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autor: Gabriel Miró


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Libro de Sigüenza

Gabriel Miró


Cuentos, Colección


Lector

(Página preliminar de la primera edición)


Este Sigüenza que aquí aparece es el mismo que caminó tierras de Parcent, recogiendo el dolor de sus hombres leprosos.

Sigüenza ha sido el íntimo testimonio y aun la medida y la palabra de muchas emociones de mi juventud.

Para mí, Sigüenza significa ahínco, recogimiento, evocación y aun resignación de las cosas que a todos nos pertenecen. De aquí que su libro puedas considerarlo tuyo. Yo te digo que lo que en él se refiere se hizo carne en Sigüenza. No me he regodeado formando a Sigüenza a mi imagen y semejanza. Vino él a mí según era ya en su principio. Y cuanto él ve y dice, no supe yo que había de verlo y de decirlo hasta que lo vio y lo dijo.

Lector: que Sigüenza te sea tan amigo como lo fue mío, aunque no, que no lo sea, porque sospecho que tanta amistad no habría de consentirte la grave madurez de pensamientos necesarios para una vida prudente. Tú, después que él te lleve por algunas comarcas levantinas y catalanas, déjatelo en este libro, siquiera hasta que yo te lo traiga en otro, si me quedase vagar para reunir algunas glosas y jornadas que todavía andan esparcidas, como lo estaban las que aquí te ofrezco.





Capítulos de la Historia de España

El señor de Escalona

(Justicia)


En la primera mocedad de Sigüenza, algunos amigos familiares le dijeron:

—¿Es que no piensas en el día de mañana?

Y Sigüenza les repuso con sencillez, que no, que no pensaba en ese día inquietador, y citó las Sagradas Escrituras, donde se lee: «No os acongojéis diciendo: ¿qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos cubriremos?». Y todo aquello de que «los lirios del campo no hilan ni trabajan, y que las pajaricas del cielo no siembran, ni siegan, ni allegan en trojes...».


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Dominio público
137 págs. / 4 horas / 238 visitas.

Publicado el 29 de julio de 2020 por Edu Robsy.

Estampas del Faro

Gabriel Miró


Cuento


I. La aparición

El fanal rueda muy despacio, tendiendo sus aspas de polvo de lumbre, y alguna vez las traspasa un buho, un autillo, que rebota loco y cegado por el relámpago de su cuerpo.

Bajo, truena la mar, quebrándose en los filos y socavones de la costa, y se canta y se duerme ella misma, madre y niña, acostándose en la inocencia de las calas.

Todo el cielo como una salina de luces, que en el horizonte se bañan desnudas y asustadas. Y la vía láctea parece recién molida en la tahona de la claridad del faro.

Hay una estrella encarnada casi encima del mar. Está muy quietecita mirándome.

Yo he venido de una masía de montaña. Costra, el pastor, y los dos labradores viejos, me han mostrado con la cayada y con sus manos, rudas y grandes de apóstoles de pórtico, las aldeas y veredas del firmamento. Esa estrella roja no se veía. Pero es que esa estrella está más baja que la ventanita de mi dormitorio.

—Eso no es una estrella; es el faro de la isla.

—¡Otro faro! —grito yo muy contento—. ¡Dos faros casi juntos!

—¡Casi juntos, no! Hay seis millas del uno al otro.

—Bueno: ¡y qué son seis millas!

Porque yo no lo sabía. Seis millas entre dos estrellas me hubiese parecido una distancia fabulosa de siglos; entre dos faros era tenerlos en mis manos como dos antorchas.


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Dominio público
14 págs. / 24 minutos / 49 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Los Almendros y el Acanto

Gabriel Miró


Cuento


Estaba el huerto todavía blando, redundado del riego de la pasada tarde; y el sol de la mañana se entraba deliciosamente en la tierra agrietada por el tempero.

En los macizos ya habían florecido los pensamientos, las violetas y algunos alhelíes; las pomposas y rotundas matas de las margaritas comenzaban a nevarse de blancas estrellas; los sarmientos de los rosales rebrotaban doradamente; los tallos de las clavellinas engendraban los apretados capullos, y todo estaba lleno y rumoroso de abejas.

Por encima de los almendros asomaba la graciosa y gentil ondulación de los collados, en cuyas umbrías las nieves postreras iban derritiéndose.

Los almendros ya verdeaban; tenían el follaje nuevo, tan tierno, que sólo tocándolo se deshacía en jugos; y tan claro, que se recortaba, se calaba en el cielo como una blonda, y permitía que se viera todo el bello dibujo de los brazos de las ramas, las briznas, los nudos. Comenzaba a salir de la flor el almendruco apenas cuajado, de corteza velludita, aterciopelada.

