Textos más populares esta semana de Gabriel Miró | pág. 4

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autor: Gabriel Miró


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La Vieja y el Artista

Gabriel Miró


Cuento


Criado en soledad, sin avisos y enseñamientos de maestro, sin halagos ni mordeduras de camaradas, el retraído artista escuchaba menudamente su espíritu, lo sutilizaba con la observación, lo acendraba con estudios, lo abría y ampliaba, dándole fuerzas y contento, en la visión insaciable de los campos, de la serranía, del cielo y del mar.

Gozaba, traspasado de ternura, hallando en las plantas y en los animales y en las cosas humildes una participación íntima y armónica de la vida grande y excelsa y de la humana. En cambio, para amar a algunos hombres, necesitaba de afanosos trabajos de voluntad y relacionarlos con la callada vida de lo inferior y sumiso. De aquí se deslizaba a invertir las agrias palabras de J. J. Rousseau, que loaba al Hombre y aborrecía la Humanidad. El artista que digo, artista-escritor, no abominaba de ésta ni de aquél, sino que creía más fácilmente en la especie que en el individuo, pues decía que los hombres, juntos, muchos, no eran ruines, siquiera fuesen peores. Cuidaba del amor, atendiendo celosamente el brote y prendimiento en su alma de toda simpatía o malquerencia para fomentarla o reprimirla; y de tanta sutileza se seguía el no tener reposo.


* * *


Regresaba el escritor de las soledades campesinas. Y cerca del poblado vió destacarse la silueta espantosa de una vieja, larga, seca y doblada. Estaba inmóvil. Si encima le hubiese pasado el ramaje de un árbol, creyérasela pendiente de una cuerda que la acabase de ahorcar. El artista se sintió mirado en toda su carne por unos ojos hondos, inquietos, de maleficio.

La recordó, durante la noche, con repugnancia y hasta con miedo; y sin embargo, se confesó que deseaba verla, saber de sus miserias, porque debía de ser muy miserable.


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4 págs. / 8 minutos / 41 visitas.

Publicado el 16 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Nómada

Gabriel Miró


Novela corta


A mi padre, que murió el mismo día
—6 de marzo de 1908— que se publicó este cuento.


«Y yo he sido el oprobio de ellos; viéronme, y menearon sus cabezas».

(Psalmo, CVIII)

I

Despacio, y en coloquio piadoso con el ama Virtudes, ovillaba doña Elvira la recia madeja de lana azul, para seguir urdiendo los doce pares de medias que ofreciera en limosna. Servíanle de devanadera las rollizas manos del ama.

Era la señora vieja, cenceña, grave, de tabla compungida de priora; y la criada, mediada de años, maciza, con pelusa de albérchigo en las redondas mejillas, luminarias en los ojuelos grises, y pechos poderosos y movedizos, que doña Elvira no miraba sin decirse: «¡Para qué tanto, Señor! Es ya insolencia». Y el visaje lastimero del ama parecía replicarle: «¡Y yo qué culpa tengo!».

—Ama Virtudes, me temo que llegue el frío y no podamos entregar al señor rector los doce cabales.

—¡El frío! ¡Y hasta que anochece cantan aún que revientan las cigarras en las oliveras!

—Atiende, ama, que estamos en septiembre y se han de acabar para Todos Santos.

—Pues para entonces dé la señora los que haya (que bien serán ocho), y los otros en la Purísima, que es cuando es menester el abrigo.

—Dar en veces... —y detúvose doña Elvira, porque la hebra se había enredado en los pingües pulgares del ama Virtudes—. ¡La quebrarás!... Dar en veces la promesa no me agradaría... ¿Lo ves?... Se ha roto. ¡Claro! Es que te distraes, ama.

—¡Es que fuera me creo que habla don Diego!

—¿Dices de don Diego? —Y la señora quedose mirando el ovillo gordo y azul como un mundo de Niño Jesús.

—Sí; ¡a voz de mi hermano!

Jovialmente ladró un perro y sonaron espuelas.

