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El Monje Laskaris

Gustav Meyrink


Cuento


Federico III, el dilapidador y amante del lujo, el último Príncipe Elector de Brandemburgo y el primer rey de Prusia, cambió en el año 1701 el tocado curial por la corona real. Al principio, las consecuencias de este paso no fueron tan ventajosas como el ambicioso príncipe se había imaginado. Nuevas ordenanzas a favor del Estado y del ejército destruyeron rápidamente el bienestar que su predecesor, el Gran Elector, había logrado en sus territorios en sus últimos años de gobierno, mediante una cuidadosa política económica.

Este repentino cambio de las circunstancias se advirtió sobre todo en la capital. El orgullo de los berlineses de albergar ahora entre sus muros una residencia real y ya no meramente curial, tuvo que pagarse muy pronto con una desmesurada carga de impuestos y contribuciones. Por esta razón, la ciudadanía de Berlín, en parte aún rústica, así como las autoridades municipales, no tardaron en criticar con lengua viperina la nueva situación de la capital, siguiendo el ejemplo de los parisinos y otros ciudadanos ilustrados que habían despertado a la madurez política.

En aquel tiempo los ciudadanos de reputación no sólo se reunían para discutir acerca de política en las cervecerías, sino también en las pocas farmacias de la ciudad.

La más frecuentada de estas farmacias era la que se llamaba «Zum Elephanten», cuyo propietario, el digno y docto farmacéutico Zorn, gozaba de una gran fama como hombre muy prudente y conocedor del mundo. En su juventud había viajado mucho, había estado en Bolonia y Praga, en Sevilla y París; había trabajado en los laboratorios de famosos químicos, regresando a su ciudad natal, Berlín, como un hombre acomodado, maduro y muy experimentado. Adquirió la renombrada farmacia «Zum Elephanten» y en ella abrió asimismo un comercio con los más novedosos artículos de ultramarinos, donde se vendía el mejor café holandés.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Extraño Huésped

Gustav Meyrink


Cuento


La emperatriz María Teresa de Austria comenzó su gobierno en las condiciones más difíciles. Baviera y España eran enemigos declarados; Francia y Prusia sus enemigos secretos; Sajonia planteaba pretensiones. Por fin Federico II abrió las hostilidades, inesperadamente, en primer lugar, cayendo sobre Silesia, que entonces, junto con los territorios austríacos vecinos, fueron el escenario durante años de sangrientas luchas y de cambiante fortuna en la guerra. Cuando al fin se convino la Paz de Dresde en 1745, entre María Teresa y Federico, no sólo eran extremadamente significativas las pérdidas de territorios y de población para la emperatriz, sino que también el Imperio, que ya se había encontrado en tiempos de su padre, el emperador Carlos IV, en plena decadencia económica, parecía haber agotado todos sus recursos. La administración se sumía en el caos y las arcas estaban vacías.

Los señores del Consejo Imperial encargados de la nueva organización de la economía y de la administración de las deudas del Estado, se rompieron durante meses sus empolvadas cabezas sobre la cuestión de cómo resolver los problemas.

También el conde Wilhelm von Haugwitz, que ya por entonces era Consejero Privado de la emperatriz y con posterioridad, durante muchos años, su Primer Ministro, pese a toda su habilidad en los negocios, no sabía cómo arreglar las finanzas del Estado.

Tanto la reforma del comercio y de la agricultura, como la de la educación y el ejército, pedían ayuda al unísono.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Maestre Leonardo

Gustav Meyrink


Cuento


El maestre Leonardo se sienta inmóvil en su butaca gótica y mira fijamente ante sí con ojos muy abiertos.

El resplandor del fuego de chamarasca en la pequeña chimenea tremola sobre su manto de piel, pero el brillo no puede quedarse prendido en la quietud que rodea al maestre Leonardo: se desliza por la larga barba blanca, por el temible rostro y las manos del anciano, las cuales parecen haberse soldado con los tonos marrones y dorados de los brazos tallados de la butaca.

El maestre Leonardo mantiene su mirada fija hacia la ventana, hacia la colina nevada que rodea la ruinosa y semihundida capilla del castillo en que se sienta, pero en espíritu ve tras él las paredes desnudas y vacías, las miserables estancias y el crucifijo sobre la carcomida puerta; ve la jarra de agua, los panes horneados por él mismo, y el cuchillo al lado con el filo dentado en el nicho de la esquina.

