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Los Fuegos Fatuos

George Sand


Cuento


Los flambeaux, flambettes o flamboires, también llamados fuegos fatuos, son esos meteoros azulados que todo el mundo ha encontrado por la noche o ha visto danzar sobre la superficie inmóvil de las aguas pantanosas. Se dice que esos meteoros son inertes por sí mismos, pero la menor brisa los agita y toman aspecto de movimiento que divierte o inquieta la imaginación según ésta esté predispuesta a la tristeza o a la poesía.

Para los campesinos son almas en pena que les piden oraciones, o almas perversas que los arrastran en una carrera desesperada y los llevan, después de mil rodeos insidiosos, a lo más profundo del pantano o del río. Como al lupeux o al trasgo, se les oye reír cada vez más claramente a medida que se adueñan de su víctima y la ven aproximarse al desenlace funesto e inevitable. Las creencias varían mucho respecto a la naturaleza o la intención más o menos perversa de los fuegos fatuos. Algunos se contentan con perderte y, para lograr su fin, no les importa adoptar diversos aspectos.

Se cuenta que un pastor que había aprendido a hacer que le fueran favorables, los hacía ir y venir a su antojo. Bajo su protección todo marchaba bien para él. Sus animales disfrutaban y por lo que a él respecta, no estaba nunca enfermo, dormía y comía bien en verano como en invierno. No obstante, lo vieron de repente ponerse delgado, macilento y melancólico. Cuando le preguntaron acerca de la causa de su desazón, contó lo siguiente:

Una noche que se encontraba en su cabaña con ruedas, cerca de su redil, fue despertado por un gran resplandor y por grandes golpes sobre el techo de su habitáculo.

—¿Qué ocurre? —dijo, muy sorprendido de que sus perros no le hubieran advertido.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Las Señoritas

George Sand


Cuento


Les demoiselles o señoritas del Berry nos parecen primas de las milloraines normandas que el autor de La Normandie merveilleuse describe como seres de estatura gigantesca. Se mantienen inmóviles y su forma, poco definida, no permite reconocer ni sus miembros ni su rostro. Cuando alguien se acerca a ellas, huyen dando una serie de saltos irregulares muy rápidos.

Las señoritas o damas blancas son de todos los países. No creo que sean de origen galo, sino más bien de la Francia de la Edad Media. Sea como fuere, contaré una de las leyendas más completas que he podido recoger a propósito de ellas.

Un gentilhombre del Berry, llamado Jean de la Selle, vivía el siglo pasado en su castillo situado al fondo de los bosques de Villemort. La zona, triste y salvaje, se alegra un poco en la linde con los bosques, allí donde el terreno seco, plano y cubierto de robles, se inclina hacia praderas que humedecen una serie de pequeños lagos hoy mal cuidados.

Ya en el tiempo del que hablamos, las aguas empapaban los prados del señor de la Selle, dado que el buen gentilhombre no poseía suficiente fortuna como para hacer sanear sus tierras. Poseía una gran extensión, pero de escasa calidad y de pequeño rendimiento.

Sin embargo, él vivía contento gracias a sus gustos modestos y a su carácter tranquilo y jovial. Los campesinos de sus tierras y de los alrededores lo tenían por un hombre de bondad extraordinaria y de rara delicadeza. Decían de él, que antes de perjudicar lo más mínimo a un vecino, fuera quien fuese, se dejaría quitar la camisa del cuerpo y su caballo de entre las piernas.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Las Lavanderas Nocturnas

George Sand


Cuento


He aquí, en mi opinión, la más siniestra de las visiones del miedo. Es también la más difundida pues creo que se encuentra en todos los países.

En torno a las charcas estancadas y a los manantiales límpidos; en los brezales como a orillas de las fuentes umbrías; en los caminos hundidos bajo los viejos sauces como en la llanura abrasada por el sol, durante la noche se oye la paleta precipitada y el chapoteo furioso de las lavanderas fantásticas. En determinadas provincias se cree que evocan la lluvia y atraen la tormenta al hacer volar hasta las nubes, con su ágil paleta, el agua de las fuentes y de los pantanos. Pero aquí hay una confusión. La evocación de las tormentas es monopolio de los brujos conocidos como «conductores de nubes». La auténticas lavanderas son las almas de las madres infanticidas. Golpean y retuercen incesantemente un objeto que se asemeja a ropa mojada pero que, visto desde cerca, no es sino el cadáver de un niño. Cada una tiene el suyo o los suyos, si ha sido varias veces criminal. Hay que evitar observarlas o molestarlas; porque, aunque tuviera usted seis pies de alto y músculos en proporción, lo agarrarían, lo golpearían en el agua y lo retorcerían ni más ni menos que como un par de medias.

Todos hemos oído con frecuencia la paleta de las lavanderas de noche resonar en el silencio de las charcas desiertas. Pero no hay que engañarse. Se trata de una especie de rana que produce ese ruido formidable. Es muy triste haber hecho ese pueril descubrimiento y no poder esperar ver la aparición de esas terribles brujas retorciendo sus harapos inmundos, en la bruma de las noches de noviembre, a la pálida luz de una pálida luna creciente reflejada por las aguas.

Sin embargo, yo tuve la emoción de escuchar un relato sincero y bastante aterrador acerca de este tema.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Marquesa

George Sand


Cuento


I

La marquesa de R… no poseía demasiado talento, aunque se dé por sentado en literatura que todas las mujeres mayores deben chispear de ingenio. Su ignorancia era absoluta respecto a los temas que las relaciones sociales no le habían enseñado. Tampoco poseía la excesiva delicadeza de expresión, la penetración exquisita o el maravilloso tacto que distinguen, según dicen, a las mujeres que han vivido mucho. Al contrario, era atolondrada, brusca, franca e incluso a veces cínica. Invalidaba por completo todas las ideas que yo me había forjado respecto a una marquesa de los buenos tiempos. Sin embargo, era marquesa y había frecuentado la corte de Luis XV; pero como, desde entonces, había tenido un carácter excepcional, les ruego que no busquen en su historia un estudio serio de las costumbres de la época. La sociedad me parece tan difícil de conocer bien y de describir en cualquier época, que no quiero intentarlo en absoluto. Me limitaré a contarles los hechos particulares que establecen relaciones de simpatía irrefragable entre los hombres de todas las sociedades y de todos los siglos.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.