Con la boca arrancó Sigüenza uno de estos frutos recientes, chiquitines, y se le fundió en ácida frescura deliciosa.

Todo el almendro parecía ofrecérsele en su sabor.

Lo fue aspirando mirándolo; y vio los restos de muchas flores muertas, las huellas de muchas almendras malogradas.

Estos árboles impacientes, ligeros, frágiles, exquisitos, dejan una espiritualidad, una melancolía sutil en el paisaje, y traen a nuestra alma la inquietud que inspiran algunos niños delgaditos, pálidos, de mirada honda y luminosa, que hacen temer más la muerte...

¿Por qué florecen estos árboles tan temprano? ¿No parece que voluntariamente se ofrezcan al sacrificio, que quieran consolar al hombre enseñándole que han de quemarse y deshojarse muchas ansias antes de que cuaje la deliciosa fruta del alcanzado bien?...


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Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 96 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Obispo Leproso

Gabriel Miró


Novela


I. Palacio y colegio

I. Pablo

Se dejó entornada la puerta de la corraliza.

¡Acababa de escaparse otra vez! Y corrió callejones de sol de siesta. Se juntó con otros chicos para quebrar y amasar obra tierna de las alfarerías de Nuestra Señora, y en la costera de San Ginés se apedrearon con los críos pringosos del arrabal.

Pablo era el más menudo de todos, y al huir de la brega buscaba el refugio del huerto de San Bartolomé, huerto fresco, bien medrado desde que don Magín gobernaba la parroquia.

La mayordoma le daba de merendar, y don Magín, sus vicarios y don Jeromillo, capellán de la Visitación, le rodeaban mirándole.

Pablo les contaba los sobresaltos de su madre, el recelo sombrío de su padre, los berrinches de tía Elvira, la vigilancia de don Cruz, de don Amancio, del padre Bellod, ayos de la casa.

—...¡Y yo casi todas las siestas me escapo por el trascorral!

—¡Te dejan que te escapes!

Y don Magín se lo llevó a la tribuna del órgano.

Se maravillaba el niño de que por mandato de sus dedos —sus dedos cogidos por los de don Magín— fuera poblándose la soledad de voces humanas, asomadas a las bóvedas, sin abrir las piedras viejecitas. Siempre era don Jeromillo el que entonaba o «manchaba», gozándose en su susto de que los grandes fuelles del órgano se lo llevasen y trajesen colgando de las sogas.


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Dominio público
237 págs. / 6 horas, 55 minutos / 269 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2020 por Edu Robsy.

Años y Leguas

Gabriel Miró


Novela


Dedicatoria

Sigüenza se ve como espectáculo de sus ojos, siempre a la misma distancia siendo él. Está visualmente rodeado de las cosas y comprendido en ellas. Es menos o más que su propósito y que su pensamiento. Se sentirá a sí mismo como si fuese otro, y ese otro es Sigüenza hasta sin querer. Sean estas páginas suyas para el amigo de Sigüenza, más Sigüenza y más él.

La llegada

Camino de su heredad de alquiler, se le aparece a Sigüenza el recuerdo de una rinconada de Madrid. Las ciudades grandes, ruidosas y duras, todavía tienen alguna parcela con quietud suya, con tiempo suyo acostado bajo unas tapias de jardines. Asoma el fragmento de un árbol inmóvil participando de la arquitectura de una casona viejecita.

Por allí se internaba muchas veces Sigüenza. La rinconada le dio su goce a costa del cansancio de la ciudad. Allí se escaparía cuando quisiera, llenándose el corazón y los ojos de todo aquello, como si se llenara, de prisa, los bolsillos.

Promesa de provincia; es decir, de infancia. Detrás de un cantón surge el horizonte de tierra labradora: follajes opulentos de la Casa Real; nieblas del río; senderitos que se tuercen y suben, y se apartan de Madrid, anda que andarás...

...Y al volver la memoria, le parecía a Sigüenza que volviese con recelo sus ojos a muchas leguas de distancia. Porque, ahora, desde la verdad rural, aquel sitio apacible, de consolación, no era sino el principio de la ciudad, un embuste de calma.

Iba Sigüenza montado en un jumento, porque así recorrió, hacía mucho tiempo, sus campos natales. Estaba muy gozoso, como entonces; no había más remedio, para guardarse fidelidad a sí mismo, al que era hacía veinte años. Y se inclinaba tocando la piel tibia y sudada de la cabalgadura, y se miró en sus ojos, gordos, dorados y dulces como dos frutos.


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Dominio público
202 págs. / 5 horas, 53 minutos / 326 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2020 por Edu Robsy.