—¡Oh, ama Virtudes, Nuestro Señor no quiere mi paz!


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41 págs. / 1 hora, 12 minutos / 147 visitas.

Publicado el 24 de julio de 2020 por Edu Robsy.

Los Pies y los Zapatos de Enriqueta

Gabriel Miró


Novela corta


I. La abuela

Cuando Mari-Rosario salió al portal, temblole gozosamente el corazón viendo dos rapaces que llegaban.

Eran sus dos nietos, Martinico y Sarieta de su hijo Martín.

Un año había estado sin verles; ahora en Pascuas se cumplía. Jurole la nuera, la noche de la última pendencia, que ni las criaturas habían de venir.

¿Es que se los mandaría su hijo a hurto de aquella sierpe de mujer?

Y los llamó:

—Martinico, Sarieta: ¿os mandó el padre a casa de la agüela, o venís por vuestro antojo?

Los muchachos se pusieron a cavar la tierra con una raíz de enebro, para enterrar una langosta viva que traían colgada de un esparto verde.

—Martinico, Sarieta: ¿que no besáis a la agüela?

Entonces ya tuvieron que levantarse los nietos, y fueron acercándose muy despacito, mirando un pájaro que cruzaba la desolación de la rambla.

Mari-Rosario reparó en sus delantales cortezosos de mantillo de muladar y de caldo de almazara.

—¿Cómo no os mudaron hoy, día de Nadal? ¡Así fuisteis a la Parroquia!... ¿Qué os dijo el padre?

Martinico y Sarieta se contemplaron riéndose, como hacían cuando mosén Antonio, sentado en el ruejo del ejido, les llamaba para que no se apedreasen, y ellos se reían sin querer.

—¿Qué os dijo el padre?

Martinico levantó su cabeza albina y esquilada, y gritó:

—¡Que pidiésemos aguinaldos!

Después la abuela, tomando a los chicos de las manos, los pasó a la casa para darles las toñas de miel y piñones tostados. Se había levantado de madrugada para cocerlas; ¡así estaban de tiernas y olorosas! Ni siquiera las cató, que primero habían de comerlas los nietos. Prometiose enviárselas, con los dineros de la alcancía que guardaba, por mediación de un cabrero. Ya no era menester. Y en tanto que bajaba de lo más escondido de la alacena la hucha de barro, les preguntó:


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35 págs. / 1 hora, 1 minuto / 120 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2020 por Edu Robsy.

El Señor Maestro

Gabriel Miró


Cuento


Estaba abierto el portal de la escuela porque ya era verano. ¡Pronto llegarían los gozosos meses de la vacación! Los chicos miraban desde sus bancos la tarde luminosa y callada de los campos dorados y maduros y el cielo descendiendo serenamente en la llanura.

La escuela había sido labrada dentro de los muros del viejo adarve, en lo postrero y alto de la aldea. Algunas cabras de los ganados que salían a pacer en la vera se asomaban roznando las matas, mordidas de las ruderas y grietas; los leñadores, que venían de lo abrupto, doblados por los costales verdes y olorosos, dejaban en el recinto fragancia y sensación de la tarde, de la altura alumbrada, libre, inmensa; la entrada de un diablillo-murciélago, el profundo zumbido de una abeja, dos mariposas blancas que volaban rasando el mapa de España y Portugal divertía ruidosamente a todos. Y el señor maestro no se enojaba.


* * *


Ya era pasada la hora de que los muchachos saliesen, y el viejo maestro no lo permitía, hablando, hablando; pero ellos no le hacían caso, y a hurto suyo se desafiaban y concertaban las pedreas en el eriazo del Calvario o se decían en cuál gárgola de la iglesia anidaba un cernícalo.

Y el señor maestro repetía su amonestación diaria, siembra de piedad. «¿Por qué habéis de coger los nidos? Yo digo que si lo hicierais por llevar a los pájaros chiquitines abrigo y mantenimiento creyendo que en el árbol y en el campo no lo tienen, casi casi se os podría perdonar... Torregrosa, estese quieto... Pero no, señor; agarráis un pobre pájaro; luego lo atáis, arrastrándolo por el aire... ¿Que no?...».

