I. LOS AMIGOS FANTÁSTICOS
La posada tenía por nombre El Sol Naciente aunque su apariencia hubiera justificado que se llamase El Sol Poniente.
Estaba justo en medio de un jardín triangular no tan verde como gris,
un jardín de setos arruinados por la invasión de los hierbajos de las
riberas del río; tenía el jardín, además, unas glorietas de techos y
bancos igualmente arruinados, y una fuente renegrida y seca, coronada
por una ninfa de la que únicamente eran destacables sus manchas de
humedad y los desconchones.
La posada en sí parecía más devorada que ornada por la hiedra y daba
la impresión de que su antiguo armazón de ladrillos oscuros había sido
corroído despaciosamente por las garras de los dragones que moraban en
lo que en sí mismo era un gran parásito. Por su parte trasera, la posada
daba a un camino estrecho y por lo general desierto, que a través de la
colina conducía hasta un vado, hoy fuera de uso tras la reciente
construcción de un puente, un buen trecho río abajo. Junto a la puerta
de entrada había un banco y una mesa; sobre ésta, en un tablero, el
nombre del hostal, con un sol que en tiempos fue de oro y ahora pardo,
dibujado en el centro.
De pie, en el umbral, contemplando tristemente el camino, pues no
miraba la belleza de la puesta del sol, se hallaba el posadero, un
hombre de cabello negro y lacio, de rostro congestionado y purpúreo, no
obstante lo cual mostraba los rasgos inequívocos de la melancolía. Pero
había también una persona que demostraba cierta vitalidad: justo quien
se iba en ese momento. El primer y único cliente en muchos meses. Una
especie de solitaria golondrina que no había hecho verano y que ahora
continuaba su peregrinar.
Información texto 'El Poeta y los Lunáticos'