I. Comentarios introductorios sobre la importancia de la ortodoxia
Curiosamente, nada expresa mejor el enorme y
silencioso mal de la sociedad moderna que el uso extraordinario que hoy
día se hace de la palabra «ortodoxo». Antes, el hereje se enorgullecía
de no serlo. Herejes eran los reinos del mundo, la policía y los jueces.
Él era ortodoxo. Él no se enorgullecía por haberse rebelado contra
ellos; eran ellos quienes se habían rebelado contra él. Los ejércitos
con su cruel seguridad, los reyes con sus fríos rostros, los decorosos
procesos del Estado, los razonables procesos de la ley; todos ellos,
como corderos, se habían extraviado. El hombre se enorgullecía de ser
ortodoxo, de estar en lo cierto. Si se plantaba solo en medio de un
erial ululante era algo más que un hombre; era una iglesia. Él era el
centro del universo; a su alrededor giraban los astros. Ni todas las
torturas sacadas de olvidados infiernos lograban que admitiera que era
un hereje. Pero unas pocas frases modernas le han llevado a jactarse de
ello. Hoy, entre risas conscientes, afirma: «Supongo que soy muy
hereje»; y se vuelve, esperando recibir el aplauso. La palabra «herejía»
ya no sólo no significa estar equivocado: prácticamente ha pasado a
significar tener la mente despejada y ser valiente. Ello sólo puede
indicar una cosa: que a la gente le importa muy poco tener razón
filosófica. Pues sin duda un hombre debería preferir confesarse loco
antes que hereje. El bohemio, con su corbata roja, debería defender a
capa y espada su ortodoxia. El dinamitero, al poner una bomba, debería
sentir que, sea o no otra cosa, al menos es ortodoxo.
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