Los chicos estregaban los pies sobre las losas, tosían, golpeaban los bancos..., y el maestro los dejaba libres. Y salían gritando alborozadamente.


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5 págs. / 8 minutos / 64 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Aldea

Gabriel Miró


Cuento


La aldea se ha criado entre los oteros de vinares.

Prieta, dorada, caliente; con sus hortales jugosos de bardas crudas y ropas tendidas; un alboroto de sendas y acequias que se van cegando en el frescor de la senara; una lumbre de balsa y de vidrios. Sube la espadaña de cal de una ermita morena que en cada cantón tiene un ciprés. De lejos, todo cincelado en claridad. Parece una aldea blanca, no siéndolo.

Bien pueden quedarse en los bancales y en el ejido las cosechas maduras. Nadie hurtará un fruto, sino los gorriones que sólo toman lo preciso.

Si un aldeano se lisia, lo biznan, acuden al Cristo de la ermita; y la imagen y la hierba de la salud le remedian.

Hay un hombre justo que elogia y practica la verdad, y arranca las discordias, los cuidados y muchas tentaciones lo mismo que si quitara el rancajo de la carne.

Siempre se eleva un humo tranquilo y oloroso como de sacrificio de Abel, agradable a Dios. Todos los hornos cuecen; las madres amasan, lavan y tienden; los hombres guían las yuntas por el secano, cavan la gleba encarnada con un azadón de sol; las doncellas hilan, llenan las cántaras en un remanso azul, y bailan en las eras la misma tonada que junta al ganado que se entró por los herrenes.

Llega el invierno. De los oteros vienen galopando los vendavales; laten los mastines; se estremece el esquilón de la ermita; toda la aldea cruje como una espalda vieja que se dobla; por las cuestas nunca acaba de pasar un tumulto de reses con tábano. Los niños se asustan y lloran. Y las abuelas, persignándose, les dicen:

—¡Son las bestias negras de los demonios; los demonios hambrientos de pecadores, y como aquí no hay, embisten contra los portales y vallados! ¿No los veis?

Y abren un postigo; y los nietos ven los demonios, y se duermen bajo el cabezal.

No hay pecadores. La aldea es pura.


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1 pág. / 2 minutos / 34 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Figuras de la Pasión del Señor

Gabriel Miró


Cuento, religión


A mi madre, que me ha contado muchas veces la Pasión del Señor.

Judas

«Y dijo uno de sus discípulos, Judas Iscariote, el que le había de entregar: "¿Por qué no se ha vendido este ungüento en trescientos denarios para socorrer pobres?"».

(S. Juan, XII, 4, 5)

Levantaron las mujeres sus ojos al azul de la tarde, y prorrumpieron en palabras de júbilo y bendiciones al Señor.

Muy alto, entre Cafarnaum y Bethsaïda, venía el gracioso triángulo de una bandada de grullas.

Doce aves vio María Salomé. Y las contaba con nombres: Mateo, Tomás, Felipe, Bartolomé, Simón el Zelota, Santiago el Menor y su hermano Judas, Simón Kefa y Andrés su hermano, y Santiago y Juan. ¡La de la punta, el Rábbi! ¡Sus hijos, sus hijos volaban al lado de la grulla cabecera!

La madre de la mujer de Kefa sonrió descreídamente, porque sabía que su Simón guardaba la promesa de las llaves del Reino de los Cielos. Pero pronto olvidaron sus querellas para recibir devotamente el anuncio de la llegada del Maestro y los suyos. El Señor les enviaba su mensaje con las aves de cielo, porque todas las criaturas le pertenecían.

Y cuando bajaron los ojos a la tierra se les apareció un caminante entre las barcas derribadas sobre la frescura del herbazal.

Era un hombre seco, de cabellos rojos, que le asomaban bajo el koufieh de sudario mugriento; su mirada, encendida; sus labios, tristes.

