Textos más vistos de Gustav Meyrink

Mostrando 1 a 10 de 30 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Gustav Meyrink


123

El Rostro Verde

Gustav Meyrink


Novela


Capítulo I

El forastero de vestimenta distinguida, que se había detenido en la acera de la calla Jodenbree, leyó una curiosa inscripción en letras blancas, excéntricamente adornadas, en el negro rótulo de una tienda que estaba al otro lado de la calle:

Salón de artículos misteriosos
de Chidher el Verde

Por curiosidad, o por dejar de servir de blanco al torpe gentío que se apiñaba a su alrededor y se burlaba de su levita, su reluciente sombrero de copa y sus guantes —todo tan extraño en ese barrio de Amsterdam—, atravesó la calzada repleta de carros de verdura. Lo siguieron un par de golfos con las manos hondamente enterradas en sus anchos y deformados pantalones de lona azul, la espalda encorvada, vagos y callados, arrastrando sus zuecos de madera. La tienda de Chidher daba a un estrecho voladizo acristalado que rodeaba el edificio como un cinturón y se adentraba a derecha e izquierda en dos callejuelas transversales. El edificio, a juzgar por los cristales deslucidos y sin vida, parecía un almacén de mercancías cuya parte posterior daría seguramente a un Gracht (uno de los numerosos canales marítimos de Amsterdam destinados al tráfico comercial).

La construcción, en forma de dado, recordaba una sombría torre rectangular que hubiera ido hundiéndose paulatinamente en la blanda tierra turbosa, hasta el borde de su pétrea golilla —el voladizo acristalado—. En el centro del escaparate, sobre un zócalo revestido de tela roja, reposaba una calavera de papel maché amarillo oscuro. Su aspecto era muy poco natural, debido a la excesiva longitud de la mandíbula superior, a la tinta negra de las cuencas de los ojos y a las sombras de las sienes; entre los dientes sostenía un As de picas. Encima había una inscripción que decía: «Het Delpsche Orakel, of de stem uit het Geesteryk» (El oráculo de Delfos, la voz del reino de los fantasmas).


Información texto

Protegido por copyright
231 págs. / 6 horas, 45 minutos / 562 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Los Cuatro Hermanos de la Luna

Gustav Meyrink


Cuento


Un documento.

Rápidamente diré quién soy yo. Desde los veinticinco hasta los sesenta años fui criado del señor conde du Chazal. Antes había servido como ayudante del jardinero en el convento de Apanua, donde pasé, asimismo, los años monótonos y melancólicos de mi juventud. Aprendí a leer y a escribir gracias a la bondad del abate.

Era expósito; cuando recibí la confirmación fui adoptado por mi padrino, el viejo jardinero del convento y, desde entonces, llevo el apellido Meyrink.

Hasta donde puedo recordar, tengo siempre presente la sensación de un aro de hierro, ajustado alrededor de mi cabeza, oprimiéndome el cerebro y que me impide el desarrollo de lo que comúnmente se llama imaginación. Casi podría decir que me falta un sentido interior; quizá por eso mi vista y mi oído son agudos como los de un salvaje. Si cierro los ojos, veo hoy todavía con deprimente claridad, los perfiles rígidos y negros de los cipreses, recortados contra los muros descascarados del monasterio. Veo, como entonces, las desgastadas baldosas que formaban el piso del claustro, una por una; las podría contar, pero todo está helado, mudo, no me dice nada, tal como suelen hablarle las cosas a los hombres, según he leído a menudo. Revelo con toda franqueza mi condición pasada y presente porque quiero ser absolutamente creído. Me anima, además, la esperanza de que esto que escribo aquí, sea leído por hombres que saben más que yo y que me gratifiquen, con luz y conocimiento, sobre la cadena de insolubles enigmas que han acompañado el devenir de mi vida; siempre, claro está, que puedan y quieran hacerlo.


