Textos más populares esta semana de Gustav Meyrink publicados por Edu Robsy | pág. 2

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autor: Gustav Meyrink editor: Edu Robsy


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Amadeus Knödlseder, el Incorregible Buitre de los Alpes

Gustav Meyrink


Cuento


—¡Knödlseder, hazte a un lado! —ordenó Andreas Humplmeier, el águila real, apoderándose bruscamente del trozo de carne que la mano dadivosa del guardián había arrojado a través de las rejas.

—Porquería de animal, ojalá se muera —protestaba indignadísimo el anciano buitre de los Alpes, que en los largos años de encierro se había vuelto terriblemente corto de vista y no podía soportar que se aprovecharan de una manera tan irrespetuosa de su inferioridad; voló hacia una de las barras y desde ahí escupió finalmente con la esperanza de dar en su adversario.

Pero Humplmeier no se turbó en absoluto; con la cabeza metida en un rincón devoró impasible la carne recién hurtada limitándose tan solo a levantar despectivamente las plumas de su cola mientras se mofaba:

—¡No te pongas belicoso, que te doy una cachetada!

¡Y esta ya era la tercera vez que Amadeo Knödlseder se quedaba sin cenar!

—¡Esto no puede seguir así —rezongaba cerrando los ojos para no tener que ver la sonrisa desvergonzada que le dirigía el marabú de la jaula vecina y que quietecito en su rincón aparentaba estar "dando gracias a Dios", una actividad a la que su condición de pájaro sagrado parecía obligarlo sin darle casi ningún descanso—, esto no puede seguir así!

Knödlseder dejó que los acontecimientos de las últimas semanas volvieran a sucederse en su memoria: tenía que reconocer que al principio la conducta indudablemente original del águila real le había causado cierta gracia; especialmente en aquella oportunidad en que a la jaula vecina habían traído dos pajarracos delgadísimos —zancudos igual que las cigüeñas— y tremendamente petulantes; cuando hicieron su entrada, el águila exclamó:

—¡Epa, epa, qué es esto! ¿Qué clase de alimañas son?

—Somos grullas vírgenes —fue la respuesta.


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Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Cardenal Napellus

Gustav Meyrink


Cuento


Aparte de su nombre, Hieronymus Radspieller, solo sabíamos de él que vivía año tras año en el castillo semiderruido cuyo propietario, un vasco canoso y siempre malhumorado —ex sirviente y luego heredero de un antiguo y noble linaje que se fue perdiendo en la soledad y la tristeza— le había alquilado todo un piso para él solamente, quien lo había hecho habitable con muebles y otros enseres muy anticuados, pero también muy lujosos.

Era un contraste fantástico el que aguardaba a quien entrara en esas habitaciones después de atravesar la tierra inculta y despoblada que rodeaba el castillo, donde nunca se oía cantar un pájaro y todo parecía dejado de la mano de Dios y de la vida, si no fuera que de tanto en tanto los tejos hiciesen oír sus quejidos bajo los embates del viento cálido que venía del sur, o que el lago —como un ojo enorme siempre abierto al cielo— reflejara en su pupila verdinegra las blancas nubes que flotaban en lo alto. Casi todo el día se lo pasaba Hieronymus Radspieller en su bote, dejando caer en las aguas un huevo de metal suspendido de un fino cordel de seda: una sonda para indagar las profundidades del lago.

—Seguramente se hallará al servicio de alguna compañía de estudios geográficos —arriesgó uno de nosotros, cuando cierta noche, después de nuestras cotidianas excursiones de pesca, nos hallábamos reunidos en la biblioteca de Radspieller, que él, gentilmente, había puesto a nuestra disposición.


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Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Relato del Asesino Babinski

Gustav Meyrink


Cuento


Me sentaba en un banco de piedra a la orilla del Moldau, sumido en un melancólico ensueño y miraba hacia la niebla nocturna. El agua saltaba por encima del muro protector y su bramido apagaba los últimos murmullos de la soñolienta ciudad.

De vez en cuando me rebozaba en el abrigo y miraba hacia arriba; el río se encontraba en profundas sombras, en un extremo quedaba completamente envuelto por la pesada noche, fluyendo en un gris monótono y divisándose la espuma del dique como una franja blanca que corría de una orilla a otra. Me estremecía con sólo pensar que tenía que volver a mi triste casa, que estaba situada, como una tumba para los vivos, en lo más profundo del sucio y taciturno barrio judío.

El esplendor de una breve alegría vespertina, que yo creía no se iba a volver a repetir nunca, me había convertido para siempre en un extraño en mi propio barrio.

