto, y, bajo, hace candeal.


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Un Camino y el Niño del Maíz

Gabriel Miró


Cuento


Un niño trae un costal de cañas de maíz y panojas ya granadas.

Viene por un camino calcáreo, requemado y roto. Pasa el camino revolviéndose bajo los jardines: muros con felpas fungosas; bronces y siena de los líquenes; cercados de piedra viva; tapias frescas, cantonadas de cal, subiendo, bajando; y cuelgan los rosales, las hiedras, las parras; se van asomando las higueras, que esparcen el olor de pámpano y de tronco de leche; una palmera torcida desperezándose; un naranjo redondo; arcadas de una glorieta de mirto; jarrones con cactos inmóviles; almenas de boj; un ciprés claustral como un índice que se pone en los labios de los huertos para que todo calle, menos el agua, las frondas, las abejas, los pájaros, las horas de las torres que nadan en el azul, los cánticos de los gallos, las pisadas de los caminantes, los vuelos de los palomos; todo calla menos el silencio.

Los jardines, además de sus puertas y verjas principales, tienen una puertecita íntima y humilde con su gradilla en puente diminuto sobre la cuneta del camino. Por allí sale el hortelano, y llama y aguardan los pordioseros.

El niño del maíz también se para; está abierto uno de esos postigos de los huertos, y hay niños jugando; se miran, se ríen y hacen amistad.

Este camino es de tanta belleza, que hasta los dueños de los jardines vienen, algún día, por los arriates de las tapias para verlo. Todo lo miran, lo aprueban; sonríen delicadamente, como si realizaran o consintieran una buena obra. Es una delicia ser buenos. Casi no comprenden que los demás no tengan un jardín como el suyo, con un camino como éste, desollado, ardiente y hondo entre muros frescos y tapias nítidas, deslumbrantes.

Los niños del huerto han entrado al niño del maíz. Ya se quieren mucho; el hombro del rapaz huele a soga, y su camisa, a sudor, a forraje y mazorcas de granos tiernos y blancos como los dientes del chico.


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La Aldea

Gabriel Miró


Cuento


La aldea se ha criado entre los oteros de vinares.

Prieta, dorada, caliente; con sus hortales jugosos de bardas crudas y ropas tendidas; un alboroto de sendas y acequias que se van cegando en el frescor de la senara; una lumbre de balsa y de vidrios. Sube la espadaña de cal de una ermita morena que en cada cantón tiene un ciprés. De lejos, todo cincelado en claridad. Parece una aldea blanca, no siéndolo.

Bien pueden quedarse en los bancales y en el ejido las cosechas maduras. Nadie hurtará un fruto, sino los gorriones que sólo toman lo preciso.

Si un aldeano se lisia, lo biznan, acuden al Cristo de la ermita; y la imagen y la hierba de la salud le remedian.

Hay un hombre justo que elogia y practica la verdad, y arranca las discordias, los cuidados y muchas tentaciones lo mismo que si quitara el rancajo de la carne.

Siempre se eleva un humo tranquilo y oloroso como de sacrificio de Abel, agradable a Dios. Todos los hornos cuecen; las madres amasan, lavan y tienden; los hombres guían las yuntas por el secano, cavan la gleba encarnada con un azadón de sol; las doncellas hilan, llenan las cántaras en un remanso azul, y bailan en las eras la misma tonada que junta al ganado que se entró por los herrenes.

Llega el invierno. De los oteros vienen galopando los vendavales; laten los mastines; se estremece el esquilón de la ermita; toda la aldea cruje como una espalda vieja que se dobla; por las cuestas nunca acaba de pasar un tumulto de reses con tábano. Los niños se asustan y lloran. Y las abuelas, persignándose, les dicen:

—¡Son las bestias negras de los demonios; los demonios hambrientos de pecadores, y como aquí no hay, embisten contra los portales y vallados! ¿No los veis?

Y abren un postigo; y los nietos ven los demonios, y se duermen bajo el cabezal.

No hay pecadores. La aldea es pura.


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Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

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