Textos más populares este mes de Gustav Meyrink no disponibles publicados el 14 de febrero de 2017 | pág. 2

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autor: Gustav Meyrink textos no disponibles fecha: 14-02-2017


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El Monje Laskaris

Gustav Meyrink


Cuento


Federico III, el dilapidador y amante del lujo, el último Príncipe Elector de Brandemburgo y el primer rey de Prusia, cambió en el año 1701 el tocado curial por la corona real. Al principio, las consecuencias de este paso no fueron tan ventajosas como el ambicioso príncipe se había imaginado. Nuevas ordenanzas a favor del Estado y del ejército destruyeron rápidamente el bienestar que su predecesor, el Gran Elector, había logrado en sus territorios en sus últimos años de gobierno, mediante una cuidadosa política económica.

Este repentino cambio de las circunstancias se advirtió sobre todo en la capital. El orgullo de los berlineses de albergar ahora entre sus muros una residencia real y ya no meramente curial, tuvo que pagarse muy pronto con una desmesurada carga de impuestos y contribuciones. Por esta razón, la ciudadanía de Berlín, en parte aún rústica, así como las autoridades municipales, no tardaron en criticar con lengua viperina la nueva situación de la capital, siguiendo el ejemplo de los parisinos y otros ciudadanos ilustrados que habían despertado a la madurez política.

En aquel tiempo los ciudadanos de reputación no sólo se reunían para discutir acerca de política en las cervecerías, sino también en las pocas farmacias de la ciudad.

La más frecuentada de estas farmacias era la que se llamaba «Zum Elephanten», cuyo propietario, el digno y docto farmacéutico Zorn, gozaba de una gran fama como hombre muy prudente y conocedor del mundo. En su juventud había viajado mucho, había estado en Bolonia y Praga, en Sevilla y París; había trabajado en los laboratorios de famosos químicos, regresando a su ciudad natal, Berlín, como un hombre acomodado, maduro y muy experimentado. Adquirió la renombrada farmacia «Zum Elephanten» y en ella abrió asimismo un comercio con los más novedosos artículos de ultramarinos, donde se vendía el mejor café holandés.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Relato del Asesino Babinski

Gustav Meyrink


Cuento


Me sentaba en un banco de piedra a la orilla del Moldau, sumido en un melancólico ensueño y miraba hacia la niebla nocturna. El agua saltaba por encima del muro protector y su bramido apagaba los últimos murmullos de la soñolienta ciudad.

De vez en cuando me rebozaba en el abrigo y miraba hacia arriba; el río se encontraba en profundas sombras, en un extremo quedaba completamente envuelto por la pesada noche, fluyendo en un gris monótono y divisándose la espuma del dique como una franja blanca que corría de una orilla a otra. Me estremecía con sólo pensar que tenía que volver a mi triste casa, que estaba situada, como una tumba para los vivos, en lo más profundo del sucio y taciturno barrio judío.

El esplendor de una breve alegría vespertina, que yo creía no se iba a volver a repetir nunca, me había convertido para siempre en un extraño en mi propio barrio.

Comprendí que carecía de un hogar, ni en una ni en la otra orilla del río. De repente emergió una imagen del pasado en mi interior y me ayudó a olvidar por un instante mi ánimo sombrío: al resplandor de una lámpara se sentaba mi viejo amigo, el anciano titiritero Zwakh y me sonreía con alegría, como si quisiera llamarme. Veía claramente el brillo de sus ojos, que destacaban extrañamente por encima de sus pómulos rígidos, como tallados en madera, pero de un color juvenil, y de su barba blanca, como si estuviera de verdad delante de mí. Comparé involuntariamente sus rasgos con los rostros como máscaras de sus marionetas, con las que él, todas las Navidades, hacía sus maravillosas representaciones en el mercado del Alstädter Ring.


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Asnoglobina

Gustav Meyrink


Cuento


Mote: Dulce et decorum est pro patria morí

I

El profesor Domiciano Lacarraca, bacteriólogo de fama mundial, había hecho un descubrimiento científico de proyecciones incalculables; tal era el rumor que corría de boca en boca, de periódico a periódico.

—Se espera una reforma del ejército, tal vez una subversión completa de todo lo existente en este orden; si no fuera esto, ¿por qué tendría el Ministro de la Guerra tanta prisa en citar al sabio en su despacho, eh? —se decía en todas partes.

Y más aún, cuando salió a relucir que en las Bolsas se habían formado ya sindicatos secretos para la explotación del invento, que le adelantaban al profesor Lacarraca una importante cantidad para facilitarle un indispensable viaje de estudio a… Borneo, entonces la marea de comentarios se desató como para nunca acabar.

