I. El sermón de las tabernas
El mar era de un fantástico verde claro y la tarde había recibido ya
el toque misterioso del anochecer, cuando una joven morena, vestida con
traje de color cobrizo y de corte caprichoso, caminaba despreocupada
bajo una sombrilla que no le impedía lanzar repetidas miradas al
horizonte marino. El motivo por el que miraba instintivamente la línea
que separa las dos inmensidades era el mismo que tuvieron tantas y
tantas muchachas desde que el mundo es mundo. Pero no se divisaba ningún
barco.
En la playa, junto al paseo marítimo, se formaban corros en torno a
los charlatanes habituales en tales sitios: negros, socialistas, payasos
y pastores. Había un hombre que manipulaba unas cajas de cartón, y los
desocupados le rodeaban con la esperanza de descubrir en qué acabarían
sus trajines. Pocos pasos más allá, un personaje con sombrero de copa,
provisto de una Biblia muy grande y acompañado de una mujer muy pequeña
que permanecía callada, combatía violentamente la herejía
sublapsariomilniana,1 tan frecuente en los balnearios de moda. Era tal
su exaltación que costaba seguir el hilo de su discurso, pero a cada
momento aludía con sarcasmo a «nuestros amigos los sublapsarianos», lo
que bastaba para saber que continuaba machacando sobre el mismo tema. A
poca distancia peroraba un joven de forma tan incomprensible para los
oyentes como para él mismo, y que si atraía la atención del público lo
debía quizás a la guirnalda de zanahorias que ceñía su sombrero. Lo
cierto es que las monedas se amontonaban en su platillo con mayor
abundancia que en el de sus rivales.
Información texto 'La Taberna Errante'