Comprendí que carecía de un hogar, ni en una ni en la otra orilla del río. De repente emergió una imagen del pasado en mi interior y me ayudó a olvidar por un instante mi ánimo sombrío: al resplandor de una lámpara se sentaba mi viejo amigo, el anciano titiritero Zwakh y me sonreía con alegría, como si quisiera llamarme. Veía claramente el brillo de sus ojos, que destacaban extrañamente por encima de sus pómulos rígidos, como tallados en madera, pero de un color juvenil, y de su barba blanca, como si estuviera de verdad delante de mí. Comparé involuntariamente sus rasgos con los rostros como máscaras de sus marionetas, con las que él, todas las Navidades, hacía sus maravillosas representaciones en el mercado del Alstädter Ring.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Asnoglobina

Gustav Meyrink


Cuento


Mote: Dulce et decorum est pro patria morí

I

El profesor Domiciano Lacarraca, bacteriólogo de fama mundial, había hecho un descubrimiento científico de proyecciones incalculables; tal era el rumor que corría de boca en boca, de periódico a periódico.

—Se espera una reforma del ejército, tal vez una subversión completa de todo lo existente en este orden; si no fuera esto, ¿por qué tendría el Ministro de la Guerra tanta prisa en citar al sabio en su despacho, eh? —se decía en todas partes.

Y más aún, cuando salió a relucir que en las Bolsas se habían formado ya sindicatos secretos para la explotación del invento, que le adelantaban al profesor Lacarraca una importante cantidad para facilitarle un indispensable viaje de estudio a… Borneo, entonces la marea de comentarios se desató como para nunca acabar.

—… Pero, vamos, ¿qué tiene que ver Borneo con el Ministro de la Guerra? —dijo gesticulando el señor Vesicálculo, honorable miembro de la Bolsa y pariente del sabio, cuando le hicieron una entrevista—. ¡¿¡Qué tiene que ver!?! Y, además, ¿dónde está la dichosa Borneo?

Al día siguiente todos los diarios publicaron las simpáticas palabras del financiero de amplias miras, añadiendo que un experto del gobierno norteamericano, Mr. G. R. S. Slyfox M. D. y F. R. S., acababa de ser recibido en audiencia por el profesor Lacarraca.

La curiosidad del público asumió entonces caracteres de fiebre.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Visita de J.H. Obereit a las Sanguijuelas del Tiempo

Gustav Meyrink


Cuento


En el cementerio de la parroquia del pequeño pueblo de Runkel, un lugar apartado, como fuera del mundo, descansaba para toda la eternidad el cuerpo de mi abuelo. Su tumba de piedra estaba prácticamente cubierta de musgo y apenas se leía el epitafio. Pero bajo dicho epitafio, tan reciente como si hubiera sido hecho ayer mismo, se ven con absoluta claridad cuatro letras alrededor de una cruz:

V
I
V
O

VIVO. Eso quiere decir "estoy vivo". Ese fue el significado del que recibí noticia cuando leí por primera vez la inscripción, siendo apenas un niño. Una palabra que impresionó tan hondamente mi alma como si el muerto hubiera abandonado su tumba.

VIVO. Estoy vivo. Algo extraño, algo muy raro de ver en una tumba de piedra. Algo que aún hoy, al recordarlo, me provoca un vuelco del corazón. Y siempre, cuando rememoro aquel lejano día de mi infancia, experimento la sensación de que caí en un pozo interminable la primera vez que estuve ante la tumba de mi abuelo. La imaginación me hace ver a mi abuelo —al que no conocí vivo— yaciendo en su tumba, incorrupto a pesar del paso del tiempo, con las manos caídas a lo largo del cuerpo, con sus ojos abiertos y translúcidos como el cristal, inmóviles; alguien que ha escapado de la putrefacción y espera paciente y silencioso el momento de resucitar. He visitado los cementerios de las parroquias de muchos pueblos, guiados mis pasos por un deseo vago, extraño, del que no puedo dar cuenta exacta, solo para leer los epitafios de las tumbas. Únicamente dos veces vi el anagrama de la cruz con la palabra VIVO, una en Danzig y otra en Nuremberg. En ambos casos el nombre del muerto había sido casi borrado por el dedo del tiempo; en ambos casos la palabra VIVO brillaba con toda la fuerza del instinto indomable de la vida.


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Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Gabinete de Figuras de Cera

Gustav Meyrink


Cuento


—¡Tuviste una buena idea al telegrafiar a Melichior Kreuzer! ¿Crees que nos hará el favor que le hemos pedido, Sinclair? Si ha cogido el primer tren —y Sebaldus miró su reloj—, estará aquí en cualquier momento.

