Cuando el tren, un tren mixto muy viejo, abandonó la humilde
estación, penetró en Sigüenza todo el silencio de aquellos lugares;
porque era una de esas estaciones desamparadas, sin pueblo. El pueblo
que le había dado generosamente su nombre estaba perdido en la soledad,
sin tren. Era una de las más castizas estaciones españolas.
Andando atravesó Sigüenza campos arrugados por la labranza,
terronosos y duros. Las cebadas, antes de espigar, tenían color de
maduras, quemadas de sed; la viña, apenas mostraba algunos nudos tiernos
por el brote; las sendas pasaban retorcidas, huyendo delante de las
masías, muchas ya cerradas por la emigración.
Y los bancales yermos, con árboles crispados; las tierras enjutas;
los rastrojos inmensos, tejían, ensamblándose, la parda solana, tendida y
muda bajo el cielo glorioso de la tarde.
Unos suaves oteros se iban desdoblando lejanamente.
En la profunda paz resonaban las nachas de dos campesinos.
Derribaban un ciprés venerable que estuvo más de un siglo solitario y
rígido, como en oración, elevándose serenamente sobre la abundancia o
la miseria del paisaje.
Al amor de una dulce umbría quedaba un rodal de sembrado fresco y
vivo. Sentose Sigüenza en la linde, y las alondras huyeron quejándose.
El camino era blanco y seco, sin una huella de rebaño ni de caminante.
No había nadie en toda la tarde.
En el ocaso, subía una niebla desde el hondo transparentándose sobre
las cansadas brasas del sol. Se levantó Sigüenza; y su sombra se
agrandaba en las cuestas de los oteros.
A su espalda oyó las alondras que volvían, llamándose al refugio de los cachos del bancal.
Cruzó la desolación de una barranca, donde una higuera vieja desenterraba sus manos trágicas de raíces.
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