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Cuentos y Chanzas

Gérard de Nerval


Cuento


La mano encantada

I. La plaza Dauphine

Nada es tan bello como esas casas del siglo diecisiete de las que la plaza Royale ofrece una reunión tan majestuosa. Cuando sus fachadas de ladrillo, entremezcladas y enmarcadas de cordones y de esquinas de piedra, y cuando sus ventanas altas están inflamadas por los rayos espléndidos del poniente, sentimos en nosotros, viéndolas, la misma veneración que ante una corte de los parlamentos reunida con sus togas rojas forradas de armiño; y, si no fuera una pueril comparación, podría decirse que la larga mesa verde donde esos temibles magistrados están colocados en cuadro figura un poco esa banda de tilos que bordea las cuatro caras de la plaza Royale y completa su grave armonía.

Hay otra plaza en la ciudad de París que no provoca menos satisfacción por su regularidad y su ordenamiento, y que es, en triángulo, poco más o menos la que la otra es en cuadrado. Fue construida bajo el reinado de Enrique el Grande, que la llamó place Dauphine y admiraron entonces el poco tiempo que necesitaron sus construcciones para cubrir todo el baldío de la isla de la Gourdaine. La invasión de esos terrenos fue un cruel disgusto para los clérigos que venían a retozar allí ruidosamente, y para los abogados que venían a meditar sus alegatos: paseo tan verde y florido, al salir del infecto patio del Palacio.


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99 págs. / 2 horas, 54 minutos / 83 visitas.

Publicado el 2 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Octavie

Gérard de Nerval


Cuento


Fue en la primavera del año 1835 cuando me entró un vivo deseo de ver Italia. Todos los días al despertarme aspiraba por anticipado el áspero olor de los castaños alpinos; por la noche, la cascada de Terni, la fuente espumosa del Teverone brotaban para mí sólo entre los montantes rasguñados de las bambalinas de un pequeño teatro… Una voz deliciosa, como la de las sirenas, sonaba en mis oídos, como si los juncos de Trasimena hubiesen tomado de pronto una voz… Hubo que partir, dejando en París un amor contrariado, del cual quería escapar mediante la distracción.

Fue en Marsella donde me detuve primero. Todas las mañanas, iba a tomar los baños de mar al Château-Vert, y veía de lejos nadando las islas risueñas del golfo. También todos los días, me encontraba en la bahía azul con una muchacha inglesa, cuyo cuerpo ligero hendía el agua verde cerca de mí. Esa hija de las aguas, que se llamaba Octavie, vino un día hacia mí toda gloriosa de una pesca extraña que había hecho. Llevaba en sus blancas manos un pescado que me dio.


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8 págs. / 15 minutos / 52 visitas.

Publicado el 2 de julio de 2018 por Edu Robsy.

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