Las Águilas

Gabriel Miró


Cuento


Cuando las cumbres se encendían de sol grande y nuevo, y los sembrados de la llanura y las tierras arboladas, los hondones y el río, aún quedaban en el misterio de un remanso de noche, pasaban entre las sierras dos águilas, y se perdían excelsas, penetrando en el cielo, declinante en bóveda sobre otros paisajes.

Si era mañana recatada y blanca de nieblas, las nieblas, dóciles a los costados de los montes, recogidas en la fronda, tendidas castamente al amor del río, y viajeras encima de la anchura de todo el valle, las águilas hendían el blanco humo, y envueltas en girones de gasas parecían muy negras, más solitarias, bravas, augustas como la de los Alpes, que viera Obermann conmovido de grandeza.

Y por las tardes, cuando las cumbres recibían la morada doración de sol grande y rendido y se iban apagando las laderas y el azul se desnudaba de color fundiéndose en palidez de cansancio, tornaban lentas las nobles aves.

Algunos días las águilas resbalaban muy altas en el lago del cielo del valle sin estremecer sus alas, trazando ondas y ruedos de vuelo, voluptuosidad de la mirada.

...Y los senderos abiertos en la serranía y en los cultivos, los buenos senderos que no nos parecen en quietud sino que se deslicen por lo liviano y lo fragoso como tranquilos manantiales; y los barrancos hoscos y húmedos o pedregosos y sedientos; y los gruesos verdores de los pinares; y los gentiles chopos asomados al río; y los tiernos campos regadizos y los añosos olivares que suben las laderas; y los casales esparcidos en la soledad, todo el valle, hondura, eminencias y cielo, todo estaba como ennoblecido, espiritualizado y sellado de la adustez y grandeza melancólica de las dos aves, que habían elegido la desgarradura de un peñasco para mansión suprema de su amor.


* * *


...Y llegó al valle de las águilas un hombre prendado del silencio, de la fuerza y de la paz de las montañas.


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3 págs. / 6 minutos / 72 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Sepulturero

Gabriel Miró


Cuento


Artistas y eclesiásticos, copleros y filósofos han labrado la biología y estampa del buen cavador.

Sus manos crían cortezas de tierra y substancias humanas; sus uñas hieden a difunto; su mirada tiene la voracidad y la lumbre fría de los pardales ominosos; su carne está siempre lívida y sudada; sus entrañas, secas.

Hasta creemos que se divierte partiendo cráneos de la fosa común.

Y sí que los quiebra o los raja, sin querer, algunas veces. El fosal tiene el vientre gordo, hinchado de cadáveres. No caben más. Allí se amontona y aprieta la vida pasada de un siglo del pueblo. ¡Hay que agrandar el cementerio! Y salta un hueso astillado. Fuera está el paisaje libre, ancho, feraz. La azada se hundiría gozosamente en el tempero dócil, saliendo fresca y olorosa. El mundo se le ofrece al sepulturero como un arca infinita para guardar esos pobres hombres que se mueren, que no son como él.

No son como él. Los dioses, los sabios, los héroes, los místicos presienten la inmortalidad; el sepulturero es el único que puede sentirla. En otro tiempo también pudieren regodearse con ella los verdugos. Los funerarios, no. Los funerarios son mozos mediocres de la Muerte. Los capellanes, tampoco; mantienen su liturgia para los que viven. El sepulturero se queda solo con los muertos. Ha de parecerle que le pertenecen y le necesitan; de modo que a él nunca le será permitido ser difunto. Carece de la idea y de la emoción del sepulturero... No las recibirá de sus camaradas, de los otros sepultureros, porque son eso, camaradas. Inmortales. La divinidad crea la vida y se queda en el cielo. El sepulturero acomoda y encierra la muerte y se queda en la tierra.


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Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 214 visitas.

Publicado el 13 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Mujer de Ojeda

Gabriel Miró


Novela


Prefacio

Cuando me dijo Gabriel Miró que estaba escribiendo una novela, no hubo de parecerme extraño. Acometer las empresas difíciles, con esforzado ánimo y decidido propósito de alcanzar el lauro apetecido, es propio de quien, como Miró, aúna buena inteligencia y amor al estudio con el poderoso aliento de la sana juventud. En la noble aspiración del que escribe y quiere hacer algo, ese eterno algo que todos buscan por ser recabador de gloria, el primer vuelo de la fantasía por las regiones literarias de la novela, debe de ser recompensado con un aplauso. Para el que vence, será galardón de su triunfo; para el vencido, será fuerza nueva que le impulsará a seguir luchando.

No ha menester la novela de exordio alguno, ni van las presentes líneas a manera de prólogo; antes bien, es deber del que las escribe, hacer constar que forman a vanguardia de la obra, como nota de presentación al público lector. Éste es el crítico que, empíricamente o con fundamento científico, ha de juzgar. Y a tal juez he de advertir que el autor de La mujer de Ojeda cuenta veintidós años de edad, y que, lógicamente, a un autor novel no se le puede exigir lo que tenemos derecho a reclamar de un maestro.

