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autor: Gustav Meyrink etiqueta: Cuento


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El Maestre Leonardo

Gustav Meyrink


Cuento


El maestre Leonardo se sienta inmóvil en su butaca gótica y mira fijamente ante sí con ojos muy abiertos.

El resplandor del fuego de chamarasca en la pequeña chimenea tremola sobre su manto de piel, pero el brillo no puede quedarse prendido en la quietud que rodea al maestre Leonardo: se desliza por la larga barba blanca, por el temible rostro y las manos del anciano, las cuales parecen haberse soldado con los tonos marrones y dorados de los brazos tallados de la butaca.

El maestre Leonardo mantiene su mirada fija hacia la ventana, hacia la colina nevada que rodea la ruinosa y semihundida capilla del castillo en que se sienta, pero en espíritu ve tras él las paredes desnudas y vacías, las miserables estancias y el crucifijo sobre la carcomida puerta; ve la jarra de agua, los panes horneados por él mismo, y el cuchillo al lado con el filo dentado en el nicho de la esquina.

Oye cómo crujen los árboles en el exterior por la helada, y ve cómo los carámbanos, a la luz deslumbrante de la luna, brillan desde las blancas astas. Ve su propia sombra caer a través del arco ojival de la ventana y enzarzarse con las siluetas de los abetos en la fulgurante nieve en un juego espectral, cuando el fuego de las astillas de pino alarga su cuello en la chimenea o se encoge; a continuación la vuelve a ver contraída, como si hubiera adoptado la forma de un macho cabrio en un trono negro azulado y los puños de la butaca fueran los cuernos del diablo sobre las orejas puntiagudas.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Relato del Asesino Babinski

Gustav Meyrink


Cuento


Me sentaba en un banco de piedra a la orilla del Moldau, sumido en un melancólico ensueño y miraba hacia la niebla nocturna. El agua saltaba por encima del muro protector y su bramido apagaba los últimos murmullos de la soñolienta ciudad.

De vez en cuando me rebozaba en el abrigo y miraba hacia arriba; el río se encontraba en profundas sombras, en un extremo quedaba completamente envuelto por la pesada noche, fluyendo en un gris monótono y divisándose la espuma del dique como una franja blanca que corría de una orilla a otra. Me estremecía con sólo pensar que tenía que volver a mi triste casa, que estaba situada, como una tumba para los vivos, en lo más profundo del sucio y taciturno barrio judío.

El esplendor de una breve alegría vespertina, que yo creía no se iba a volver a repetir nunca, me había convertido para siempre en un extraño en mi propio barrio.

Comprendí que carecía de un hogar, ni en una ni en la otra orilla del río. De repente emergió una imagen del pasado en mi interior y me ayudó a olvidar por un instante mi ánimo sombrío: al resplandor de una lámpara se sentaba mi viejo amigo, el anciano titiritero Zwakh y me sonreía con alegría, como si quisiera llamarme. Veía claramente el brillo de sus ojos, que destacaban extrañamente por encima de sus pómulos rígidos, como tallados en madera, pero de un color juvenil, y de su barba blanca, como si estuviera de verdad delante de mí. Comparé involuntariamente sus rasgos con los rostros como máscaras de sus marionetas, con las que él, todas las Navidades, hacía sus maravillosas representaciones en el mercado del Alstädter Ring.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Seso Esfumado

Gustav Meyrink


Cuento


(Al zapatero Voifft-, con veneración.)

Hiram Witt era un gigante del espíritu, y como pensador superaba al propio Parménides, en fuerza y profundidad. Aparentemente, pues ni un solo europeo hablaba siquiera de sus obras.

La noticia de que había logrado, hace ya veinte años, hacer crecer de células animales sometidas, sobre discos de vidrio, a la influencia de un campo magnético, junto a la rotación mecánica, cerebros completamente desarrollados —cerebros que, a juzgar por lo que se sabía, eran capaces incluso de pensar por sí mismos—, apareció ciertamente acá y acullá en los diarios, pero sin haber despertado un interés científico más profundo.

Tales cosas no encajan en absoluto en nuestros tiempos. Y, además, en los países de habla alemana, ¡qué iba a hacerse con cerebros que pensaban por su cuenta!

Cuando Hiram Witt era todavía joven y ambicioso, no transcurría una semana sin que mandara uno o dos de les cerebros trabajosamente producidos por él a los grandes institutos científicos. ¡Podían examinarlos, opinar acerca de ellos!

En honor a la verdad, así se hizo concienzudamente.

