Textos más antiguos de Gilbert Keith Chesterton no disponibles

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El Árbol del Orgullo

Gilbert Keith Chesterton


Cuento


Si bajan a la Costa de Berbería, donde se estrecha la última cuña de los bosques entre el desierto y el gran mar sin mareas, oirán una extraña leyenda sobre un santo de los siglos oscuros. Ahí, en el límite crepuscular del continente oscuro, perduran los siglos oscuros. Sólo una vez he visitado esa costa; y aunque está enfrente de la tranquila ciudad italiana donde he vivido muchos años, la insensatez y la trasmigración de la leyenda casi no me asombraron, ante la selva en que retumbaban los leones y el oscuro desierto rojo. Dicen que el ermitaño Securis, viviendo entre árboles, llegó a quererlos como a amigos; pues, aunque eran grandes gigantes de muchos brazos, eran los seres más inocentes y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los brazos a las aves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para que anduvieran como las otras criaturas. Los árboles caminaron con las plegarias de Securis, como antes con el canto de Orfeo. Los hombres del desierto se espantaban viendo a lo lejos el paseo del monje y de su arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los árboles tenían esa libertad bajo una estricta disciplina; debían regresar cuando sonara la campana del ermitaño y no imitar de los animales sino el movimiento, no la voracidad ni la destrucción. Pero uno de los árboles oyó una voz que no era la del monje; en la verde penumbra calurosa de una tarde, algo se había posado y le hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que otra vez, en otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó por apagar el susurro de las hojas, y el árbol sintió un vasto deseo de apresar a los pájaros inocentes y de hacerlos pedazos. Al fin, el tentador lo cubrió con los pájaros del orgullo, con la pompa estelar de los pavos reales. El espíritu de la bestia venció al espíritu del árbol, y éste desgarró y consumió a los pájaros azules, y regresó después a la tranquila tribu de los árboles.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Pagoda de Babel

Gilbert Keith Chesterton


Cuento


Ese cuento del agujero en el suelo, que baja quién sabe hasta dónde, siempre me ha fascinado. Ahora es una leyenda musulmana; pero no me asombraría que fuera anterior a Mahoma. Trata del sultán Aladino; no el de la lámpara, por supuesto, pero también relacionado con genios o con gigantes. Dicen que ordenó a los gigantes que le erigieran una especie de pagoda, que subiera y subiera hasta sobrepasar las estrellas. Algo como la Torre de Babel. Pero los arquitectos de la Torre de Babel eran gente doméstica y modesta, como ratones, comparada con Aladino. Sólo querían una torre que llegara al cielo. Aladino quería una torre que rebasara el cielo, y se elevara encima y siguiera elevándose para siempre. Y Dios la fulminó, y la hundió en la tierra abriendo interminablemente un agujero, hasta que hizo un pozo sin fondo, como era la torre sin techo. Y por esa invertida torre de oscuridad, el alma de! soberbio Sultán se desmorona para siempre.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Tres Instrumentos de la Muerte

Gilbert Keith Chesterton


Cuento


Tanto por profesión como por convicción, el padre Brown sabía, mejor que casi todos nosotros, que la muerte dignifica al hombre. Con todo, tuvo un sobresalto cuando, al amanecer, vinieron a decirle que Sir Aaron Armstrong había sido asesinado. Había algo de incongruente y absurdo en la idea de que una figura tan agradable y popular tuviera la menor relación con la violencia secreta del asesinato. Porque Sir Aaron Armstrong era agradable hasta el punto de ser cómico, y popular hasta ser casi legendario. Era aquello tan imposible como figurarse que “Sunny Jim” se había colgado, o que el pacífico “el señor Pick Wicks” de Dickens había muerto en el manicomio de Hanwell. Porque, aunque Sir Aaron, como filántropo que era, tenía que conocer los oscuros fondos de nuestra sociedad, se enorgullecía de hacerlo de la manera más brillante posible. Sus discursos políticos y sociales eran cataratas de anécdotas y carcajadas; su salud corporal era tremenda; su ética, el optimismo más completo. Y trataba el problema de la embriaguez (su tópico favorito) con aquella alegría perenne y aun monótona, que es muchas veces la señal de una absoluta y provechosa abstinencia.