Huir de la vulgaridad en la fábula y marcar buen gusto en la elección de los incidentes, amén de expresarse en neto castellano, son preceptos que, sin duda alguna, tuvo en cuenta Miró al componer su obra. Para lograr estilo, para ser personal, es necesario mucha práctica, ensayos repetidos. Para aumentar el poder inventivo y crear tramas originales con incidentes de interés, precisa la observación y larga experiencia. Cosas éstas que, según dicen, vienen con los años.


* * *


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Dominio público
100 págs. / 2 horas, 55 minutos / 151 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2020 por Edu Robsy.

El Reloj

Gabriel Miró


Cuento


Hogar es familia unida tiernamente y siempre. El padre pasa a ser, en sus pláticas, amigo llano de los hijos, mientras la madre, en los descansos de su labor, los mira sonriendo. Una templada contienda entre los hermanos hace que aquél suba a su jerarquía patriarcal y decida y amoneste con dulzura. Viene la paz, y el padre y los hijos se vierten puras confianzas, y toda la casa tiene la beatitud y calma de un trigal en abrigaño de sierra, bajo el sol.

A los retraídos aposentos de muebles enfundados suele llegar frescura y vida de risa moza; y vuelto el silencio, síguese la voz del padre que dice de su infancia, de la casa de los abuelos...; y el cuento de las costumbres de antaño, celebradas buenamente en familia, se trenza con el de las travesuras infantiles de los hijos, ya hombres, que están atendiendo. Y el íntimo y sereno contentamiento acaba cuando el padre queda con la mirada alta y distraída recordando el verdor de su vida; suspira, o bien murmura: «¡En fin!», y mira al reloj. Entonces, los hijos besan su frente y su mano y la mano y la frente de la madre...


* * *


En estas casas, los muebles también son amados. Macizos, grandes y poderosos, sin alindamiento ni gracias de catálogos de mueblistas falaces. Los labraron pacientes y humildes oficiales en cipreses, nogales, caobas. Los fundadores del hogar, entonces prometidos, vieron los árboles, arrancados en heredades propias o traídos de bosques remotos, y aspiraron de los troncos la fragancia de su limpia y noble ancianidad.

Y estos viejos muebles han asistido a los regocijos y quebrantos del hogar y sufrieron con bondad y complacencia de abuelo los antojos y agravios de los hijos pequeños. Las maderas se han hecho prietas, tomadas como de una pátina de vetustez y cariño; capas de cariño puestas por las miradas y respiración de los dueños.


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3 págs. / 5 minutos / 42 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Rápido París-Orán

Gabriel Miró


Cuento


Hay en todos los pueblos un grupo romántico de señoritos mozos que acuden a oler el perfume de lo nuevo que pasa en el ferrocarril o diligencia, parados brevemente en la estación o en la plaza del lugar.

No es vana holganza lo que motiva sus lentos paseos hacia la estación o la espera en la plaza, sinos romanticismo, tal vez virgen o escondido aun para esos mismos corazones. Estos señoritos tienen en sus manos bastones; muestran cinturón con hebilla, que casi siempre forma una blanca herradura; calzan botas muy grandes cortezosas de lustre. Se desconoce la razón del radicalismo en tocarse: o traen el sombrero con grave perjuicio de los ojos, de puro hundido, o levemente puesto hacia atrás, dejando manifiesta la mitad del peinado.

...En la colina, sobre la verdura pasada del sol poniente, brota un copo de humo que se pierde en la cúpula del cielo.

Allí ha ido el mirar de los jóvenes. Después, atienden callados y contando sus pisadas crujidoras.

El señor jefe de estación, o la gorra del señor jefe —la única galoneada gorra del pueblo, olvidando la del señor alguacil— es para ellos evocación sagrada de todos los trenes. Y la miran respetuosamente; y miran amables a sus amigos, los viejos eucaliptos o las rugosas acacias, árboles ferroviarios, con sus pobres copas ahumadas.

Cuando aparece el negro y poderoso pecho de la máquina, se detienen los jóvenes. De ellos revisan su ceñidor; otros limpian con el pañuelo su calzado; y en el pecho de todos ha sonado un latido que no es el latido isócrono, vulgar, que sienten cuando andan por las callejas o platican en la farmacia o se aburren en las salas de sus casas y en el casino.

Ya parado el tren, los ojos lugareños recorren los cristales de los vagones y quedan entretenidos golosamente ante los de primera clase.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 57 visitas.

Publicado el 16 de enero de 2022 por Edu Robsy.

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