María Salomé le gritó con gozoso sobresalto:

—¿Vienes también tú de parte del Señor?

El hombre se detuvo.

—¡El Señor! ¿Quién es el Señor? ¿Es el solitario que come langostas crudas de los pedregales y miel de los troncos, y camina clamando por el desierto?

Las mujeres se miraron pasmadas de la ignorancia del forastero.

—¡Ese fue Juan! Y lo degolló el Tetrarca en Mackeronte.


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279 págs. / 8 horas, 9 minutos / 203 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2020 por Edu Robsy.

El Humo Dormido

Gabriel Miró


Novela


A Óscar Esplá


De los bancales segados, de las tierras maduras, de la quietud de las distancias, sube un humo azul que se para y se duerme. Aparece un árbol, el contorno de un casal; pasa un camino, un fresco resplandor de agua viva. Todo en una trémula desnudez.

Así se nos ofrece el paisaje cansado o lleno de los días que se quedaron detrás de nosotros. Concretamente no es el pasado nuestro; pero nos pertenece, y de él nos valemos para revivir y acreditar episodios que rasgan su humo dormido. Tiene esta lejanía un hondo silencio que se queda escuchándonos. La abeja de una palabra recordada lo va abriendo y lo estremece todo.

No han de tenerse estas páginas fragmentarias por un propósito de memorias; pero leyéndolas pueden oírse, de cuando en cuando, las campanas de la ciudad de Is, cuya conseja evocó Renán, la ciudad más o menos poblada y ruda que todos llevamos sumergida dentro de nosotros mismos.


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Dominio público
101 págs. / 2 horas, 57 minutos / 197 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2020 por Edu Robsy.

Hilván de Escenas

Gabriel Miró


Novela


Preliminares

I. Escenario

Entre dos estribaciones enormes y fragosas del Aylona, serpea el valle de Badaleste, hondo y vicioso.

En el horcajo de tamañas sierras, en altitud bravía está Confines, viejo y parduzco pueblecillo sobre cuyo costroso hacinamiento de tejados verdinegros, eleva la decrépita Abadía su campanario estrecho, amarillento y alto, maculado junto a su cornisa por las rudas y ennegrecidas piedras que deja ver un desgarrón de la fachada.

Las paredes de las últimas casas del pueblo reciben ávidas las caricias de los primeros verdores del valle. Éstos se originan con escalones inmensos de ondulantes mieses, sombreadas de trecho en trecho por redondos olivos y talludos almendros de retorcidos y negrales troncos.

Turnan con los trigos tablares de lozanas hortalizas distribuidas en geométricas figuras; rumorosos maizales; aterronados barbechos; y de nuevo la mies sucede, alta, apretada, undosa, bajando en gradería, afelpando transversalmente en verdes franjas o en oleadas de oro el pie de las colinas.

Es diversa la decoración de la sierra: los manchones espesos de los pinares la obscurecen; almendros de gaya pompa trepan briosos por las laderas y las brochean de un verde claro; erizados espliegos, virtuosos romeros, cortezosos tomillos, punzantes aliagas, la sahúman y arrebozan espléndidamente. Pero la flora se detiene, se interrumpe de cuando en cuando, y aparece el cantorral gris o albarizo.

En los sitios más suaves y bajos de las estribaciones se dilata en prolongadas paralelas el pálido olivar; y arriba, en las más fieras altitudes, se descubren tersas calvicies cenicientas, rojizas gargantas; y entre las quebraduras se retuercen añosas y gemidoras encinas.


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103 págs. / 3 horas, 1 minuto / 110 visitas.

Publicado el 29 de julio de 2020 por Edu Robsy.

El Hijo Santo

Gabriel Miró


Novela corta


«...Mas su carne mientras viviere tendrá dolor;
y su alma llorará sobre sí misma».

(Libro de Job, XIV-XXII)

I

—¡Quietud, por Dios! ¡Quietos! No es lícito, en este instante, ni un comentario, ni una palabra... Quietos... quietos.