Información texto

Protegido por copyright
20 págs. / 35 minutos / 146 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Amadeus Knödlseder, el Incorregible Buitre de los Alpes

Gustav Meyrink


Cuento


—¡Knödlseder, hazte a un lado! —ordenó Andreas Humplmeier, el águila real, apoderándose bruscamente del trozo de carne que la mano dadivosa del guardián había arrojado a través de las rejas.

—Porquería de animal, ojalá se muera —protestaba indignadísimo el anciano buitre de los Alpes, que en los largos años de encierro se había vuelto terriblemente corto de vista y no podía soportar que se aprovecharan de una manera tan irrespetuosa de su inferioridad; voló hacia una de las barras y desde ahí escupió finalmente con la esperanza de dar en su adversario.

Pero Humplmeier no se turbó en absoluto; con la cabeza metida en un rincón devoró impasible la carne recién hurtada limitándose tan solo a levantar despectivamente las plumas de su cola mientras se mofaba:

—¡No te pongas belicoso, que te doy una cachetada!

¡Y esta ya era la tercera vez que Amadeo Knödlseder se quedaba sin cenar!

—¡Esto no puede seguir así —rezongaba cerrando los ojos para no tener que ver la sonrisa desvergonzada que le dirigía el marabú de la jaula vecina y que quietecito en su rincón aparentaba estar "dando gracias a Dios", una actividad a la que su condición de pájaro sagrado parecía obligarlo sin darle casi ningún descanso—, esto no puede seguir así!

Knödlseder dejó que los acontecimientos de las últimas semanas volvieran a sucederse en su memoria: tenía que reconocer que al principio la conducta indudablemente original del águila real le había causado cierta gracia; especialmente en aquella oportunidad en que a la jaula vecina habían traído dos pajarracos delgadísimos —zancudos igual que las cigüeñas— y tremendamente petulantes; cuando hicieron su entrada, el águila exclamó:

—¡Epa, epa, qué es esto! ¿Qué clase de alimañas son?

—Somos grullas vírgenes —fue la respuesta.


Información texto

Protegido por copyright
11 págs. / 19 minutos / 95 visitas.

Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Cardenal Napellus

Gustav Meyrink


Cuento


Aparte de su nombre, Hieronymus Radspieller, solo sabíamos de él que vivía año tras año en el castillo semiderruido cuyo propietario, un vasco canoso y siempre malhumorado —ex sirviente y luego heredero de un antiguo y noble linaje que se fue perdiendo en la soledad y la tristeza— le había alquilado todo un piso para él solamente, quien lo había hecho habitable con muebles y otros enseres muy anticuados, pero también muy lujosos.

Era un contraste fantástico el que aguardaba a quien entrara en esas habitaciones después de atravesar la tierra inculta y despoblada que rodeaba el castillo, donde nunca se oía cantar un pájaro y todo parecía dejado de la mano de Dios y de la vida, si no fuera que de tanto en tanto los tejos hiciesen oír sus quejidos bajo los embates del viento cálido que venía del sur, o que el lago —como un ojo enorme siempre abierto al cielo— reflejara en su pupila verdinegra las blancas nubes que flotaban en lo alto. Casi todo el día se lo pasaba Hieronymus Radspieller en su bote, dejando caer en las aguas un huevo de metal suspendido de un fino cordel de seda: una sonda para indagar las profundidades del lago.

—Seguramente se hallará al servicio de alguna compañía de estudios geográficos —arriesgó uno de nosotros, cuando cierta noche, después de nuestras cotidianas excursiones de pesca, nos hallábamos reunidos en la biblioteca de Radspieller, que él, gentilmente, había puesto a nuestra disposición.


Información texto

Protegido por copyright
14 págs. / 24 minutos / 101 visitas.

Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Cerebro

Gustav Meyrink


Cuento


Tanto que se alegraba el párroco con la vuelta del Sur de su hermano Martín, y cuando éste entró por fin en el anticuado cuarto, una hora más temprano de lo que se esperaba, toda su alegría se ha desvanecido. No podía comprender la causa, y sólo lo sentía como se siente un día lluvioso de invierno, cuando el mundo amenaza convertirse en cenizas. Tampoco Ursula, la vieja, supo decir una palabra al principio.

Martín estaba moreno como un egipcio y sonreía amistosamente al sacudirle la mano al párroco.

Claro que se quedaría a cenar en casa y no estaba cansado en lo más mínimo, según dijo. Es cierto que tendría que ir por dos días a la capital, pero después pensaba pasar todo el verano en el hogar.

Hablaron de su juventud, cuando el padre vivía aún, y el párroco notó que el extraño rasgo melancólico de Martín se había acentuado aún más.

—¿No te parece a ti también que ciertos acontecimientos sorprendentes, incisivos, se producen únicamente porque uno no puede reprimir el temor íntimo que le inspiran? —fueron sus últimas palabras antes de irse a dormir—. Tú recordarás qué espantoso terror me sobrevino ya cuando niño, al ver una vez en la cocina unos sesos de ternera sanguinolentos

El párroco no pudo dormir: algo como una niebla asfixiante, fantasmal, llenaba la alcoba tan familiar poco antes.

«Es lo nuevo, lo desacostumbrado», pensó el párroco.

Pero no fue lo nuevo, lo desacostumbrado, fue algo diferente lo que introdujo su hermano.

Los muebles no parecían los de antes, los viejos cuadros colgaban como oprimidos contra la pared por fuerzas invisibles. Se tenía el ansioso presentimiento de que el solo pensar cualquier idea extraña y enigmática tendría que traer a empellones un cambio inaudito. «Sólo no pensar nada nuevo, quédate con lo antiguo, lo cotidiano», reza la advertencia interior. ¡Los pensamientos son peligrosos como los rayos!


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 63 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Gabinete de Figuras de Cera

Gustav Meyrink


Cuento


—¡Tuviste una buena idea al telegrafiar a Melichior Kreuzer! ¿Crees que nos hará el favor que le hemos pedido, Sinclair? Si ha cogido el primer tren —y Sebaldus miró su reloj—, estará aquí en cualquier momento.

Sinclair se había levantado y señaló por la ventana en vez de dar una respuesta.

Se vio a un hombre alto y delgado que se aproximaba por la calle a toda prisa.

—Hay veces que los segundos se deslizan por nuestra consciencia y hacen que asuntos cotidianos nos parezcan espantosamente nuevos, ¿lo has sentido alguna vez tú también, Sinclair?

»Es como si de repente nos despertásemos y nos volviéramos a dormir enseguida y, durante ese instante de un latido, hubiésemos mirado largo tiempo en un acontecimiento enigmático.

Sinclair miró a su amigo con atención.

—¿A qué te refieres?

—Será la influencia más sombría que me ha asaltado en el gabinete de figuras de cera —continuó Sebaldus—, hoy estoy indeciblemente sensible; al ver venir a Melchior desde lejos y al contemplar cómo su figura crecía y crecía cada vez más conforme se acercaba, había algo que me atormentaba, algo —¿cómo podría expresarlo?— no siniestro en el sentido de que la lejanía podía engullir todas las cosas, ya sean cuerpos o sonidos, pensamientos, fantasías o acontecimientos. O al revés, las vemos al principio diminutas desde lejos, y poco a poco se tornan más grandes, todas, todas, también las que son inmateriales y no pueden recorrer ningún trecho. Pero no encuentro las palabras adecuadas, ¿no has sentido alguna vez a lo que me refiero? ¡Así parecen estar todas bajo la misma ley!

El otro asintió pensativo.


Información texto

Protegido por copyright
11 págs. / 19 minutos / 79 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Golem

Gustav Meyrink


Novela


Sueño

La luz de la luna cae al pie de mi cama y se queda allí como una piedra grande, lisa y blanca.

