Enfermo
Gustav Meyrink
Cuento
La sala de espera del sanatorio estaba concurrida, como siempre; todo el mundo permanecía quieto, esperando a la salud.
La gente no se hablaba por temor de oír la historia de la enfermedad del otro, o dudas acerca del tratamiento.
Todo era indeciblemente desolado y aburrido, y las insulsas sentencias y máximas, fijadas en letras negras de brillo sobre cartulinas blancas, obraban como un emético.
Junto a una mesa, enfrente de mí, estaba sentado un chico, al que yo miraba sin cesar, pues de otro modo tendría que colocar la cabeza en una postura aun más incómoda.
Vestido con mal gusto parecía infinitamente estúpido, con su frente baja. En sus bocamangas y pantalones puso la madre adornos de encaje blancos.
* * *
El tiempo pesaba sobre todos nosotros, nos succionaba como un pulpo.
No me extrañaría si de pronto toda esa gen-te se levantase de un salto y, sin motivo justificado, lo destruyese todo —mesas, ventanas, lámparas—, como un solo hombre delirante.
El porqué yo mismo no obraba así me resultaba, en verdad, inexplicable; probablemente dejé de hacerlo por temor de que los demás no me secundaran al mismo tiempo, y de que tuviese que volver a sentarme, avergonzado, después.
Volví a mirar los adornos de encaje blancos y sentí que el tedio se había hecho aún más torturador y deprimente. Tuve la sensación de soportar en la cavidad bucal una gran esfera gris de caucho, que se hacía cada vez más grande y me estaba desplazando el cerebro.
En tales momentos de desolación, incluso la idea de cualquier cambio le causa a uno horror.
El chico iba alineando fichas de dominó en su estuche, pero las sacaba de nuevo con un miedo febril, para volverlas a colocar de otro yodo. Pues, aunque no le sobraba ninguna ficha, el estuche seguía sin llenarse del todo; como él lo esperaba, le faltaba todavía una hilera entera para llegar al borde.
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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.