Textos más populares esta semana de Gustav Meyrink | pág. 3

Mostrando 21 a 30 de 30 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Gustav Meyrink


123

El Cerebro

Gustav Meyrink


Cuento


Tanto que se alegraba el párroco con la vuelta del Sur de su hermano Martín, y cuando éste entró por fin en el anticuado cuarto, una hora más temprano de lo que se esperaba, toda su alegría se ha desvanecido. No podía comprender la causa, y sólo lo sentía como se siente un día lluvioso de invierno, cuando el mundo amenaza convertirse en cenizas. Tampoco Ursula, la vieja, supo decir una palabra al principio.

Martín estaba moreno como un egipcio y sonreía amistosamente al sacudirle la mano al párroco.

Claro que se quedaría a cenar en casa y no estaba cansado en lo más mínimo, según dijo. Es cierto que tendría que ir por dos días a la capital, pero después pensaba pasar todo el verano en el hogar.

Hablaron de su juventud, cuando el padre vivía aún, y el párroco notó que el extraño rasgo melancólico de Martín se había acentuado aún más.

—¿No te parece a ti también que ciertos acontecimientos sorprendentes, incisivos, se producen únicamente porque uno no puede reprimir el temor íntimo que le inspiran? —fueron sus últimas palabras antes de irse a dormir—. Tú recordarás qué espantoso terror me sobrevino ya cuando niño, al ver una vez en la cocina unos sesos de ternera sanguinolentos

El párroco no pudo dormir: algo como una niebla asfixiante, fantasmal, llenaba la alcoba tan familiar poco antes.

«Es lo nuevo, lo desacostumbrado», pensó el párroco.

Pero no fue lo nuevo, lo desacostumbrado, fue algo diferente lo que introdujo su hermano.

Los muebles no parecían los de antes, los viejos cuadros colgaban como oprimidos contra la pared por fuerzas invisibles. Se tenía el ansioso presentimiento de que el solo pensar cualquier idea extraña y enigmática tendría que traer a empellones un cambio inaudito. «Sólo no pensar nada nuevo, quédate con lo antiguo, lo cotidiano», reza la advertencia interior. ¡Los pensamientos son peligrosos como los rayos!


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 62 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Ópalo

Gustav Meyrink


Cuento


El ópalo que Miss Hunt lucía en el dedo despertaba la general admiración.

—Lo he heredado de mi padre, que sirvió mucho tiempo en Bengala, y procede de las posesiones de un brahmán —dijo ella, y acarició con la punta del dedo la gran piedra reluciente—. Semejante fuego sólo se aprecia en una joya india. No sé si se debe a la luz o al labrado, pero a veces me parece como si el brillo tuviera en sí mismo algo de dinámico, inquieto, como si fuera un ojo vivo.

—Como si fuera un ojo vivo —repitió reflexivo Mr. Hargrave Jennings.

—¿No lo percibe, Mr. Jennings?

Se hablaba de conciertos, de bailes, de teatro, de todos los temas posibles, pero al final siempre se volvía al ópalo indio.

—Le podría contar algo sobre esa piedra, sobre esa supuesta piedra —dijo finalmente Mr. Jennings—, pero a lo mejor, Miss Hunt, si se lo cuento podría arrepentirse de poseerla. Espere un minuto, buscaré el manuscrito entre mis cosas.

Los reunidos esperaron con incertidumbre.

—Escúcheme, por favor (lo que voy a leer es un fragmento de las anotaciones de viaje de mi hermano. Por entonces decidimos no publicar lo que habíamos vivido juntos).

»Comienzo: en Mahawalipur, la jungla llega por una estrecha franja casi hasta el mar. Canales de agua, abiertos por el gobierno, atraviesan la región desde Madrás hasta Tritschinopolis, sin embargo, el interior está inexplorado y se asemeja a una selva virgen: un lugar impenetrable que a su vez es un foco de infecciones.

»Nuestra expedición acababa de llegar, y los criados de piel oscura descargaron de los botes las numerosas tiendas de campaña, las cajas y baúles, para que los nativos los transportaran a través de los campos de arroz, donde de vez en cuando se veía un grupo de palmeras como islas en un mar verdoso, a la ciudad rocosa de Mahwalipur.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 60 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Ciertamente, sin duda

Gustav Meyrink


Cuento


"Mi querido amigo Warndorfer:

Por desgracia no le hallé en su casa, ni tampoco pude encontrarle en ninguna parte, de modo que tengo que pedirle por escrito se venga esta noche a mi casa, con Zavrel y el doctor Rolof.

Figúrese que el famoso filósofo, profesor Arjuna Monosabio de Suecia (habrá usted leído de él), discutió conmigo anoche, en la Asociación «Loto», durante una hora, sobre fenómenos espiritistas: le invité para hoy, y va a venir.

