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autor: Gustave Flaubert etiqueta: Cuento textos no disponibles


La Leyenda de San Julián el Hospitalario

Gustave Flaubert


Cuento


I

Los padres de Julián vivían en un castillo rodeado de bosques, en la ladera de una colina. Las cuatro torres de las esquinas remataban en techumbres puntiagudas cubiertas de escamas de plomo y la base de los muros se apoyaban en bloques de rocas que se despeñaban abruptamente hasta el fondo de los fosos.

El pavimento de los patios era regular como el enlosado de una iglesia. Largas gárgolas, figurando dragones con las fauces inclinadas hacia abajo, escupían hacía la cisterna el agua de las lluvias. Y en el resalto de las ventanas de todos los pisos crecía en un tiesto de barro pintado una albahaca o un heliotropo.

Un segundo cercado, hecho de estacas, protegía en primer lugar una huerta de árboles frutales, luego un cuadro donde las flores se combinaban formando cifras, después una enramada con glorietas para tomar el fresco, y un juego de mallo que servía para entretenimiento de los pajes. Al otro lado estaban la porqueriza, los establos, el horno de cocer el pan, el lagar y los graneros. En todo el contorno prosperaba un verde pastizal, cerrado por un seto de espinos. Se vivía en paz desde hacía tanto tiempo, que ya no se bajaba el rastrillo; los fosos estaban llenos de agua; las golondrinas hacían sus nidos en las hendiduras de las almenas; y el arquero, que se pasaba el día paseando por la cortina, en cuanto el sol pegaba demasiado, se metía en la atalaya y se quedaba dormido como un fraile.

En el interior, relucían los herrajes por doquier; en los aposentos, los tapices protegían del frío; y los armarios estaban rebosantes de ropa blanca, se apilaban en las bodegas los toneles de vino, las arcas de roble reventaban bajo el peso de los sacos de dinero.


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Publicado el 15 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Un Alma de Dios

Gustave Flaubert


Cuento


I

A lo largo de medio siglo, las burguesas de Pont-l’Evêque le envidiaron a madame Aubain su criada Felicidad.

Por cien francos al año, guisaba y hacía el arreglo de la casa, lavaba, planchaba, sabía embridar un caballo, engordar las aves de corral, mazar la manteca, y fue siempre fiel a su ama —que sin embargo no siempre era una persona agradable.

Madame Aubain se había casado con un mozo guapo y pobre, que murió a principios de 1809, dejándole dos hijos muy pequeños y algunas deudas. Entonces madame Aubain vendió sus inmuebles, menos la finca de Toucques y la de Greffosses, que rentaban a lo sumo cinco mil francos, y dejó la casa de Saint-Melaine para vivir en otra menos dispendiosa que había pertenecido a sus antepasados y estaba detrás del mercado.

Esta casa, revestida de pizarra, se encontraba entre una travesía y una callecita que iba a parar al río. En el interior había desigualdades de nivel que hacían tropezar. Un pequeño vestíbulo separaba la cocina de la sala donde madame Aubain se pasaba el día entero, sentada junto a la ventana en un sillón de paja. Alineadas contra la pared, pintadas de blanco, ocho sillas de caoba. Un piano viejo soportaba, bajo un barómetro, una pirámide de cajas y de carpetas. A uno y otro lado de la chimenea, de mármol amarillo y de estilo Luis XV, dos butacas tapizadas. El reloj, en el centro, representaba un templo de Vesta. Y todo el aposento olía un poco a humedad, pues el suelo estaba más bajo que la huerta.


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Publicado el 15 de febrero de 2017 por Edu Robsy.