Oye cómo crujen los árboles en el exterior por la helada, y ve cómo los carámbanos, a la luz deslumbrante de la luna, brillan desde las blancas astas. Ve su propia sombra caer a través del arco ojival de la ventana y enzarzarse con las siluetas de los abetos en la fulgurante nieve en un juego espectral, cuando el fuego de las astillas de pino alarga su cuello en la chimenea o se encoge; a continuación la vuelve a ver contraída, como si hubiera adoptado la forma de un macho cabrio en un trono negro azulado y los puños de la butaca fueran los cuernos del diablo sobre las orejas puntiagudas.


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41 págs. / 1 hora, 13 minutos / 49 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Los Cuatro Hermanos de la Luna

Gustav Meyrink


Cuento


Un documento.

Rápidamente diré quién soy yo. Desde los veinticinco hasta los sesenta años fui criado del señor conde du Chazal. Antes había servido como ayudante del jardinero en el convento de Apanua, donde pasé, asimismo, los años monótonos y melancólicos de mi juventud. Aprendí a leer y a escribir gracias a la bondad del abate.

Era expósito; cuando recibí la confirmación fui adoptado por mi padrino, el viejo jardinero del convento y, desde entonces, llevo el apellido Meyrink.

Hasta donde puedo recordar, tengo siempre presente la sensación de un aro de hierro, ajustado alrededor de mi cabeza, oprimiéndome el cerebro y que me impide el desarrollo de lo que comúnmente se llama imaginación. Casi podría decir que me falta un sentido interior; quizá por eso mi vista y mi oído son agudos como los de un salvaje. Si cierro los ojos, veo hoy todavía con deprimente claridad, los perfiles rígidos y negros de los cipreses, recortados contra los muros descascarados del monasterio. Veo, como entonces, las desgastadas baldosas que formaban el piso del claustro, una por una; las podría contar, pero todo está helado, mudo, no me dice nada, tal como suelen hablarle las cosas a los hombres, según he leído a menudo. Revelo con toda franqueza mi condición pasada y presente porque quiero ser absolutamente creído. Me anima, además, la esperanza de que esto que escribo aquí, sea leído por hombres que saben más que yo y que me gratifiquen, con luz y conocimiento, sobre la cadena de insolubles enigmas que han acompañado el devenir de mi vida; siempre, claro está, que puedan y quieran hacerlo.


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20 págs. / 35 minutos / 121 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Albino

Gustav Meyrink


Cuento


I

—Aún sesenta minutos… hasta la medianoche —dijo Ariost y se sacó la delgada pipa holandesa de la boca—. El de allí —y señaló un retrato oscuro en la pared, de color marrón por el humo, cuyos rasgos apenas eran reconocibles— fue Gran Maestre hace cien años menos sesenta minutos.

—¿Y cuándo se disolvió nuestra Orden? Quiero decir, ¿cuándo degeneramos en compañeros de taberna, como lo somos ahora? —preguntó una voz oculta por el denso humo de tabaco que llenaba la antigua sala.

Ariost acarició su larga barba blanca, llevó luego la mano, dubitativo, a la golilla y, por último, a su sotana de seda.

—Debió suceder en los últimos decenios… tal vez… ocurrió poco a poco.

—Has tocado una herida que tiene en el corazón, Fortunato —susurró Baal Schem, el Archicensor de la Orden con los atavíos de los rabinos medievales, y se acercó a la mesa desde la oscuridad de un nicho de ventana—. ¡Habla de otra cosa! —y en voz alta continuó:

»¿Cómo se llamaba este Gran Maestre en la vida profana?

—Conde Ferdinand Paradies —respondió rápidamente alguien situado junto a Ariost, introduciéndose, comprensivo, en la conversación—, sí, eran nombres ilustres los de aquellos años, y antes también. Los condes Spork, Norbert Wrbna, Wenzel Kaiserstein, el poeta Ferdinand van der Roxas. Todos ellos celebraban el «Ghonsla», el rito de la logia de los «hermanos asiáticos», en el viejo jardín de Angelus, donde ahora está la ciudad. Inspirados por el espíritu de Petrarca y de Cola Rienzos, que también eran nuestros hermanos.

—Así es. En el jardín de Angelus. Llamado así por Angelus de Florencia, el médico personal del emperador Carlos IV, que dio asilo a Rienzo hasta que lo entregaron al Papa —intervino excitado Ismael Gneiting.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Juego de los Grillos

Gustav Meyrink


Cuento


—¿Y? —preguntaron los señores al entrar el profesor Goclenius más rápidamente de lo que era su costumbre y visiblemente alterado—. ¿Le entregaron las cartas? ¿Ya está Johannes Skoper viajando de regreso a Europa? ¿Cómo se encuentra? ¿Llegó alguna colección con el correo? —inquirían todos a la vez.