—… Pero, vamos, ¿qué tiene que ver Borneo con el Ministro de la Guerra? —dijo gesticulando el señor Vesicálculo, honorable miembro de la Bolsa y pariente del sabio, cuando le hicieron una entrevista—. ¡¿¡Qué tiene que ver!?! Y, además, ¿dónde está la dichosa Borneo?

Al día siguiente todos los diarios publicaron las simpáticas palabras del financiero de amplias miras, añadiendo que un experto del gobierno norteamericano, Mr. G. R. S. Slyfox M. D. y F. R. S., acababa de ser recibido en audiencia por el profesor Lacarraca.

La curiosidad del público asumió entonces caracteres de fiebre.


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Bal Macabre

Gustav Meyrink


Cuento


Lord Hopeless me había invitado a sentarme a su mesa y me presentó a los señores que le acompañaban.

Pasaba de la medianoche y no recuerdo la mayoría de los nombres.

Al doctor Zitterbein lo conocía ya de antes.

—Siempre se sienta solo, es una pena —había dicho mientras me estrechaba la mano—, ¿por qué siempre se sienta solo? Sé que no habíamos bebido demasiado, aunque estábamos bajo esa ligera e imperceptible embriaguez que nos hacía oír algunas palabras como si procedieran de la lejanía, lo que suele ocurrir en las horas nocturnas, cuando estamos rodeados del humo de cigarrillos, de risas femeninas y de música frívola.

¿Podía surgir de ese estado de ánimo de cancán, de esa atmósfera de música de gitanos, Cake-Walk y champán, una conversación sobre cosas fantásticas? Lord Hopeless contó algo. Sobre una hermandad que existía con toda seriedad, de hombres o, mejor dicho, de muertos o muertos aparentes, de gente de los mejores círculos, que para los vivos ya hacía tiempo que habían muerto, que incluso tenían lápidas y panteones en el cementerio, con nombre y fecha de la muerte, pero que en realidad se encontraban en una permanente rigidez que duraba años, en algún lugar de la ciudad, en el interior de una villa antigua, vigilados por un criado jorobado con zapatos de hebilla y peluca empolvada, al que se conoce por el nombre de Aron. Sus cuerpos están protegidos contra la putrefacción y guardados en cajones. Algunas noches sus labios cobran una luminosidad fosforescente y eso le da la señal al jorobado para aplicar un enigmático procedimiento en las cervicales de los muertos aparentes. Así dijo.

Entonces sus almas podían vagabundear libremente, liberadas por cierto tiempo de sus cuerpos, y entregarse a los vicios de la gran ciudad. Y esto con una intensidad y una codicia que ni siquiera era imaginable para los más refinados.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Albino

Gustav Meyrink


Cuento


I

—Aún sesenta minutos… hasta la medianoche —dijo Ariost y se sacó la delgada pipa holandesa de la boca—. El de allí —y señaló un retrato oscuro en la pared, de color marrón por el humo, cuyos rasgos apenas eran reconocibles— fue Gran Maestre hace cien años menos sesenta minutos.

—¿Y cuándo se disolvió nuestra Orden? Quiero decir, ¿cuándo degeneramos en compañeros de taberna, como lo somos ahora? —preguntó una voz oculta por el denso humo de tabaco que llenaba la antigua sala.

Ariost acarició su larga barba blanca, llevó luego la mano, dubitativo, a la golilla y, por último, a su sotana de seda.

—Debió suceder en los últimos decenios… tal vez… ocurrió poco a poco.

—Has tocado una herida que tiene en el corazón, Fortunato —susurró Baal Schem, el Archicensor de la Orden con los atavíos de los rabinos medievales, y se acercó a la mesa desde la oscuridad de un nicho de ventana—. ¡Habla de otra cosa! —y en voz alta continuó:

»¿Cómo se llamaba este Gran Maestre en la vida profana?

—Conde Ferdinand Paradies —respondió rápidamente alguien situado junto a Ariost, introduciéndose, comprensivo, en la conversación—, sí, eran nombres ilustres los de aquellos años, y antes también. Los condes Spork, Norbert Wrbna, Wenzel Kaiserstein, el poeta Ferdinand van der Roxas. Todos ellos celebraban el «Ghonsla», el rito de la logia de los «hermanos asiáticos», en el viejo jardín de Angelus, donde ahora está la ciudad. Inspirados por el espíritu de Petrarca y de Cola Rienzos, que también eran nuestros hermanos.

—Así es. En el jardín de Angelus. Llamado así por Angelus de Florencia, el médico personal del emperador Carlos IV, que dio asilo a Rienzo hasta que lo entregaron al Papa —intervino excitado Ismael Gneiting.


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Ciertamente, sin duda

Gustav Meyrink


Cuento


"Mi querido amigo Warndorfer:

Por desgracia no le hallé en su casa, ni tampoco pude encontrarle en ninguna parte, de modo que tengo que pedirle por escrito se venga esta noche a mi casa, con Zavrel y el doctor Rolof.