La historia corriente de su conversación era muy conocida en los círculos y púlpitos más puritanos: cómo, de niño, había sido arrastrado de la teología escocesa al whisky escocés; cómo se había redimido de lo uno y lo otro, y había llegado a ser (según él modestamente decía) lo que era. La verdad es que su barba blanca y bellida, su cara de querubín, sus gafas deslumbradoras, y las innúmeras comidas y congresos a que asistía, hacían difícil creer que hubiera sido nunca persona tan tétrica como un borrachín o un calvinista. No: aquél era el más seriamente alegre de todos los hijos de los hombres.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Taberna Errante

Gilbert Keith Chesterton


Novela


I. El sermón de las tabernas

El mar era de un fantástico verde claro y la tarde había recibido ya el toque misterioso del anochecer, cuando una joven morena, vestida con traje de color cobrizo y de corte caprichoso, caminaba despreocupada bajo una sombrilla que no le impedía lanzar repetidas miradas al horizonte marino. El motivo por el que miraba instintivamente la línea que separa las dos inmensidades era el mismo que tuvieron tantas y tantas muchachas desde que el mundo es mundo. Pero no se divisaba ningún barco.

En la playa, junto al paseo marítimo, se formaban corros en torno a los charlatanes habituales en tales sitios: negros, socialistas, payasos y pastores. Había un hombre que manipulaba unas cajas de cartón, y los desocupados le rodeaban con la esperanza de descubrir en qué acabarían sus trajines. Pocos pasos más allá, un personaje con sombrero de copa, provisto de una Biblia muy grande y acompañado de una mujer muy pequeña que permanecía callada, combatía violentamente la herejía sublapsariomilniana,1 tan frecuente en los balnearios de moda. Era tal su exaltación que costaba seguir el hilo de su discurso, pero a cada momento aludía con sarcasmo a «nuestros amigos los sublapsarianos», lo que bastaba para saber que continuaba machacando sobre el mismo tema. A poca distancia peroraba un joven de forma tan incomprensible para los oyentes como para él mismo, y que si atraía la atención del público lo debía quizás a la guirnalda de zanahorias que ceñía su sombrero. Lo cierto es que las monedas se amontonaban en su platillo con mayor abundancia que en el de sus rivales.


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291 págs. / 8 horas, 30 minutos / 136 visitas.

Publicado el 4 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Las Paradojas de Mr. Pond

Gilbert Keith Chesterton


Cuento


LOS TRES JINETES DEL APOCALIPSIS

La singular y a veces inquietante sensación que Mr. Pond me producía, pese a su reglada cortesía y elegante decoro, tal vez se vinculaba a algunos recuerdos de mi niñez... y a la vaga insinuación verbal de su nombre. Era un funcionario gubernamental, viejo amigo de mi padre; y barrunto que de algún modo mi infantil imaginación había mezclado el apellido de Mr. Pond con el estanque del jardín. A poco que se reflexionara sobre ello, Mr. Pond se asemejaba curiosamente al estanque del jardín. Durante la mayor parte del tiempo era igual de sereno, igual de límpido y claro, valga la expresión, en sus habituales reflejos de la tierra y el cielo y la hermosa luz del día. Y sin embargo yo sabía que en el estanque del jardín había algunas cosas raras. Una de cada cien veces, uno o dos días en todo el año, el estanque parecía enigmáticamente distinto; o su lisa tranquilidad era interrumpida por una sombra fugaz o un relámpago; y un pez o un sapo o alguna criatura más grotesca se mostraba al cielo. Y yo sabía que también en Mr. Pond había monstruos: monstruos mentales que emergían sólo un instante a la superficie y luego retornaban a las profundidades.

Se presentaban en forma de comentarios monstruosos en medio de su charla razonable e inofensiva. Algunos interlocutores pensaban que a la mitad de una conversación harto juiciosa se volvía loco de improviso. Pero asimismo no tenían más remedio que admitir que de inmediato regresaba a la cordura.


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173 págs. / 5 horas, 3 minutos / 183 visitas.

Publicado el 4 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Hombre que Fue Jueves

Gilbert Keith Chesterton


Novela


CAPÍTULO I. LOS DOS POETAS DE SAFRON PARK

El barrio de Saffron Park —Parque de Azafrán— se extendía al poniente de Londres, rojo y desgarrado como una nube del crepúsculo. Todo él era de un ladrillo brillante; se destacaba sobre el cielo fantásticamente, y aun su pavimento resultaba de lo más caprichoso: obra de un constructor especulativo y algo artista, que daba a aquella arquitectura unas veces el nombre de "estilo Isabel" y otras el de "estilo reina Ana", acaso por figurarse que ambas reinas eran una misma.