—Solamente esto —dijo el profesor muy serio, colocando sobre la mesa un paquete de hojas manuscritas y un frasquito en el que se podía vez un insecto muerto de color blancuzco y del tamaño de un ciervo volante—. El embajador chino me lo entregó personalmente con la aclaración de que llegó esta mañana vía Dinamarca.

—Me temo que se ha enterado de alguna noticia desagradable sobre nuestro colega Skoper —le cuchicheó al oído un caballero de barba afeitada a un anciano profesor de ondulante melena leonina, director como él en el Museo de Ciencias Naturales, que se había quitado los lentes y observaba con profundo interés el insecto metido en el frasquito.

Era aquel un recinto muy particular, en el que los señores —seis en total, y todos ellos investigadores científicos de la vida de los lepidópteros y coleópteros— se hallaban sentados alrededor de una ancha y larga mesa. La mezcla de los olores de alcanfor y sándalo acentuaba ese clima extrañamente mortuorio que se desprendía de los diodones que pendían de cuerdas fijadas en el cielorraso y que, con sus ojos vidriosos y saltones parecían las cabezas truncadas de espectadores fantasmales, las máscaras diablescas de salvajes tribus insulares, los huevos de avestruz, las bocazas de tiburón y los dientes de narval, los monos derrengados y de otras mil formas y figuras grotescas provenientes de zonas muy lejanas.


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Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Cardenal Napellus

Gustav Meyrink


Cuento


Aparte de su nombre, Hieronymus Radspieller, solo sabíamos de él que vivía año tras año en el castillo semiderruido cuyo propietario, un vasco canoso y siempre malhumorado —ex sirviente y luego heredero de un antiguo y noble linaje que se fue perdiendo en la soledad y la tristeza— le había alquilado todo un piso para él solamente, quien lo había hecho habitable con muebles y otros enseres muy anticuados, pero también muy lujosos.

Era un contraste fantástico el que aguardaba a quien entrara en esas habitaciones después de atravesar la tierra inculta y despoblada que rodeaba el castillo, donde nunca se oía cantar un pájaro y todo parecía dejado de la mano de Dios y de la vida, si no fuera que de tanto en tanto los tejos hiciesen oír sus quejidos bajo los embates del viento cálido que venía del sur, o que el lago —como un ojo enorme siempre abierto al cielo— reflejara en su pupila verdinegra las blancas nubes que flotaban en lo alto. Casi todo el día se lo pasaba Hieronymus Radspieller en su bote, dejando caer en las aguas un huevo de metal suspendido de un fino cordel de seda: una sonda para indagar las profundidades del lago.

—Seguramente se hallará al servicio de alguna compañía de estudios geográficos —arriesgó uno de nosotros, cuando cierta noche, después de nuestras cotidianas excursiones de pesca, nos hallábamos reunidos en la biblioteca de Radspieller, que él, gentilmente, había puesto a nuestra disposición.


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Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

De cómo el Dr. Job Paupersum le Trajo Rosas Rojas a su Hija

Gustav Meyrink


Cuento


En el famoso café de lujo "Stefanie" de Munich, y en altas horas de la noche, se hallaba sentado, rígido, con la mirada perdida, un anciano de aspecto por demás singular. La corbata deshilachada y dejada en absoluta libertad, más la frente poderosa que casi le llegaba hasta la nuca, revelaba al hombre docto, al académico de relevancia. Aparte de una barba plateada y rala que parecía escapada de una pléyade de chinches, cuyo extremo inferior cubría aquella parte central del chaleco donde a los grandes pensadores les suele faltar un botón, el anciano caballero poseía muy poco que valiera la pena mencionarse en cuanto a bienes terrenales. Para decirlo con absoluta precisión: nada.

Tanto más vivificante le resultó, por consiguiente, que ese parroquiano de vestimenta tan mundana y lustroso bigote negro que hasta ese momento estuviera sentado junto a la mesa del rincón de enfrente llevándose a la boca de tanto en tanto un trozo de pescado frío, haciendo gala de un delicado manejo del cuchillo (momentos en los cuales resaltaban aún más los destellos que despedía el brillante del tamaño de una guinda que lucía en el meñique elegantemente estirado), y que entre bocado y bocado lo obsequiara con miradas asaz observadoras, se levantara limpiándose a boca, cruzara el local casi vacío, se inclinara cortésmente ante él y preguntara:

—¿Gustaría el caballero jugar una partida de ajedrez?... ¿Digamos, por un marco la partida?