Sinclair se había levantado y señaló por la ventana en vez de dar una respuesta.

Se vio a un hombre alto y delgado que se aproximaba por la calle a toda prisa.

—Hay veces que los segundos se deslizan por nuestra consciencia y hacen que asuntos cotidianos nos parezcan espantosamente nuevos, ¿lo has sentido alguna vez tú también, Sinclair?

»Es como si de repente nos despertásemos y nos volviéramos a dormir enseguida y, durante ese instante de un latido, hubiésemos mirado largo tiempo en un acontecimiento enigmático.

Sinclair miró a su amigo con atención.

—¿A qué te refieres?

—Será la influencia más sombría que me ha asaltado en el gabinete de figuras de cera —continuó Sebaldus—, hoy estoy indeciblemente sensible; al ver venir a Melchior desde lejos y al contemplar cómo su figura crecía y crecía cada vez más conforme se acercaba, había algo que me atormentaba, algo —¿cómo podría expresarlo?— no siniestro en el sentido de que la lejanía podía engullir todas las cosas, ya sean cuerpos o sonidos, pensamientos, fantasías o acontecimientos. O al revés, las vemos al principio diminutas desde lejos, y poco a poco se tornan más grandes, todas, todas, también las que son inmateriales y no pueden recorrer ningún trecho. Pero no encuentro las palabras adecuadas, ¿no has sentido alguna vez a lo que me refiero? ¡Así parecen estar todas bajo la misma ley!

El otro asintió pensativo.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

De cómo el Dr. Job Paupersum le Trajo Rosas Rojas a su Hija

Gustav Meyrink


Cuento


En el famoso café de lujo "Stefanie" de Munich, y en altas horas de la noche, se hallaba sentado, rígido, con la mirada perdida, un anciano de aspecto por demás singular. La corbata deshilachada y dejada en absoluta libertad, más la frente poderosa que casi le llegaba hasta la nuca, revelaba al hombre docto, al académico de relevancia. Aparte de una barba plateada y rala que parecía escapada de una pléyade de chinches, cuyo extremo inferior cubría aquella parte central del chaleco donde a los grandes pensadores les suele faltar un botón, el anciano caballero poseía muy poco que valiera la pena mencionarse en cuanto a bienes terrenales. Para decirlo con absoluta precisión: nada.

Tanto más vivificante le resultó, por consiguiente, que ese parroquiano de vestimenta tan mundana y lustroso bigote negro que hasta ese momento estuviera sentado junto a la mesa del rincón de enfrente llevándose a la boca de tanto en tanto un trozo de pescado frío, haciendo gala de un delicado manejo del cuchillo (momentos en los cuales resaltaban aún más los destellos que despedía el brillante del tamaño de una guinda que lucía en el meñique elegantemente estirado), y que entre bocado y bocado lo obsequiara con miradas asaz observadoras, se levantara limpiándose a boca, cruzara el local casi vacío, se inclinara cortésmente ante él y preguntara:

—¿Gustaría el caballero jugar una partida de ajedrez?... ¿Digamos, por un marco la partida?

Fantasmagóricas escenas a todo color, referidas al derroche y la opulencia, se fueron sucediendo rápidamente ante los ojos mentales del académico, y mientras su corazón maravillado murmuraba: "A este bruto me lo manda Dios", sus labios ya le estaban ordenando al camarero que justamente se había acercado para ocasionar, como era su costumbre, una serie de complicadas perturbaciones en el funcionamiento de las bombillas de luz:

—¡Julián, un tablero de ajedrez!


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Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Extraño Huésped

Gustav Meyrink


Cuento


La emperatriz María Teresa de Austria comenzó su gobierno en las condiciones más difíciles. Baviera y España eran enemigos declarados; Francia y Prusia sus enemigos secretos; Sajonia planteaba pretensiones. Por fin Federico II abrió las hostilidades, inesperadamente, en primer lugar, cayendo sobre Silesia, que entonces, junto con los territorios austríacos vecinos, fueron el escenario durante años de sangrientas luchas y de cambiante fortuna en la guerra. Cuando al fin se convino la Paz de Dresde en 1745, entre María Teresa y Federico, no sólo eran extremadamente significativas las pérdidas de territorios y de población para la emperatriz, sino que también el Imperio, que ya se había encontrado en tiempos de su padre, el emperador Carlos IV, en plena decadencia económica, parecía haber agotado todos sus recursos. La administración se sumía en el caos y las arcas estaban vacías.

