El Cerebro
Gustav Meyrink
Cuento
Tanto que se alegraba el párroco con la vuelta del Sur de su hermano Martín, y cuando éste entró por fin en el anticuado cuarto, una hora más temprano de lo que se esperaba, toda su alegría se ha desvanecido. No podía comprender la causa, y sólo lo sentía como se siente un día lluvioso de invierno, cuando el mundo amenaza convertirse en cenizas. Tampoco Ursula, la vieja, supo decir una palabra al principio.
Martín estaba moreno como un egipcio y sonreía amistosamente al sacudirle la mano al párroco.
Claro que se quedaría a cenar en casa y no estaba cansado en lo más mínimo, según dijo. Es cierto que tendría que ir por dos días a la capital, pero después pensaba pasar todo el verano en el hogar.
Hablaron de su juventud, cuando el padre vivía aún, y el párroco notó que el extraño rasgo melancólico de Martín se había acentuado aún más.
—¿No te parece a ti también que ciertos acontecimientos sorprendentes, incisivos, se producen únicamente porque uno no puede reprimir el temor íntimo que le inspiran? —fueron sus últimas palabras antes de irse a dormir—. Tú recordarás qué espantoso terror me sobrevino ya cuando niño, al ver una vez en la cocina unos sesos de ternera sanguinolentos
El párroco no pudo dormir: algo como una niebla asfixiante, fantasmal, llenaba la alcoba tan familiar poco antes.
«Es lo nuevo, lo desacostumbrado», pensó el párroco.
Pero no fue lo nuevo, lo desacostumbrado, fue algo diferente lo que introdujo su hermano.
Los muebles no parecían los de antes, los viejos cuadros colgaban como oprimidos contra la pared por fuerzas invisibles. Se tenía el ansioso presentimiento de que el solo pensar cualquier idea extraña y enigmática tendría que traer a empellones un cambio inaudito. «Sólo no pensar nada nuevo, quédate con lo antiguo, lo cotidiano», reza la advertencia interior. ¡Los pensamientos son peligrosos como los rayos!
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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.