Está deseoso de conocerles a todos ustedes, y yo pienso que si le sometemos a un fuego cruzado como es debido, podríamos ganarlo para nuestra causa, y prestarle, tal vez, a la humanidad un servicio inestimable.

¿De manera que puedo contar con usted? (El doctor Rolof no debe olvidarse de traer las fotografías.)

Con toda prisa, su sincero

GUSTAVO.”

Después de la cena, los cinco señores se retiraron al salón fumador. El profesor Monosabio jugueteaba con un erizo de mar, lleno de fósforos, que había sobre la mesa: —Todo lo que me está contando usted, doctor Rolof, suena bastante extraño y sorprendente para un profano, pero las circunstancias que usted aduce como prueba de que se pueda cuasi fotografiar el porvenir, no son concluyentes en modo alguno.

"Ofrecen, al contrario, una explicación mucho más inmediata. Resumamos: su amigo, el señor Zavrel, declara ser un llamado médium; es decir, que su mera presencia les basta a ciertas personas para producir fenómenos de naturaleza extraordinaria, que, aunque invisibles para el ojo, son susceptibles de registrarse fotográficamente.

"Como íbamos diciendo, señores, ustedes habían fotografiado un día a una persona, al parecer, completamente sana, y al desarrollar la placa…


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 58 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Albino

Gustav Meyrink


Cuento


I

—Aún sesenta minutos… hasta la medianoche —dijo Ariost y se sacó la delgada pipa holandesa de la boca—. El de allí —y señaló un retrato oscuro en la pared, de color marrón por el humo, cuyos rasgos apenas eran reconocibles— fue Gran Maestre hace cien años menos sesenta minutos.

—¿Y cuándo se disolvió nuestra Orden? Quiero decir, ¿cuándo degeneramos en compañeros de taberna, como lo somos ahora? —preguntó una voz oculta por el denso humo de tabaco que llenaba la antigua sala.

Ariost acarició su larga barba blanca, llevó luego la mano, dubitativo, a la golilla y, por último, a su sotana de seda.

—Debió suceder en los últimos decenios… tal vez… ocurrió poco a poco.

—Has tocado una herida que tiene en el corazón, Fortunato —susurró Baal Schem, el Archicensor de la Orden con los atavíos de los rabinos medievales, y se acercó a la mesa desde la oscuridad de un nicho de ventana—. ¡Habla de otra cosa! —y en voz alta continuó:

»¿Cómo se llamaba este Gran Maestre en la vida profana?

—Conde Ferdinand Paradies —respondió rápidamente alguien situado junto a Ariost, introduciéndose, comprensivo, en la conversación—, sí, eran nombres ilustres los de aquellos años, y antes también. Los condes Spork, Norbert Wrbna, Wenzel Kaiserstein, el poeta Ferdinand van der Roxas. Todos ellos celebraban el «Ghonsla», el rito de la logia de los «hermanos asiáticos», en el viejo jardín de Angelus, donde ahora está la ciudad. Inspirados por el espíritu de Petrarca y de Cola Rienzos, que también eran nuestros hermanos.

—Así es. En el jardín de Angelus. Llamado así por Angelus de Florencia, el médico personal del emperador Carlos IV, que dio asilo a Rienzo hasta que lo entregaron al Papa —intervino excitado Ismael Gneiting.


Información texto

Protegido por copyright
14 págs. / 25 minutos / 50 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Maestre Leonardo

Gustav Meyrink


Cuento


El maestre Leonardo se sienta inmóvil en su butaca gótica y mira fijamente ante sí con ojos muy abiertos.

El resplandor del fuego de chamarasca en la pequeña chimenea tremola sobre su manto de piel, pero el brillo no puede quedarse prendido en la quietud que rodea al maestre Leonardo: se desliza por la larga barba blanca, por el temible rostro y las manos del anciano, las cuales parecen haberse soldado con los tonos marrones y dorados de los brazos tallados de la butaca.

El maestre Leonardo mantiene su mirada fija hacia la ventana, hacia la colina nevada que rodea la ruinosa y semihundida capilla del castillo en que se sienta, pero en espíritu ve tras él las paredes desnudas y vacías, las miserables estancias y el crucifijo sobre la carcomida puerta; ve la jarra de agua, los panes horneados por él mismo, y el cuchillo al lado con el filo dentado en el nicho de la esquina.

Oye cómo crujen los árboles en el exterior por la helada, y ve cómo los carámbanos, a la luz deslumbrante de la luna, brillan desde las blancas astas. Ve su propia sombra caer a través del arco ojival de la ventana y enzarzarse con las siluetas de los abetos en la fulgurante nieve en un juego espectral, cuando el fuego de las astillas de pino alarga su cuello en la chimenea o se encoge; a continuación la vuelve a ver contraída, como si hubiera adoptado la forma de un macho cabrio en un trono negro azulado y los puños de la butaca fueran los cuernos del diablo sobre las orejas puntiagudas.