Figúrese que el famoso filósofo, profesor Arjuna Monosabio de Suecia (habrá usted leído de él), discutió conmigo anoche, en la Asociación «Loto», durante una hora, sobre fenómenos espiritistas: le invité para hoy, y va a venir.

Está deseoso de conocerles a todos ustedes, y yo pienso que si le sometemos a un fuego cruzado como es debido, podríamos ganarlo para nuestra causa, y prestarle, tal vez, a la humanidad un servicio inestimable.

¿De manera que puedo contar con usted? (El doctor Rolof no debe olvidarse de traer las fotografías.)

Con toda prisa, su sincero

GUSTAVO.”

Después de la cena, los cinco señores se retiraron al salón fumador. El profesor Monosabio jugueteaba con un erizo de mar, lleno de fósforos, que había sobre la mesa: —Todo lo que me está contando usted, doctor Rolof, suena bastante extraño y sorprendente para un profano, pero las circunstancias que usted aduce como prueba de que se pueda cuasi fotografiar el porvenir, no son concluyentes en modo alguno.

"Ofrecen, al contrario, una explicación mucho más inmediata. Resumamos: su amigo, el señor Zavrel, declara ser un llamado médium; es decir, que su mera presencia les basta a ciertas personas para producir fenómenos de naturaleza extraordinaria, que, aunque invisibles para el ojo, son susceptibles de registrarse fotográficamente.

"Como íbamos diciendo, señores, ustedes habían fotografiado un día a una persona, al parecer, completamente sana, y al desarrollar la placa…


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Soldado Tórrido

Gustav Meyrink


Cuento


Los médicos militares tuvieron no poca tarea con vendar a todos esos legionarios heridos. Los anamitas tenían malos fusiles y las balas quedaban casi siempre incrustadas en los cuerpos de los pobres soldados.

La ciencia médica había hecho grandes progresos en los últimos años; esto era sabido incluso de aquellos que no sabían leer ni escribir; de modo que, como no les quedaba otra alternativa, se sometían dócilmente a todas las operaciones.

Es cierto que la mayor parte moría, pero sólo después de la operación, y aun así sólo porque las balas de los anamitas eran manejadas evidentemente sin asepsia antes de disparar o bien porque en su trayectoria por el aire habían arrastrado bacterias nocivas para la salud.

Los informes del profesor Cabezudo, que, por razones científicas y con la confirmación del gobierno, se había enrolado en la Legión Extranjera, no dejaban lugar a dudas.

También fue gracias a sus enérgicas disposiciones el que tanto los soldados como los indígenas sólo se atrevían a hablar en voz baja de las curas milagrosas del piadoso penitente hindú Mukhopadaya.

* * *

Como último herido y mucho tiempo después de la escaramuza, ingresó en el hospital de campaña, llevado por dos mujeres anamitas, el soldado Wenceslao Zavadil, natural de Bohemia. Al ser interrogadas las mujeres por qué y de dónde venían tan tarde, contaron que habían hallado a Zavadil medio muerto delante de la choza de Mukhopadaya y que trataron inmediatamente de volverlo a la vida mediante la instilación de un líquido opalescente, lo único que podía encontrarse en la choza abandonada del faquir.

El médico no pudo encontrar ninguna herida, y por toda respuesta a sus preguntas recibió solamente un salvaje gruñido del paciente, que tomó por sonido de un dialecto eslavo.

En todo caso ordenó una lavativa y se fue a la carpa de los oficiales.


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El Cerebro

Gustav Meyrink


Cuento


Tanto que se alegraba el párroco con la vuelta del Sur de su hermano Martín, y cuando éste entró por fin en el anticuado cuarto, una hora más temprano de lo que se esperaba, toda su alegría se ha desvanecido. No podía comprender la causa, y sólo lo sentía como se siente un día lluvioso de invierno, cuando el mundo amenaza convertirse en cenizas. Tampoco Ursula, la vieja, supo decir una palabra al principio.

Martín estaba moreno como un egipcio y sonreía amistosamente al sacudirle la mano al párroco.

Claro que se quedaría a cenar en casa y no estaba cansado en lo más mínimo, según dijo. Es cierto que tendría que ir por dos días a la capital, pero después pensaba pasar todo el verano en el hogar.

Hablaron de su juventud, cuando el padre vivía aún, y el párroco notó que el extraño rasgo melancólico de Martín se había acentuado aún más.