Los cerebros fueron colocados en recipientes de cristal, de temperatura apropiada. El famoso profesor de liceo Aureliano Chupatinto les estuvo leyendo, incluso, por intervención de un alto personaje, conferencias a fondo sobre el enigma del universo de Häckel. Pero los resultados fueron hasta tal punto desalentadores, que todos se vieron literalmente forzados a prescindir de toda enseñanza ulterior. Porque, piénsese: ya en la introducción a la primera conferencia, la mayor parte de los cerebros estallaron entre sonoros estampidos, mientras que los demás sufrieron unas cuantas contracciones violentas, para reventar en seguida, sin llamar la atención y apestar más tarde atrozmente.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Soldado Tórrido

Gustav Meyrink


Cuento


Los médicos militares tuvieron no poca tarea con vendar a todos esos legionarios heridos. Los anamitas tenían malos fusiles y las balas quedaban casi siempre incrustadas en los cuerpos de los pobres soldados.

La ciencia médica había hecho grandes progresos en los últimos años; esto era sabido incluso de aquellos que no sabían leer ni escribir; de modo que, como no les quedaba otra alternativa, se sometían dócilmente a todas las operaciones.

Es cierto que la mayor parte moría, pero sólo después de la operación, y aun así sólo porque las balas de los anamitas eran manejadas evidentemente sin asepsia antes de disparar o bien porque en su trayectoria por el aire habían arrastrado bacterias nocivas para la salud.

Los informes del profesor Cabezudo, que, por razones científicas y con la confirmación del gobierno, se había enrolado en la Legión Extranjera, no dejaban lugar a dudas.

También fue gracias a sus enérgicas disposiciones el que tanto los soldados como los indígenas sólo se atrevían a hablar en voz baja de las curas milagrosas del piadoso penitente hindú Mukhopadaya.

* * *

Como último herido y mucho tiempo después de la escaramuza, ingresó en el hospital de campaña, llevado por dos mujeres anamitas, el soldado Wenceslao Zavadil, natural de Bohemia. Al ser interrogadas las mujeres por qué y de dónde venían tan tarde, contaron que habían hallado a Zavadil medio muerto delante de la choza de Mukhopadaya y que trataron inmediatamente de volverlo a la vida mediante la instilación de un líquido opalescente, lo único que podía encontrarse en la choza abandonada del faquir.

El médico no pudo encontrar ninguna herida, y por toda respuesta a sus preguntas recibió solamente un salvaje gruñido del paciente, que tomó por sonido de un dialecto eslavo.

En todo caso ordenó una lavativa y se fue a la carpa de los oficiales.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Enfermo

Gustav Meyrink


Cuento


La sala de espera del sanatorio estaba concurrida, como siempre; todo el mundo permanecía quieto, esperando a la salud.

La gente no se hablaba por temor de oír la historia de la enfermedad del otro, o dudas acerca del tratamiento.

Todo era indeciblemente desolado y aburrido, y las insulsas sentencias y máximas, fijadas en letras negras de brillo sobre cartulinas blancas, obraban como un emético.

Junto a una mesa, enfrente de mí, estaba sentado un chico, al que yo miraba sin cesar, pues de otro modo tendría que colocar la cabeza en una postura aun más incómoda.

Vestido con mal gusto parecía infinitamente estúpido, con su frente baja. En sus bocamangas y pantalones puso la madre adornos de encaje blancos.

* * *

El tiempo pesaba sobre todos nosotros, nos succionaba como un pulpo.

No me extrañaría si de pronto toda esa gen-te se levantase de un salto y, sin motivo justificado, lo destruyese todo —mesas, ventanas, lámparas—, como un solo hombre delirante.

El porqué yo mismo no obraba así me resultaba, en verdad, inexplicable; probablemente dejé de hacerlo por temor de que los demás no me secundaran al mismo tiempo, y de que tuviese que volver a sentarme, avergonzado, después.

Volví a mirar los adornos de encaje blancos y sentí que el tedio se había hecho aún más torturador y deprimente. Tuve la sensación de soportar en la cavidad bucal una gran esfera gris de caucho, que se hacía cada vez más grande y me estaba desplazando el cerebro.

En tales momentos de desolación, incluso la idea de cualquier cambio le causa a uno horror.

El chico iba alineando fichas de dominó en su estuche, pero las sacaba de nuevo con un miedo febril, para volverlas a colocar de otro yodo. Pues, aunque no le sobraba ninguna ficha, el estuche seguía sin llenarse del todo; como él lo esperaba, le faltaba todavía una hilera entera para llegar al borde.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Maldición del Sapo

Gustav Meyrink


Cuento


Amplio, moderadamente movido y grave.
«Los Maestros Cantores».

Sobre el camino de la pagoda azul brilla caluroso el sol indio — caluroso el sol indio.

La gente canta en el templo y cubre a Buda con flores blancas, y los sacerdotes rezan solemnemente: om maní padme hum; om maní padme hum.

El camino desierto y abandonado: hoy es día de fiesta.

Las largas gramíneas de kusha formaron una espaldera en los prados junto al camino de la pagoda azul — al camino de la pagoda azul. Las flores todas esperaban al milpiés que vivía más allá, en la corteza de la venerable higuera.