Información texto

Protegido por copyright
41 págs. / 1 hora, 13 minutos / 49 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Horror

Gustav Meyrink


Cuento


Las llaves tintinean y un grupo de presidiarios entra en fila en el patio de la cárcel. Son las doce y deben caminar en círculo para tomar el aire.

El patio está empedrado. Tan sólo en la mitad hay un par de manchas de césped oscuro, como túmulos. Cuatro árboles delgados y un seto de triste alheña.

Los presidiarios, con sus grises uniformes, apenas hablan y siempre caminan en círculo, uno detrás de otro. Casi todos están enfermos: escorbuto, articulaciones inflamadas. Los rostros son grises, como masilla, los ojos están apagados. Mantienen el paso con corazón desconsolado.

El vigilante, con sable y gorra, está en la puerta del patio y mira fijamente ante sí.

A lo largo del muro corre una franja de tierra. Allí no crece nada: el sufrimiento se filtra a través de la amarilla tapia.

—Lukawsky acaba de estar con el director —grita a media voz un preso a los demás desde la ventana de su celda.

El grupo sigue marchando.

—¿Qué pasa con él? —preguntó un preso recién ingresado a su compañero.

—A Lukawsky, el asesino, le han condenado a morir en la horca, y hoy, según creo, se decidirá si se confirma la sentencia o no.

—El director le ha leído la confirmación de la sentencia en su despacho. Lukawsky no ha dicho una palabra, tan sólo se ha tambaleado. Pero fuera ha hecho rechinar los dientes y le ha acometido un ataque de furia. El vigilante le ha puesto la camisa de fuerza y lo ha encadenado al banco, de modo que no puede mover ningún miembro hasta mañana temprano. Y también le han puesto un crucifijo.

Esto se lo comunicó el preso a los que pasaban de manera fragmentaria.

—Lukawsky está en la celda número 25 —dice uno de los presos más viejos.

Todos miran hacia las rejas de la celda número 25.

El vigilante se inclina en la puerta con semblante ausente y da una patada a un trozo de pan seco que está en el camino.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 48 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Enfermo

Gustav Meyrink


Cuento


La sala de espera del sanatorio estaba concurrida, como siempre; todo el mundo permanecía quieto, esperando a la salud.

La gente no se hablaba por temor de oír la historia de la enfermedad del otro, o dudas acerca del tratamiento.

Todo era indeciblemente desolado y aburrido, y las insulsas sentencias y máximas, fijadas en letras negras de brillo sobre cartulinas blancas, obraban como un emético.

Junto a una mesa, enfrente de mí, estaba sentado un chico, al que yo miraba sin cesar, pues de otro modo tendría que colocar la cabeza en una postura aun más incómoda.

Vestido con mal gusto parecía infinitamente estúpido, con su frente baja. En sus bocamangas y pantalones puso la madre adornos de encaje blancos.

* * *

El tiempo pesaba sobre todos nosotros, nos succionaba como un pulpo.

No me extrañaría si de pronto toda esa gen-te se levantase de un salto y, sin motivo justificado, lo destruyese todo —mesas, ventanas, lámparas—, como un solo hombre delirante.

El porqué yo mismo no obraba así me resultaba, en verdad, inexplicable; probablemente dejé de hacerlo por temor de que los demás no me secundaran al mismo tiempo, y de que tuviese que volver a sentarme, avergonzado, después.

Volví a mirar los adornos de encaje blancos y sentí que el tedio se había hecho aún más torturador y deprimente. Tuve la sensación de soportar en la cavidad bucal una gran esfera gris de caucho, que se hacía cada vez más grande y me estaba desplazando el cerebro.

En tales momentos de desolación, incluso la idea de cualquier cambio le causa a uno horror.

El chico iba alineando fichas de dominó en su estuche, pero las sacaba de nuevo con un miedo febril, para volverlas a colocar de otro yodo. Pues, aunque no le sobraba ninguna ficha, el estuche seguía sin llenarse del todo; como él lo esperaba, le faltaba todavía una hilera entera para llegar al borde.


Información texto

Protegido por copyright
1 pág. / 3 minutos / 47 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Preparación

Gustav Meyrink


Cuento


Los dos amigos estaban sentados en el rincón del Café Radetzky, al lado de la ventana, con las cabezas juntas.

—Se ha ido, se marchó esta tarde con su criado a Berlín. La casa está vacía; acabo de llegar y lo comprobé sin lugar a duda. Los dos persas eran los únicos habitantes.

—¿De modo que cayó en la trampa del telegrama?

—No dudé de ello ni por un momento; cuando oye hablar de Fabio Maríni, no hay quién le detenga.