Cuando la luna llena empieza a encogerse y su lado derecho se carcome — como una cara que se acerca a la vejez, mostrando primero las arrugas en una mejilla y perfilándose después — a esa hora de la noche, se apodera de mí una inquietud sombría y angustiosa.

No estoy dormido ni despierto, y, en el ensueño, se mezclan en mi alma lo vivido con lo leído y oído, como corrientes de distinto brillo y color que confluyeran. Antes de acostarme había leído la vida de Buddha Gotama e incesantemente volvían a repetirse en mi mente, de mil formas, estas frases:

«Una corneja voló hacia una piedra que parecía un trozo de grasa y pensó:

quizás haya aquí un buen bocado. Pero como la corneja no encontró nada apetitoso, se alejó. Del mismo modo que la corneja que se había acercado a la piedra, abandonamos — nosotros, los seguidores — al asceta Gotama, cuando hemos perdido placer en él.»

Y la imagen de la piedra que parece un pedazo de grasa crece monstruosamente en mi mente:

Camino por el lecho seco de un río y recojo guijarros lisos.

De color gris — azulado, cubiertos de polvo brillante, sobre los que pienso y recapacito y con los que, sin embargo, no sé qué hacer — y después otros negros con manchas amarillas de azufre, como petrificados intentos de un niño por imitar unas salamandras toscamente moteadas.

Y quiero arrojar estos guijarros lejos de mí, pero una y otra vez se me caen de las manos, y no puedo apartarlos de mi vista.

Aparecen a mi alrededor todas las piedras que han jugado un papel en mi vida.

Algunas se esfuerzan desmesuradamente por surgir de la tierra a la luz — como grandes cangrejos de color pizarra, subiendo con la marea,empeñados en atraer mi mirada hacia ellos y decirme cosas de importancia infinita.


Información texto

Protegido por copyright
238 págs. / 6 horas, 57 minutos / 288 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Juego de los Grillos

Gustav Meyrink


Cuento


—¿Y? —preguntaron los señores al entrar el profesor Goclenius más rápidamente de lo que era su costumbre y visiblemente alterado—. ¿Le entregaron las cartas? ¿Ya está Johannes Skoper viajando de regreso a Europa? ¿Cómo se encuentra? ¿Llegó alguna colección con el correo? —inquirían todos a la vez.

—Solamente esto —dijo el profesor muy serio, colocando sobre la mesa un paquete de hojas manuscritas y un frasquito en el que se podía vez un insecto muerto de color blancuzco y del tamaño de un ciervo volante—. El embajador chino me lo entregó personalmente con la aclaración de que llegó esta mañana vía Dinamarca.

—Me temo que se ha enterado de alguna noticia desagradable sobre nuestro colega Skoper —le cuchicheó al oído un caballero de barba afeitada a un anciano profesor de ondulante melena leonina, director como él en el Museo de Ciencias Naturales, que se había quitado los lentes y observaba con profundo interés el insecto metido en el frasquito.

Era aquel un recinto muy particular, en el que los señores —seis en total, y todos ellos investigadores científicos de la vida de los lepidópteros y coleópteros— se hallaban sentados alrededor de una ancha y larga mesa. La mezcla de los olores de alcanfor y sándalo acentuaba ese clima extrañamente mortuorio que se desprendía de los diodones que pendían de cuerdas fijadas en el cielorraso y que, con sus ojos vidriosos y saltones parecían las cabezas truncadas de espectadores fantasmales, las máscaras diablescas de salvajes tribus insulares, los huevos de avestruz, las bocazas de tiburón y los dientes de narval, los monos derrengados y de otras mil formas y figuras grotescas provenientes de zonas muy lejanas.


Información texto

Protegido por copyright
14 págs. / 25 minutos / 62 visitas.

Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Monje Laskaris

Gustav Meyrink


Cuento


Federico III, el dilapidador y amante del lujo, el último Príncipe Elector de Brandemburgo y el primer rey de Prusia, cambió en el año 1701 el tocado curial por la corona real. Al principio, las consecuencias de este paso no fueron tan ventajosas como el ambicioso príncipe se había imaginado. Nuevas ordenanzas a favor del Estado y del ejército destruyeron rápidamente el bienestar que su predecesor, el Gran Elector, había logrado en sus territorios en sus últimos años de gobierno, mediante una cuidadosa política económica.

Este repentino cambio de las circunstancias se advirtió sobre todo en la capital. El orgullo de los berlineses de albergar ahora entre sus muros una residencia real y ya no meramente curial, tuvo que pagarse muy pronto con una desmesurada carga de impuestos y contribuciones. Por esta razón, la ciudadanía de Berlín, en parte aún rústica, así como las autoridades municipales, no tardaron en criticar con lengua viperina la nueva situación de la capital, siguiendo el ejemplo de los parisinos y otros ciudadanos ilustrados que habían despertado a la madurez política.

En aquel tiempo los ciudadanos de reputación no sólo se reunían para discutir acerca de política en las cervecerías, sino también en las pocas farmacias de la ciudad.

La más frecuentada de estas farmacias era la que se llamaba «Zum Elephanten», cuyo propietario, el digno y docto farmacéutico Zorn, gozaba de una gran fama como hombre muy prudente y conocedor del mundo. En su juventud había viajado mucho, había estado en Bolonia y Praga, en Sevilla y París; había trabajado en los laboratorios de famosos químicos, regresando a su ciudad natal, Berlín, como un hombre acomodado, maduro y muy experimentado. Adquirió la renombrada farmacia «Zum Elephanten» y en ella abrió asimismo un comercio con los más novedosos artículos de ultramarinos, donde se vendía el mejor café holandés.


Información texto

Protegido por copyright
133 págs. / 3 horas, 54 minutos / 121 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Esfera Negra

Gustav Meyrink


Cuento


La noticia llegó al principio como una leyenda, un rumor. De Asia penetró a los centros de cultura occidentales, y decía que en Sikkhim, al Sur del Himalaya, unos penitentes totalmente incultos y semibárbaros, los llamados gosaines, habían hecho un descubrimiento realmente fabuloso.

Aunque los diarios anglo-hindúes publicaron el rumor, parecían estar peor informados que los rusos, pero los entendidos no se extrañaban de ello, pues es sabido que Sikkhim elude con asco a todo lo inglés.

Ese sería, sin duda, el motivo por qué el misterioso descubrimiento llegase a Europa dando rodeo a través de San Petersburgo-Berlín.

A los círculos científicos de Berlín por poco les dio el baile de San Vito al serles presentados los fenómenos.

La gran sala, destinada exclusivamente a conferencias científicas, estuvo totalmente llena.

En el centro, sobre un estrado, estaban los dos experimentadores hindúes: el gosain Deb Shumsher Dshung, con la cara hundida, cubierta de sagrada ceniza blanca, y el moreno brahmán Radshendralamitra, sólo identificable como tal por el delgado cordel de algodón que le colgaba sobre la mitad izquierda del pecho.

Desde el techo de la sala pendían de alambres, a la altura de un hombre, matraces químicos de vidrio en los que podían verse huellas de un polvo blancuzco, presumiblemente yoduros, según explicaba el intérprete.

Entre el silencio del auditorio el gosain se acercó a uno de los matraces, ató una delgada cadenilla de oro al cuello del recipiente y enlazó los extremos alrededor de las sienes del brahmán. Después se puso detrás de aquél, lanzó los brazos y murmuró los mantrams, fórmulas mágicas, de su secta.

Las dos ascéticas figuras parecían estatuas, con esa inmovilidad que sólo se encuentra en los arios asiáticos cuando se entregan a sus meditaciones religiosas.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 8 minutos / 116 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

123