La higuera era el barrio más distinguido.

«Soy la venerable —había dicho de sí misma— y con mis hojas pueden hacerse taparrabos — pueden hacerse taparrabos».

Pero el gran sapo, que siempre estaba sentado en la piedra, la despreciaba por estar arraigada, y los taparrabos tampoco le importaban gran cosa. Y en cuanto al milpiés, lo odiaba. No podía devorarlo, porque era muy duro y tenía un jugo venenoso — jugo venenoso.

—Por eso lo odiaba — lo odiaba.

Quería destruirlo y hacerlo desdichado, y durante toda la noche estuvo celebrando consultas con los espíritus de los sapos muertos.

Desde el amanecer estaba sentado en la piedra y esperaba y daba a veces golpecitos con la pata trasera — golpecitos con la pata trasera.

De vez en cuando escupía sobre las gramíneas de kusha.

Todo estaba silencioso: las flores, los escarabajos y las gramíneas. Y el vasto, vasto cielo. Pues era un día de fiesta.

Sólo las ranas en la charca —las impías— cantaban canciones sacrílegas:

Me cisco en la flor de loto,
Me cisco en mi vida.
Me cisco en mi vida,
Me cisco en mi vida…


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Preparación

Gustav Meyrink


Cuento


Los dos amigos estaban sentados en el rincón del Café Radetzky, al lado de la ventana, con las cabezas juntas.

—Se ha ido, se marchó esta tarde con su criado a Berlín. La casa está vacía; acabo de llegar y lo comprobé sin lugar a duda. Los dos persas eran los únicos habitantes.

—¿De modo que cayó en la trampa del telegrama?

—No dudé de ello ni por un momento; cuando oye hablar de Fabio Maríni, no hay quién le detenga.

—Así y todo, me resulta extraño, pues han vivido juntos durante años, hasta su muerte; de manera que, ¿qué novedades de él pudo haber esperado encontrar en Berlín?

—¡Oh! Al parecer el profesor Marini se tuvo calladas muchas cosas; él mismo lo dejó caer una vez en medio de una conversación, hará de eso medio año, más o menos, cuando el bueno de Axel aún se hallaba entre nosotros.

—¿Hay realmente algo de verdad en ese misterioso método de preparación de Fabio Marini? ¿Lo crees de veras, Sinclair?

—No es cuestión de «creer». Con estos ojos he visto en Florencia el cadáver de un niño preparado por Marini. Te aseguro que cualquiera juraría que el niño sólo estaba dormido; nada de rigidez, nada de arrugas; incluso el cutis estaba sonrosado tal como el de un ser vivo.

—Hum. Piensas, entonces, que el persa pudo realmente haber asesinado a Axel, y…


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Visita de J.H. Obereit a las Sanguijuelas del Tiempo

Gustav Meyrink


Cuento


En el cementerio de la parroquia del pequeño pueblo de Runkel, un lugar apartado, como fuera del mundo, descansaba para toda la eternidad el cuerpo de mi abuelo. Su tumba de piedra estaba prácticamente cubierta de musgo y apenas se leía el epitafio. Pero bajo dicho epitafio, tan reciente como si hubiera sido hecho ayer mismo, se ven con absoluta claridad cuatro letras alrededor de una cruz:

V
I
V
O

VIVO. Eso quiere decir "estoy vivo". Ese fue el significado del que recibí noticia cuando leí por primera vez la inscripción, siendo apenas un niño. Una palabra que impresionó tan hondamente mi alma como si el muerto hubiera abandonado su tumba.

VIVO. Estoy vivo. Algo extraño, algo muy raro de ver en una tumba de piedra. Algo que aún hoy, al recordarlo, me provoca un vuelco del corazón. Y siempre, cuando rememoro aquel lejano día de mi infancia, experimento la sensación de que caí en un pozo interminable la primera vez que estuve ante la tumba de mi abuelo. La imaginación me hace ver a mi abuelo —al que no conocí vivo— yaciendo en su tumba, incorrupto a pesar del paso del tiempo, con las manos caídas a lo largo del cuerpo, con sus ojos abiertos y translúcidos como el cristal, inmóviles; alguien que ha escapado de la putrefacción y espera paciente y silencioso el momento de resucitar. He visitado los cementerios de las parroquias de muchos pueblos, guiados mis pasos por un deseo vago, extraño, del que no puedo dar cuenta exacta, solo para leer los epitafios de las tumbas. Únicamente dos veces vi el anagrama de la cruz con la palabra VIVO, una en Danzig y otra en Nuremberg. En ambos casos el nombre del muerto había sido casi borrado por el dedo del tiempo; en ambos casos la palabra VIVO brillaba con toda la fuerza del instinto indomable de la vida.


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12 págs. / 21 minutos / 77 visitas.

Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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