Y don César, rendido, descansa la frente en sus manos.

Tose ruidosamente un viejo y flaco eclesiástico, de hábito brilloso de saín y gafas muy caídas de recios y empañados cristales. Golpea la tabla con sus fuertes artejos y murmura: —¡Paso!

Otro sacerdote jovencito, recién afeitado, polvoreados los hombros de caspa, dice también que pasa.

Don César muestra las cartas al conserje del Círculo y a otro clérigo que miran la partida.

—Mi compromiso era muy grande, ¡señores!

—¡Sí que es verdad! —afirma el conserje.

—¿Se ha fijado, don Ignacio?

Don Ignacio no se había fijado, pero le contesta que sí para que don César no le desmenuce el compromiso. Es que este señor, sabiendo sobradamente que don Ignacio desconoce el tresillo, le hace la glosa y censura de toda jugada.

Estaban en el Círculo Católico, reunión de clérigos y seglares gregarios de Cofradías y Juntas piadosas. Sucedía la partida en un cuartito abrigado con esterones viejos de la Colegiata de San Braulio. Las paredes como los divanes son cenicientos; las sillas, de espadañas. En sala inmediata está el billar de paño remendado. León XIII y Pío X presiden el taquero. Y en la llamada cantina se guardan los tarros de licores de café, menta, curaçao legítimo de Holanda, jarabes; y mediada la tarde —los días horros de ayuno— se sirven panecicos torrados, untados de aceite.

—¡Al fin! ¡Juego! —exclama gozosamente el curita mozo.

—¿Qué juega? —dice don César abriendo los brazos—; me cuidaré de ello; aunque es inverosímil si no lo hace a copas.


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45 págs. / 1 hora, 20 minutos / 108 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2020 por Edu Robsy.

La Novela de mi Amigo

Gabriel Miró


Novela corta


A la memoria del maestro Lorenzo Casanova


«Mis ojos han desfallecido de miseria.
Pobre soy yo y en trabajos desde mi juventud».

(Libro de los Salmos, LXXXVII)

I. Su infancia

Mi madre fue lavandera; mi padre, albañil. Tuve una hermanita que se llamaba Lucía. La vida de esta hermana puedo decir que se redujo al espanto de su muerte... Mi padre había salido a la faena; mi madre, a lavar en una acequia muy honda que pasaba cerca de nuestra casa. Lucita quedó a mi cuidado. Tenía yo diez años; ella no llegaba a tres; ¡qué digo tres: ni dos y medio! Jugamos con un gato largo y flaco, de piel de conejo de patio, manso, paciente por comodidad y egoísmo; cuando lo tomábamos guardaba sus viejas uñas y se fingía dormido. Después, jugamos a tiendas; es decir, era yo solo quien hacía de mercader y de criada que compraba azafrán, perejil, arroz, pimiento molido, cebollas, lentejas (fíjese en la humildad de nuestro comercio; y es que copiábamos en bromas las veras de lo que mercaba nuestra madre). Y Lucía, sentadita, con los ojos muy anchos... ¿Usted ha observado cómo miran los hermanitos a los hermanos grandes? ¡Qué admiración tan tierna y verdadera tienen esos ojos! Pues Lucita contemplaba mis manos y mi boca porque yo remedaba la voz, las falacias, los ademanes del abacero y la charla gritadora de las mujeres de su parroquia. Siendo tan chiquitina, demostraba saber su debilidad y menoría. Le pasmaba mi destreza para hacer cucuruchos de periódicos, y más que todo admiraba mi peso de cortezas de naranja... Pero también nos cansamos de las riendas. Entonces le dije si quería pan, porque yo tenía hambre. Busqué en la alacena. Y el pan era duro.

—Lo torraremos, ¿verdad? —le propuse—, y yo seré un hornero que cocería el pan que tú trajeses al horno, ¿quieres?


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Dominio público
63 págs. / 1 hora, 50 minutos / 104 visitas.

Publicado el 24 de julio de 2020 por Edu Robsy.

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