No sin razón se hablaba de este barrio como de una colonia artística, aunque no se sabe qué tendría precisamente de artístico. Pero si sus pretensiones de centro intelectual parecían algo infundadas, sus pretensiones de lugar agradable eran justificadísimas. El extranjero que contemplaba por vez primera aquel curioso montón de casas, no podía menos de preguntarse qué clase de gente vivía allí. Y si tenía la suerte de encontrarse con uno de los vecinos del barrio, su curiosidad no quedaba defraudada. El sitio no sólo era agradable, sino perfecto, siempre que se le considerase como un sueño, y no como una superchería. Y si sus moradores no eran "artistas", no por eso dejaba de ser artístico el conjunto. Aquel joven —los cabellos largos y castaños, la cara insolente— si no era un poeta, era ya un poema. Aquel anciano, aquel venerable charlatán de la barba blanca y enmarañada, del sombrero blanco y desgarbado, no sería un filósofo ciertamente, pero era todo un asunto de filosofía. Aquel científico sujeto —calva de cascarón de huevo, y el pescuezo muy flaco y largo— claro es que no tenía derecho a los muchos humos que gastaba: no había logrado, por ejemplo, ningún descubrimiento biológico; pero ¿qué hallazgo biológico más singular que el de su interesante persona?


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174 págs. / 5 horas, 5 minutos / 345 visitas.

Publicado el 5 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Hombre que Sabía Demasiado

Gilbert Keith Chesterton


Novela


I. EL ROSTRO EN LA DIANA

Harold March, el nuevo y renombrado periodista político, paseaba con aire decidido por una meseta en la que, desde hacía tiempo, se iban sucediendo por igual páramos y planicies, y cuyo horizonte se hallaba orlado por los lejanos bosques de la conocida propiedad de Torwood Park. Era un joven bien parecido, de pelo rubio y rizado y ojos claros, vestido con un traje de tweed. Inmerso en su feliz deambular a lo largo y ancho de aquel embriagador paisaje de libertad, Harold March era aún lo bastante joven como para tener bien presentes sus convicciones políticas y no simplemente para intentar olvidarlas a la menor ocasión. No en vano, su presencia en Torwood Park tenía precisamente un motivo político. Era el lugar de encuentro propuesto nada menos que por el Ministro de Hacienda, Sir Howard Horne, quien por entonces intentaba dar a conocer su denominado Presupuesto Socialista, el cual tenía la intención de exponer a cronista tan prometedor durante el transcurso de cierta entrevista que ambos tenían concertada. Harold March, por su parte, pertenecía a esa clase de hombres que saben todo lo que hay que saber sobre política pero nada acerca de los políticos, además de ser poseedor de unos notables conocimientos sobre arte, letras, filosofía y cultura general (acerca, en fin, de casi todo excepto del mundo en el que vivía).


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229 págs. / 6 horas, 41 minutos / 320 visitas.

Publicado el 5 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Regreso de Don Quijote

Gilbert Keith Chesterton


Novela


AWR. Titterton

Mi querido Titterton, esta parábola dirigida a los reformadores sociales fue pensada y escrita, en parte, mucho antes de la guerra, por lo que con respecto a ciertas cosas, desde el fascismo a las danzas negras, carecía por completo de una intención profética. Fue su generosa confianza, sin embargo, lo que la sacó del polvoriento cajón en el que estaba guardada, y aunque dudo sinceramente que el mundo encuentre motivos para agradecérselo, son tantos los míos para mostrarle mi gratitud y reconocer cuanto ha hecho usted por nuestra causa, que le dedico este libro.

Con todo mi afecto, G. K. Chesterton

I. Un desconchón en la casta

Había mucha luz en el extremo de la habitación más larga y amplia de la Abadía de Seawood porque en vez de paredes casi todo eran ventanas. Esa parte de la habitación daba al jardín, haciendo terraza y asomándose al parque. Era una mañana de cielo despejado. Murrel, a quien todos llamaban el Mono por algún motivo que ya nadie recordaba, y Olive Ashley, aprovechaban la buena luz para pintar. Ella lo hacía en un lienzo pequeño y él en otro muy grande.