Los señores del Consejo Imperial encargados de la nueva organización de la economía y de la administración de las deudas del Estado, se rompieron durante meses sus empolvadas cabezas sobre la cuestión de cómo resolver los problemas.

También el conde Wilhelm von Haugwitz, que ya por entonces era Consejero Privado de la emperatriz y con posterioridad, durante muchos años, su Primer Ministro, pese a toda su habilidad en los negocios, no sabía cómo arreglar las finanzas del Estado.

Tanto la reforma del comercio y de la agricultura, como la de la educación y el ejército, pedían ayuda al unísono.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Petróleo

Gustav Meyrink


Cuento


Fue el viernes, a mediodía, cuando el doctor Kunibaldo Delirrabias vertió lentamente la solución de estricnina en el arroyo.

Un pez surgió a la superficie, muerto, panza arriba.

«Así estarás ahora tú mismo», se dijo Delirrabias, y se desperezó contento de haber arrojado junto con el veneno los pensamientos suicidas.

Por tercera vez en su vida miraba de este modo la muerte en la cara, y cada vez, gracias a un oscuro presentimiento de que aún estaba llamado para algo grande —para una venganza fiera y dilatada—, volvió a aferrarse a la vida.

La primera vez quiso ponerle fin a su existencia cuando le robaron su invención; después, años más tarde, cuando le despidieron de su empleo porque no cejaba en perseguir y poner en evidencia al ladrón de su invento, y ahora, porque…, porque…

Kunibaldo Delirrabias dio un gemido al revivir en la memoria los recuerdos de su pena.

Todo estaba perdido, todo a lo que tenía apego, todo lo que una vez le era querido y caro. Y todo gracias al odio ciego, estrecho e infundado. que una multitud animada de frases hechas siente centra todo cuanto sale de la rutina.

¡Qué de cosas no habrá emprendido, ideado y propuesto!

Pero, apenas se ponía en marcha, tenía que abandonar la tarea; delante de él la «muralla china»; la turba de los amados prójimos y la consigna «pero».

* * *

—…«Azote de Dios», sí, así se llama la salvación. ¡Oh Todopoderoso, Rey de los Cielos, déjame que sea un destructor, ¡un Atila! —hervía la ira en el corazón de Delirrabias.

Tamerlán, el Gengis Khan, que renqueando con sus huestes amarillas de mongoles, asuela los campos de Europa; los caudillos vándalos, que sólo encuentran sosiego en las ruinas del arte romano; todos ellos son de su raza, mozos crudos, fuertes, nacidos en un nido de águilas.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Cerebro

Gustav Meyrink


Cuento


Tanto que se alegraba el párroco con la vuelta del Sur de su hermano Martín, y cuando éste entró por fin en el anticuado cuarto, una hora más temprano de lo que se esperaba, toda su alegría se ha desvanecido. No podía comprender la causa, y sólo lo sentía como se siente un día lluvioso de invierno, cuando el mundo amenaza convertirse en cenizas. Tampoco Ursula, la vieja, supo decir una palabra al principio.

Martín estaba moreno como un egipcio y sonreía amistosamente al sacudirle la mano al párroco.

Claro que se quedaría a cenar en casa y no estaba cansado en lo más mínimo, según dijo. Es cierto que tendría que ir por dos días a la capital, pero después pensaba pasar todo el verano en el hogar.

Hablaron de su juventud, cuando el padre vivía aún, y el párroco notó que el extraño rasgo melancólico de Martín se había acentuado aún más.

—¿No te parece a ti también que ciertos acontecimientos sorprendentes, incisivos, se producen únicamente porque uno no puede reprimir el temor íntimo que le inspiran? —fueron sus últimas palabras antes de irse a dormir—. Tú recordarás qué espantoso terror me sobrevino ya cuando niño, al ver una vez en la cocina unos sesos de ternera sanguinolentos

El párroco no pudo dormir: algo como una niebla asfixiante, fantasmal, llenaba la alcoba tan familiar poco antes.

«Es lo nuevo, lo desacostumbrado», pensó el párroco.

Pero no fue lo nuevo, lo desacostumbrado, fue algo diferente lo que introdujo su hermano.

Los muebles no parecían los de antes, los viejos cuadros colgaban como oprimidos contra la pared por fuerzas invisibles. Se tenía el ansioso presentimiento de que el solo pensar cualquier idea extraña y enigmática tendría que traer a empellones un cambio inaudito. «Sólo no pensar nada nuevo, quédate con lo antiguo, lo cotidiano», reza la advertencia interior. ¡Los pensamientos son peligrosos como los rayos!


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

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