La Niña del Cuévano
Gabriel Miró
Cuento
Estábamos acostados en las sombras, leves y movedizas, de las acacias, cuyo ramaje desmayaba por la graciosa pesadumbre de la flor.
Era en la soledad de la siesta. Veíamos caer alas secas de flores, y quedaban sobre nuestras frentes, o nuestras ropas, o en la tierra, y aquí las invadían prontamente las hormigas, que luego las dejaban; entonces venía algún codicioso gusanito; cerca de la marchita blancura se detenía, como acometido de súbita desconfianza. Nosotros no distinguíamos los ojitos del insecto; pero su formalidad humana, su incertidumbre, sus anhelos nos hacían verle ojos y hasta lentes.
Los flores no tenían el olor que ofrecen en la frescura de la tarde, olor místico, de novia besada, sino casi olor de bancal de hierba caliente. Mirando a lo alto del cielo parecían colgar con dulzura los racimos nevados, y en el íntimo y delicioso claustro de las hojas sonoreaba un estremecimiento de abejas.
Esperábamos en las afueras de la ciudad un carruaje, porque nos marchábamos a un pueblecito y bajo las acacias nos acostamos porque había sombra. Delante comenzaba el mar, de aguas quietas, fundidas en lámina pálida como tendida niebla.
Crujió la tierra a nuestra espalda y dijo una vocecita:
—¡Mérquenme este cuévano!
Y una rapaza nos presentó un hondo cuévano de mimbres aún verdes.
Era talludita y estaba pañosa, tostada y descalza; su cabeza redonda, cortados los cabellos, quizá por reciente mal, parecía de esclava.
Teníamos algunos menudos y pudimos socorrerla humildemente; pero el cesto no se lo compramos.
—Hace ahora mucho sol —le dijimos—, y todas esas casas campesinas míralas cerradas; por el camino no pasa sino algún perro vagabundo, y en la playa, solos están esos viejos barcos negros, rendidos sobre la arena. ¿Quién puede comprarte el cuévano?... Quédate a nuestra sombra.
Dominio público
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Publicado el 13 de octubre de 2021 por Edu Robsy.