Meticulosa, se aplicaba la joven dama en la elaboración de pigmentaciones extrañas, como remedando esas joyas lisas e impresas de brillo medieval que tanto la entusiasmaban y a las que tenía por una especie de expresión vaga, aunque ella la pretendía explícita, de un pasado histórico rutilante. El Mono, por el contrario, era decididamente moderno; usaba de latas llenas de colores muy crudos y de pinceles que de tan grandes parecían escobas. Con eso manchaba grandes lienzos y también no menos grandes láminas de latón, destinado todo ello a decorar una obra de teatro de aficionados de la que aún sólo estaban en los ensayos. Hay que decir que ni ella ni él sabían pintar; y que ni se les pasaba por la cabeza saberlo. Ella, sin embargo, al menos lo intentaba con denuedo. Él no.


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251 págs. / 7 horas, 20 minutos / 185 visitas.

Publicado el 5 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Napoleón de Notting Hill

Gilbert Keith Chesterton


Novela


No hubo ciudades pequeñas ni aldeas
Ajenas a Dios cuando creó las estrellas.
Así los niños, absortos mirando al cielo,
En un árbol enmarañadas dan con ellas.
Tú viste la tuya desde las lomas de Sussex,
Tu luna de Sussex, inexplorada aún.
Luna de la ciudad fue lo que yo vi,
La farola más grande de Campden Hill.
Igual que el cielo está siempre en casa,
Con su gran gorra azul que bien encaja,
El heroísmo (ten calma, ya
Mis divagaciones a un fin llegan),
Extinguirse no puede
Ni aunque el mundo pase a mejor vida,
Y mientras los siniestros motores girando sigan.
Ahuyenta tus temores, pues, amigo mío.
No quedó aquél en la urna de Nelson
Morada de una Inglaterra inmortal,
Ni en Austerlitz, donde tus jóvenes intrépidos
Se embriagaron de muerte como si fuese vino.
Y cuando los pedantes indicarnos quisieron
Los fríos y mecánicos sucesos venideros,
A oscuras nuestras almas respondieron,
«Tal vez, aunque a lo mejor es distinto».
A lo mejor por estas lejanías,
Por estos páramos desolados,
Oímos tambores en vals de guerra,
O a la muerte vemos con la Libertad bailando.
A lo mejor retumban las barricadas,
Matanza abajo, arriba humo,
O la muerte, el odio y el infierno proclaman
Que algo que amar los hombres han hallado.
Lejos de tus soleadas y altas tierras
Mi sueño tuve: las calles que yo conocía,
Mis calles rectas e iluminadas arremetían
Contra las estrelladas que hacia Dios miran.
Esta leyenda de épicos días
De niño la soñé, y aún la sueño
Bajo el gris torreón del arca de agua
Que las estrellas tocan en Campden Hill.

G. K. C.


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Publicado el 5 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Candor del Padre Brown

Gilbert Keith Chesterton


Cuento


La cruz azul

Bajo la cinta de plata de la mañana, y sobre el reflejo azul del mar, el bote llegó a la costa de Harwich y soltó, como enjambre de moscas, un montón de gente, entre la cual ni se distinguía ni deseaba hacerse notable el hombre cuyos pasos vamos a seguir.

No; nada en él era extraordinario, salvo el ligero contraste entre su alegre y festivo traje y la seriedad oficial que había en su rostro. Vestía un chaqué gris pálido, un chaleco, y llevaba sombrero de paja con una cinta casi azul. Su rostro, delgado, resultaba trigueño, y se prolongaba en una barba negra y corta que le daba un aire español y hacía echar de menos la gorguera isabelina. Fumaba un cigarrillo con parsimonia de hombre desocupado. Nada hacia presumir que aquel chaqué claro ocultaba una pistola cargada, que en aquel chaleco blanco iba una tarjeta de policía, que aquel sombrero de paja encubría una de las cabezas más potentes de Europa. Porque aquel hombre era nada menos que Valentín, jefe de la Policía parisiense, y el más famoso investigador del mundo. Venía de Bruselas a Londres para hacer la captura más comentada del siglo.

Flambeau estaba en Inglaterra. La Policía de tres países había seguido la pista al delincuente de Gante a Bruselas, y de Bruselas al Hoek van Holland. Y se sospechaba que trataría de disimularse en Londres, aprovechando el trastorno que por entonces causaba en aquella ciudad la celebración del Congreso Eucarístico. No sería difícil que adoptara, para viajar, el disfraz de eclesiástico menor, o persona relacionada con el Congreso. Pero Valentín no sabía nada a punto fijo. Sobre Flambeau nadie sabía nada a punto fijo.


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257 págs. / 7 horas, 30 minutos / 221 visitas.

Publicado el 5 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

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