—Así y todo, me resulta extraño, pues han vivido juntos durante años, hasta su muerte; de manera que, ¿qué novedades de él pudo haber esperado encontrar en Berlín?

—¡Oh! Al parecer el profesor Marini se tuvo calladas muchas cosas; él mismo lo dejó caer una vez en medio de una conversación, hará de eso medio año, más o menos, cuando el bueno de Axel aún se hallaba entre nosotros.

—¿Hay realmente algo de verdad en ese misterioso método de preparación de Fabio Marini? ¿Lo crees de veras, Sinclair?

—No es cuestión de «creer». Con estos ojos he visto en Florencia el cadáver de un niño preparado por Marini. Te aseguro que cualquiera juraría que el niño sólo estaba dormido; nada de rigidez, nada de arrugas; incluso el cutis estaba sonrosado tal como el de un ser vivo.

—Hum. Piensas, entonces, que el persa pudo realmente haber asesinado a Axel, y…


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 40 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Seso Esfumado

Gustav Meyrink


Cuento


(Al zapatero Voifft-, con veneración.)

Hiram Witt era un gigante del espíritu, y como pensador superaba al propio Parménides, en fuerza y profundidad. Aparentemente, pues ni un solo europeo hablaba siquiera de sus obras.

La noticia de que había logrado, hace ya veinte años, hacer crecer de células animales sometidas, sobre discos de vidrio, a la influencia de un campo magnético, junto a la rotación mecánica, cerebros completamente desarrollados —cerebros que, a juzgar por lo que se sabía, eran capaces incluso de pensar por sí mismos—, apareció ciertamente acá y acullá en los diarios, pero sin haber despertado un interés científico más profundo.

Tales cosas no encajan en absoluto en nuestros tiempos. Y, además, en los países de habla alemana, ¡qué iba a hacerse con cerebros que pensaban por su cuenta!

Cuando Hiram Witt era todavía joven y ambicioso, no transcurría una semana sin que mandara uno o dos de les cerebros trabajosamente producidos por él a los grandes institutos científicos. ¡Podían examinarlos, opinar acerca de ellos!

En honor a la verdad, así se hizo concienzudamente.

Los cerebros fueron colocados en recipientes de cristal, de temperatura apropiada. El famoso profesor de liceo Aureliano Chupatinto les estuvo leyendo, incluso, por intervención de un alto personaje, conferencias a fondo sobre el enigma del universo de Häckel. Pero los resultados fueron hasta tal punto desalentadores, que todos se vieron literalmente forzados a prescindir de toda enseñanza ulterior. Porque, piénsese: ya en la introducción a la primera conferencia, la mayor parte de los cerebros estallaron entre sonoros estampidos, mientras que los demás sufrieron unas cuantas contracciones violentas, para reventar en seguida, sin llamar la atención y apestar más tarde atrozmente.


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 13 minutos / 38 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Soldado Tórrido

Gustav Meyrink


Cuento


Los médicos militares tuvieron no poca tarea con vendar a todos esos legionarios heridos. Los anamitas tenían malos fusiles y las balas quedaban casi siempre incrustadas en los cuerpos de los pobres soldados.

La ciencia médica había hecho grandes progresos en los últimos años; esto era sabido incluso de aquellos que no sabían leer ni escribir; de modo que, como no les quedaba otra alternativa, se sometían dócilmente a todas las operaciones.

Es cierto que la mayor parte moría, pero sólo después de la operación, y aun así sólo porque las balas de los anamitas eran manejadas evidentemente sin asepsia antes de disparar o bien porque en su trayectoria por el aire habían arrastrado bacterias nocivas para la salud.

Los informes del profesor Cabezudo, que, por razones científicas y con la confirmación del gobierno, se había enrolado en la Legión Extranjera, no dejaban lugar a dudas.

También fue gracias a sus enérgicas disposiciones el que tanto los soldados como los indígenas sólo se atrevían a hablar en voz baja de las curas milagrosas del piadoso penitente hindú Mukhopadaya.

* * *

Como último herido y mucho tiempo después de la escaramuza, ingresó en el hospital de campaña, llevado por dos mujeres anamitas, el soldado Wenceslao Zavadil, natural de Bohemia. Al ser interrogadas las mujeres por qué y de dónde venían tan tarde, contaron que habían hallado a Zavadil medio muerto delante de la choza de Mukhopadaya y que trataron inmediatamente de volverlo a la vida mediante la instilación de un líquido opalescente, lo único que podía encontrarse en la choza abandonada del faquir.

El médico no pudo encontrar ninguna herida, y por toda respuesta a sus preguntas recibió solamente un salvaje gruñido del paciente, que tomó por sonido de un dialecto eslavo.

En todo caso ordenó una lavativa y se fue a la carpa de los oficiales.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 8 minutos / 37 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

123