Fantasmagóricas escenas a todo color, referidas al derroche y la opulencia, se fueron sucediendo rápidamente ante los ojos mentales del académico, y mientras su corazón maravillado murmuraba: "A este bruto me lo manda Dios", sus labios ya le estaban ordenando al camarero que justamente se había acercado para ocasionar, como era su costumbre, una serie de complicadas perturbaciones en el funcionamiento de las bombillas de luz:

—¡Julián, un tablero de ajedrez!


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13 págs. / 23 minutos / 71 visitas.

Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Canto del Grillo

Gustav Meyrink


Cuento


—¿Y bien? —preguntaron los señores al unísono, cuando el profesor Godenius entró con mayor rapidez de la que era habitual en él y con un rostro llamativamente alterado—, ¿y bien?, ¿ha recibido las cartas?, ¿ya está Johannes Skoper en camino a Europa? ¿Qué tal está? ¿Han llegado ya sus colecciones? —gritaron todos pisándose mutuamente las palabras.

—Tan sólo esto —dijo el profesor con seriedad, y dejó sobre la mesa unos legajos atados y un frasco en el que se encontraba un insecto blancuzco del tamaño de un escarabajo, de un «ciervo volante»—. El embajador chino me lo ha dado en persona con el comentario de que acababa de llegar hoy a través de Dinamarca.

—Me temo que ha recibido malas noticias de nuestro colega Skoper —susurró un señor sin barba, tapándose la boca con la mano, a su vecino de mesa, un anciano estudioso con una melena leonina que, como él mismo, era preparador en el museo de ciencias naturales. Este último levantó las gafas y observó con gran interés el insecto en el frasco.

Era una habitación extraña en la que se sentaban los señores, seis en número y todos ellos investigadores en el ámbito de la entomología.

Un olor a alcanfor y a sándalo intensificaba la penetrante atmósfera cadavérica que se desprendía de los diodontes que colgaban del techo sostenidos por cordones —con ojos saltones, como cabezas cortadas de espectrales espectadores—; de las máscaras diabólicas de salvajes tribus insulares, pintadas de un verde y de un rojo chillones; de los huevos de avestruz; de las mandíbulas de tiburón; de deformes cuerpos de simios, y de otras muchas formas grotescas procedentes de regiones exóticas.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Visita de J.H. Obereit a las Sanguijuelas del Tiempo

Gustav Meyrink


Cuento


En el cementerio de la parroquia del pequeño pueblo de Runkel, un lugar apartado, como fuera del mundo, descansaba para toda la eternidad el cuerpo de mi abuelo. Su tumba de piedra estaba prácticamente cubierta de musgo y apenas se leía el epitafio. Pero bajo dicho epitafio, tan reciente como si hubiera sido hecho ayer mismo, se ven con absoluta claridad cuatro letras alrededor de una cruz:

V
I
V
O

VIVO. Eso quiere decir "estoy vivo". Ese fue el significado del que recibí noticia cuando leí por primera vez la inscripción, siendo apenas un niño. Una palabra que impresionó tan hondamente mi alma como si el muerto hubiera abandonado su tumba.

VIVO. Estoy vivo. Algo extraño, algo muy raro de ver en una tumba de piedra. Algo que aún hoy, al recordarlo, me provoca un vuelco del corazón. Y siempre, cuando rememoro aquel lejano día de mi infancia, experimento la sensación de que caí en un pozo interminable la primera vez que estuve ante la tumba de mi abuelo. La imaginación me hace ver a mi abuelo —al que no conocí vivo— yaciendo en su tumba, incorrupto a pesar del paso del tiempo, con las manos caídas a lo largo del cuerpo, con sus ojos abiertos y translúcidos como el cristal, inmóviles; alguien que ha escapado de la putrefacción y espera paciente y silencioso el momento de resucitar. He visitado los cementerios de las parroquias de muchos pueblos, guiados mis pasos por un deseo vago, extraño, del que no puedo dar cuenta exacta, solo para leer los epitafios de las tumbas. Únicamente dos veces vi el anagrama de la cruz con la palabra VIVO, una en Danzig y otra en Nuremberg. En ambos casos el nombre del muerto había sido casi borrado por el dedo del tiempo; en ambos casos la palabra VIVO brillaba con toda la fuerza del instinto indomable de la vida.


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Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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