—¿No te parece a ti también que ciertos acontecimientos sorprendentes, incisivos, se producen únicamente porque uno no puede reprimir el temor íntimo que le inspiran? —fueron sus últimas palabras antes de irse a dormir—. Tú recordarás qué espantoso terror me sobrevino ya cuando niño, al ver una vez en la cocina unos sesos de ternera sanguinolentos

El párroco no pudo dormir: algo como una niebla asfixiante, fantasmal, llenaba la alcoba tan familiar poco antes.

«Es lo nuevo, lo desacostumbrado», pensó el párroco.

Pero no fue lo nuevo, lo desacostumbrado, fue algo diferente lo que introdujo su hermano.

Los muebles no parecían los de antes, los viejos cuadros colgaban como oprimidos contra la pared por fuerzas invisibles. Se tenía el ansioso presentimiento de que el solo pensar cualquier idea extraña y enigmática tendría que traer a empellones un cambio inaudito. «Sólo no pensar nada nuevo, quédate con lo antiguo, lo cotidiano», reza la advertencia interior. ¡Los pensamientos son peligrosos como los rayos!


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Enfermo

Gustav Meyrink


Cuento


La sala de espera del sanatorio estaba concurrida, como siempre; todo el mundo permanecía quieto, esperando a la salud.

La gente no se hablaba por temor de oír la historia de la enfermedad del otro, o dudas acerca del tratamiento.

Todo era indeciblemente desolado y aburrido, y las insulsas sentencias y máximas, fijadas en letras negras de brillo sobre cartulinas blancas, obraban como un emético.

Junto a una mesa, enfrente de mí, estaba sentado un chico, al que yo miraba sin cesar, pues de otro modo tendría que colocar la cabeza en una postura aun más incómoda.

Vestido con mal gusto parecía infinitamente estúpido, con su frente baja. En sus bocamangas y pantalones puso la madre adornos de encaje blancos.

* * *

El tiempo pesaba sobre todos nosotros, nos succionaba como un pulpo.

No me extrañaría si de pronto toda esa gen-te se levantase de un salto y, sin motivo justificado, lo destruyese todo —mesas, ventanas, lámparas—, como un solo hombre delirante.

El porqué yo mismo no obraba así me resultaba, en verdad, inexplicable; probablemente dejé de hacerlo por temor de que los demás no me secundaran al mismo tiempo, y de que tuviese que volver a sentarme, avergonzado, después.

Volví a mirar los adornos de encaje blancos y sentí que el tedio se había hecho aún más torturador y deprimente. Tuve la sensación de soportar en la cavidad bucal una gran esfera gris de caucho, que se hacía cada vez más grande y me estaba desplazando el cerebro.

En tales momentos de desolación, incluso la idea de cualquier cambio le causa a uno horror.

El chico iba alineando fichas de dominó en su estuche, pero las sacaba de nuevo con un miedo febril, para volverlas a colocar de otro yodo. Pues, aunque no le sobraba ninguna ficha, el estuche seguía sin llenarse del todo; como él lo esperaba, le faltaba todavía una hilera entera para llegar al borde.


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La Maldición del Sapo

Gustav Meyrink


Cuento


Amplio, moderadamente movido y grave.
«Los Maestros Cantores».

Sobre el camino de la pagoda azul brilla caluroso el sol indio — caluroso el sol indio.

La gente canta en el templo y cubre a Buda con flores blancas, y los sacerdotes rezan solemnemente: om maní padme hum; om maní padme hum.

El camino desierto y abandonado: hoy es día de fiesta.

Las largas gramíneas de kusha formaron una espaldera en los prados junto al camino de la pagoda azul — al camino de la pagoda azul. Las flores todas esperaban al milpiés que vivía más allá, en la corteza de la venerable higuera.

La higuera era el barrio más distinguido.

«Soy la venerable —había dicho de sí misma— y con mis hojas pueden hacerse taparrabos — pueden hacerse taparrabos».

Pero el gran sapo, que siempre estaba sentado en la piedra, la despreciaba por estar arraigada, y los taparrabos tampoco le importaban gran cosa. Y en cuanto al milpiés, lo odiaba. No podía devorarlo, porque era muy duro y tenía un jugo venenoso — jugo venenoso.

—Por eso lo odiaba — lo odiaba.

Quería destruirlo y hacerlo desdichado, y durante toda la noche estuvo celebrando consultas con los espíritus de los sapos muertos.

Desde el amanecer estaba sentado en la piedra y esperaba y daba a veces golpecitos con la pata trasera — golpecitos con la pata trasera.

De vez en cuando escupía sobre las gramíneas de kusha.

Todo estaba silencioso: las flores, los escarabajos y las gramíneas. Y el vasto, vasto cielo. Pues era un día de fiesta.

Sólo las ranas en la charca —las impías— cantaban canciones sacrílegas:

Me cisco en la flor de loto,
Me cisco en mi vida.
Me cisco en mi vida,
Me cisco en mi vida…


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Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

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